Agonía en Malasia. Verónica Foxley

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Agonía en Malasia - Verónica Foxley

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que habían “pedido repetidas veces al conserje del hotel que llamara a la policía”; que ellos eran “víctimas”. Así se sentían e interpretaban lo que había pasado.

      Una sensación similar tenía Carlos Ignacio Fuentealba, otro joven chileno que también viajaba con ellos y que ese 4 de agosto había llegado a las 6:40 de la mañana a la puerta del hotel Star Town Inn para encontrarse con una imagen brutal: sus amigos esposados, una decena de policías y el cuerpo de Tasha inerte en el suelo. No pudo observar más detalles del cadáver ya que los policías que estaban en la puerta de entrada no lo dejaron avanzar, pero adentro la delgada figura de Tasha estaba de bruces con su cara contra el frío mármol de la recepción, con las piernas y brazos abiertos como una mariposa silente e ingrávida. El diminuto vestido rojo subido hasta la cintura dejaba expuestos sus calzones negros, su chaqueta de jeans que le cubría la espalda y su pequeña cartera negra de cadena dorada —la misma que llevaba cada noche mientras buscaba clientes en las calles del barrio de Bukit Bintang— aún colgaba de su hombro derecho. Entretanto, los policías caminaban de un lado a otro del lobby realizando las pesquisas que les ayudarían a determinar las circunstancias de la muerte. En un momento uno de ellos sacó un celular y fotografió el cadáver y —de paso y de manera inadvertida— tomó una imagen de los extranjeros. En esa imagen se ve a Felipe en bermudas sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, sin polera y unas zapatillas negras. Su cabeza apunta en dirección a ese policía intruso, sus ojos están cerrados como si un misterioso hechizo le hubiera jalado los párpados justo en el momento en que la cámara hizo clic. Completa la toma una incipiente barba donde asoma un tenue bigotillo y una copiosa cabellera castaña. A su lado, y en la misma postura en el piso, con un pantalón corto azul claro y una polera negra con el símbolo Adidas está Fernando; tiene la cabeza gacha y en sus manos sostiene unos trozos de papel blanco.

      Como un conjuro siniestro, esa madrugada los marcaría para siempre. Solo unas horas antes Felipe se había tomado una foto donde aparecía radiante, con el pulgar hacia arriba en las Torres Petronas, insignia arquitectónica de Kuala Lumpur. Toda la alegría de los viajeros, llenos de emociones mientras iban celebrando de bar en bar en Changkat, haciéndole guiños displicentes y desprevenidos a la vida como si todo fuera fantasiosamente lineal, juntando mesas con unas turistas australianas, alzando jarros de cerveza para celebrar ese fugaz momento de amistad y vértigo en el bullicio de la fiesta callejera, dio paso en un par de horas a un silencio sordo, a un pasmo de incredulidad, una pausa donde comienza el epílogo de una noche de juerga que terminó de la peor manera.

      “Mi familia”, “mi vida” y “Chile” eran palabras que resonaban como el golpeteo de un martillo en sus cabezas mientras, a un par de metros, la policía continuaba con su trabajo pericial, frío y mecánico en el decadente hotel ubicado en el límite entre el turístico Bukit Bintang y el barrio de Pudu.

      Pasó un buen rato, pero la noción del tiempo se había traspapelado, alterado en el desconcierto de una tragedia que se desarrollaba ante sus ojos. Una hora, dos o quizás más, era difícil saberlo con certeza. En el frenesí de ese lobby un fotógrafo iba registrando la escena y, rodeados de policías —con uniformes azules y pecheras fosforescentes—, Fernando y Felipe eran interrogados una y otra vez acerca de lo que había ocurrido. De manera simultánea, el jefe de la investigación, Faizal Bin Abdullah, quien no andaba con uniforme sino con un buzo y una polera negras, pedía al recepcionista, Lim, ver el registro de las cámaras de seguridad.

      Frente al cadáver —ahora cubierto con un plástico blanco— había una mampara de vidrio donde un pequeño y dorado gato chino se movía de atrás hacia delante saludando incesantemente a los huéspedes del hotel.

      —¿Su pasaporte? —exigió un policía a Fernando.

      —Está arriba, en la habitación.

      —Lo necesitamos —le respondió.

      Acto seguido el oficial y Jayavel, el fotógrafo de la policía, lo escoltaron por el pasillo hasta el ascensor en dirección a la habitación. Allí, en la puerta del cuarto, con la cabeza justo delante de la placa de metal que mostraba el número 303, el fotógrafo tomó una imagen de Fernando en la que aparece con la cara desencajada, los ojos enrojecidos y el pelo negro desordenado. La cámara también retrató la habitación, en cuyo interior había tres camas individuales a medio hacer, una mochila azul, una toalla blanca colgada en un gancho y otra vez a Fernando ya esposado y mirando al lente; y a su izquierda, sobre una mesita, un rollo de papel higiénico y tres jabones individuales.

      Mientras tanto, en el hall de entrada, sentado y esposado en un banco de metal, Felipe lloraba. Tenía en su cuerpo marcas visibles de la lucha por controlar a Tasha, rasguños en la espalda, en sus brazos y en el tórax.

      Entretanto, Carlos Fuentealba seguía fuera del hotel y a su lado un policía fumaba un cigarrillo mientras otro le hacía preguntas. A esa altura el chileno tenía clara la gravedad de la situación.

      —Llama a mi papá y ándate a la embajada de Chile a pedir ayuda —le pidió Felipe llorando.

      El hombre se fue lo más rápido que pudo de allí. Ni bien entró a la sede de la representación diplomática chilena, ubicada a pocas cuadras de las Petronas y en el corazón económico de Kuala Lumpur, solicitó inmediatamente hablar con alguien.

      Necesitaban ayuda urgente y avisar a los parientes en Chile.

      Pasó poco tiempo y, mientras le explicaba al empleado de la embajada que lo había atendido lo que estaba pasando, “que sus amigos estaban presos”, “que un tipo los había atacado”, “que él no estaba en el lugar en ese momento”, la policía llegó a la recepción del edificio, aunque no subió directamente al piso donde estaba la oficina consular.

      —Estamos buscando al señor Carlos Fuentealba —le explicaron a la secretaria que atendió la llamada—. ¿Está allí?

      En ese momento el cónsul Juan Francisco Mason salió de su oficina, tomó el auricular y les dijo que sí, que podían subir.

      El policía del otro lado de la línea explicó que necesitaba tomarle una declaración pero que era “mejor que Fuentealba bajara”. Los agentes sabían que si entraban a la sede diplomática no podrían llevar detenido al joven. Y eso era exactamente lo que andaban buscando.

      —Ya, yo voy a bajar enseguida —dijo el diplomático.

      En el hall de entrada se encontró con los uniformados.

      —¿Por qué necesitan al ciudadano Fuentealba?

      En minutos de semejante tensión, el aplomo y la imponente figura de casi dos metros del diplomático no pasaron desapercibidos.

      —Solamente queremos tomarle una declaración —mintió el policía.

      De modo que Mason se devolvió al consulado y le explicó a Fuentealba lo que pasaba. Entonces tomaron el ascensor que los dejó en la recepción del edificio y luego salieron a la calle.

      —Tiene que venir con nosotros —dijo uno de los oficiales.

      Por eso, mientras subían a Carlos al vehículo de la policía, Mason tomó su auto y se fue tras la patrulla hasta la gigantesca estación policial de Dang Wangi. Allí esperó hasta que finalmente le explicaron que Carlos también quedaría detenido hasta que pudieran descartar su posible vinculación en los hechos. Mason entendió en el acto que Fuentealba también iba a necesitar un abogado. Eso era algo urgente. Se trataba de un delito por el que podrían ser sentenciados a penas graves, y en tal caso el código de procedimiento criminal de Malasia le daba un plazo de catorce días a la policía para investigar y mantener detenidos a los

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