Agonía en Malasia. Verónica Foxley
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“Me vuelvo a encontrar con estas gemelas hermosas”, posteó Felipe en su Instagram. A sus espaldas se exhibían las emblemáticas Torres Petronas.
Fernando hacía lo mismo, pero a la entrada de la Kuala Lumpur Tower, otro rascacielos imponente de la moderna capital. “La primera parada de este viaje. #bendición #blessed #malaysia #Kualalumpur”.
El reloj, sin embargo, no estaba de acuerdo con tanta sincronía vital y ya había echado a andar la cuenta regresiva.
Habían pasado ya más de veinticuatro horas desde que los chilenos habían aterrizado en Malasia y, desde Nueva Zelanda, los amigos que se sumarían al periplo horas después intentaban contactarse con ellos, pero ni Felipe ni Fernando respondían. Se habían borrado del mapa. Irremediablemente, Tasha también.
Adonde sí llegaron los mensajes y de manera veloz fue a Chile. Como una avalancha comenzaron los textos de WhatsApp y decenas de llamados telefónicos con voces angustiadas que daban cuenta del horror que se desarrollaba a miles de kilómetros de distancia.
Carlos Fuentealba fue quien le dio la noticia al papá de Felipe, y luego la hermana de este, Nicole, le avisó a una prima de Candia y a Gaelle, aunque Felipe había terminado la relación con ella poco antes de partir a Malasia.
En ese momento, Gaelle continuaba en el centro de esquí y la noticia la petrificó. No daba crédito a lo que oía. Al verla así su jefe le sugirió que se tomara unos días libres para recuperarse y pensara qué iba a hacer. Ella seguía sintiendo que el chileno era el amor de su vida. Necesitaba tomar una decisión, si regresar a su país y dejar a Osiadacz atrás o cambiar los pasajes y partir a Malasia. Optó por lo segundo.
Felipe y Fernando estaban presos, habían matado a una persona que “los había atacado”, pero ellos “solo querían defenderse”. Esa fue en resumen la información que fueron recibiendo los familiares de Osiadacz y de Candia en Chile. Fernando Osiadacz, su pareja Francisca Cafati, Nicole; Maritza Olcay, Fernando Candia padre, su otro hijo Francisco Candia, estaban perplejos, estupefactos ante una noticia tan incomprensible. Era un mazazo. Un mal sueño. Una estúpida broma. Un absurdo. Si Felipe y Fernando eran personas tranquilas y andaban de viaje, eran turistas y no eran de pelearse con nadie. Era imposible, decían. Lo cierto es que era real, tan real que apabullaba.
Sin embargo, aún faltaban muchos datos sobre los hechos para tener una noción más clara de qué y cómo había ocurrido todo en ese lobby del hotel Star Town Inn.
A grandes rasgos, la historia contada por Felipe y Fernando a su núcleo familiar y a las autoridades locales decía que, tras recorrer la ciudad durante el día, decidieron ir a la calle Changkat a tomarse unas cervezas. Allí los tres amigos anduvieron deambulando por algunos bares. Cerca de las cuatro de la mañana, Fernando se separó de Felipe, quien ya estaba cansado. Candia partió a una discoteque y Osiadacz y Fuentealba se regresaron. Sin embargo, a poco andar, Fuentealba también se despidió de Felipe porque quería comer algo antes de acostarse. Entonces cada uno volvió caminando al hotel por un camino distinto. Separarse habría sido el gran error. Pasadas las cinco de la mañana, Felipe llegó al hotel. No tenía la llave para entrar a la habitación y se sentó en un banco a esperar que llegara Candia, quien apareció en el lobby pocos minutos después con una persona que —decía Fernando— lo había seguido durante unas cuatro o cinco cuadras pidiéndole plata y ofreciéndole sexo. Esa persona era una “transgénero” que se dedicaba regularmente a la prostitución en el área cercana al hotel. Ya adentro del lobby comenzó una discusión a los gritos que fue escalando hasta convertirse en pelea. “El tipo” —como llamaban a la trans— había intentado que Fernando le diera dinero, y como este se negó empezó la pelea que terminó con los amigos reduciendo a la víctima contra el piso mientras le suplicaban al recepcionista que llamara a la policía. En esa espera la habían retenido porque Tasha habría intentado tomar un pedazo de vidrio roto para atacarlos. “Todo había sido sin intención”, decían, “en defensa propia”. En ese lapso había muerto, pero ellos jamás se habían dado cuenta del desenlace fatal. Eso fue, en síntesis, lo que transmitieron a sus familiares, el resumen de un homicidio y sus consecuencias que en ese momento no eran capaces de dimensionar.
En la comisaría de Kuala Lumpur las imágenes desordenadas de esa noche daban vueltas una y otra vez por sus cabezas, quizás buscando reafirmar que no eran culpables, pero eso era algo que tendrían que probar.
Al día siguiente, por la tarde, el cónsul Mason partió a verlos por segunda vez, pero para su sorpresa los detenidos no estaban. Ya habían transcurrido casi treinta y cinco horas desde el homicidio de Tasha y Felipe, Fernando y Carlos fueron llevados al Instituto de Medicina Forense del hospital de Kuala Lumpur para hacerles pruebas toxicológicas, de alcoholemia y ADN. Las muestras se tomaron a las 3:25 de la tarde del 5 de agosto, es decir, un día y medio después de la muerte de Tasha.
Horas más tarde llegó a la estación policial la cónsul de España, Meritxell Parayre. Felipe Osiadacz poseía doble nacionalidad y había ingresado a Malasia usando su pasaporte español, no el chileno, por ende el consulado tenía el deber de asistirlo. Si bien la dejaron visitar a Osiadacz y conversar con él por breves minutos, no pudo entregarle la pasta de dientes ni la comida que le llevaba.
En los oscuros y húmedos calabozos los tres amigos se sentían solos, desesperados, sin tener contacto alguno con el mundo exterior. Así pasó todo ese fin de semana.
El lunes siguiente estaban ansiosos, contaban las horas para salir libres. Un policía les había dicho que así sería, y eso coincidía con lo que algunos agentes les habían manifestado aquella madrugada en el hotel. “No se preocupen, que a lo más van a estar una semana”. Por eso confiaban en que su versión de que “todo había sido un accidente” pronto se aclararía.
Paralelamente, en la sede diplomática chilena comenzaba la urgente búsqueda de un abogado. Tras algunas consultas, se llegó al nombre del experto criminalista Kitson Foong. Era famoso en el círculo diplomático por aceptar casos complejos que involucraban a extranjeros, como el de los hermanos González Villarreal, tres humildes mexicanos condenados a la horca en el 2012 por delito de tráfico y producción de narcóticos. La historia de los culiacanenses se hizo mundialmente conocida cuando en el 2008 los detuvieron, condenándolos a muerte. Después de más de diez años de cautiverio la sentencia fue anulada tras el perdón del sultán Ibrahim Ismail Ibni Almarhum Iskandar Al-Haj, aunque en estricto rigor, cuando eso ocurrió, Foong ya no era parte de la defensa.
Por su precaria educación, su nulo manejo del inglés y sin recursos para obtener un abogado a la altura de la pesada acusación en su contra, estos hermanos se convirtieron en un símbolo de la indefensión y de la mano de hierro con que se aplica el código penal en ese país del Sudeste Asiático. Luego, su situación tendría otra vez notoriedad internacional cuando sorpresivamente fueron puestos en libertad en mayo del 2019.
Amigo de las cámaras y muy suspicaz, en sus treinta años de trayectoria como penalista, Foong, malasio-chino, llegó hasta la comisaría el lunes 6 de agosto y, tras oír el relato de los chilenos acerca de aquella madrugada, sabiendo que faltaba mucha información, hizo un diagnóstico optimista y les dijo que en pocos días estarían libres. Eso al menos es lo que recuerdan los involucrados en la escena. Fueron no más de diez minutos de reunión, pero las breves palabras del abogado los dejaron algo más tranquilos. La situación que enfrentaban era delicada, sin embargo, creían que era poco probable que los acusaran de asesinato.
Aunque aquella percepción se hizo trizas cuando a los doce días del homicidio el cónsul chileno, con expresión muy seria pero empática, les aclaró: “Aquí hay una investigación en curso