Agonía en Malasia. Verónica Foxley

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Agonía en Malasia - Verónica Foxley

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el paraíso de la buena piel. La apariencia era su mundo, la moda su perdición.

      A veces, y dependiendo de su olfato y ánimo, se desplazaba unas tres cuadras de allí en dirección hacia el mall Pavillion, uno de los más lujosos y concurridos de la ciudad, donde una jauría de frenéticos europeos y asiáticos se cruzaban y fundían con los malasios locales. En esta afiebrada Babel todos se miraban como intentando reconocerse en el frenesí de la lujuria ambiente, mientras en medio del gentío y los cuarenta grados de temperatura mujeres musulmanas caminaban sigilosas, tapadas de los pies a la cabeza con la nicab, que solo deja ver los ojos, esquivando la mirada “indecente”.

      Hoy, en esa misma calle, una mujer pobre acomoda cada noche en el suelo a su hijo de tres años con hidrocefalia, un niño con una cabeza desproporcionada y que parece un bloque inerme. Muchos de los que pasan no lo dudan, se agachan y ponen billetes en la botella plástica partida por la mitad y que a ella le sirve de recipiente para juntar el dinero. Entre los cinco pilares que sustentan su fe, está escrito que un buen musulmán debe ser caritativo, purificar su corazón de la codicia. La botella llena hasta la mitad es una prueba de que lo cumplen. También abundan los mendigos tirados en el piso, como si fueran desperdicios. Completan la imagen enormes vitrinas y luces de neón por doquier junto a ruidosas promociones amplificadas con micrófonos que se cuelan desde los aparadores, carteles que tintinean en lo alto, luces que se prenden y apagan y el olor del McDonald’s —el mismo en donde Carlos, el tercer chileno, se detuvo la noche del horror—, que se entremezcla con el de los shawarmas en un extravagante y sincrético ejercicio gastronómico.

      Mientras tanto, un show callejero de música árabe capta la atención de los transeúntes y turistas; y en este aluvión de seres que deambulan hay mujeres transgénero buscando clientes. Una de ellas es Isca. Sus uñas rojas son largas y esculpidas, sus labios color carmesí, y se balancea sobre unos afilados tacos. Frunciendo el ceño y echándose hacia el costado un mechón de su pelo rubio oxidado dice: “Hace tiempo que no vemos a Tasha”. Su nombre es de fantasía, uno más de los apodos bajo los cuales esconden su verdadera identidad las mercaderes del sexo. Cuenta que no sabe qué fue de ella. Pero lo probable es que lo tenga claro —todas lo saben—; no quiere que se hable del tema. De alguna manera el final de Tasha las manchó a todas un poco. La muerte violenta nunca es limpia. Salpica.

      Isca asegura que Tasha tenía un cliente muy rico que solía quedarse en un hotel ubicado a solo cuatrocientos metros del Star Town Inn, el de los chilenos, el de esa noche, el de su último aliento.

      “Ella era como portada de la revista Vogue, ¡como una modelo!... Debe haber sido una de las transgénero más lindas de Malasia. Por eso cuando se iba a su pueblo los clientes no paraban de preguntar por ella”, agrega Jipum, también prostituta transgénero de veintisiete años que trabaja en Kuala Lumpur hace cinco.

      A Tasha le iba bien y era directa. Si los eventuales clientes no aceptaban el precio que ella solicitaba o intentaban regatear se hacía la sorda, se encajaba los audífonos de su teléfono en los oídos y se ponía a bailar.

      Minutos después volvía a la carga.

      —Massage, massage... ¿quieres un masaje?

      En una mala noche podía ganar 300 ringgits, unos 75 dólares, por atender a un solo cliente por un servicio completo. Si llegaba a las tres prestaciones se retiraba a dormir hasta el día siguiente con 200 dólares en la cartera, casi el mismo valor del sueldo mínimo de Malasia, que bordea los 250 dólares.

      Pero la mala noche iba dejando cicatrices. Por eso, y a medida que pasaba el tiempo, su familia y también Jack veían cómo Tasha se iba deteriorando. Notaban que sus estados de ánimo eran cambiantes, incluso leían con angustia los mensajes que a veces publicaba en su Facebook y en los que decía sentirse sola.

      Jack y la hermana de Tasha llevaban años intentando infructuosamente sacarla de Kuala Lumpur, donde pasaban tantas cosas secretas y extrañas, pero que ella evitaba contar. Por ello, en marzo del 2017, cuando lograron que les prometiera que volvería a la casa, que dejaría Kuala Lumpur pronto y que volvería al hogar en el próximo ramadán, respiraron aliviados no sin antes advertirle que si no lo cumplía la irían a buscar.

      Habían pasado tres meses desde aquella promesa y el ramadán iba en su décimo día. Tasha no aparecía y la rabia de sus cercanos iba en aumento. Para Siti Juhar, mujer muy religiosa que además había estudiado el Corán como pocas en el pueblo, la ausencia de su hijo era una falta grave.

      Entonces buscó a la única persona que podía ayudarla: Jack, quien en ese momento le secaba el pelo a un cliente en su pequeño salón.

      —Jack, Tasha no me atiende. Hace días que no lo hace. Por favor insístele.

      —No se preocupe. Lo haré.

      Lo hizo.

      “Hey, Tasha, tu mamá te está llamando para que vuelvas. ¡Estamos en ramadán! ¿Por qué no le respondes? Le diste tu palabra. Dijiste que volverías”, le escribió en un mensaje de texto.

      “No quiero. Acá estoy bien con mi novio”, le contestó también por mensaje.

      “¡Basta ya, Tasha! Toma el teléfono y atiéndeme. Tu mamá se va a morir si sigues haciendo esto”.

      Asustada, Tasha discó el número de su amigo y, tras unos minutos de recriminación por parte de este, le prometió que volvería al día siguiente.

      Pero Tasha mintió otra vez y no apareció. Entonces el hombre se fue a la estación de buses, tomó el bus rojo, que iba por la moderna autopista rodeada de plantaciones de palma y caucho y que tres horas después lo dejó en la estación de la capital. Desde allí la llamó.

      —¡¡¡Abang Jack!!! —le dijo Tasha al otro lado de la línea en un tono jocoso.

      —Sí, soy yo —respondió Jack enojado.

      —¿Dónde estás?

      —Acá, en Kuala Lumpur, en la terminal de buses. Te vienes conmigo para empezar el ramadán. Dame ya mismo la dirección del hotel donde estás.

      —Hotel View Inn, en Bukit Bintang. ¿Sabes cómo llegar?

      —No —dijo Jack.

      —Explícale al taxista que tiene que dejarte en 81 Jalan Salor. Por fuera es un edifico de seis pisos de color azul.

      —Voy ya —dijo enfadado.

      Al llegar a la entrada, Jack tomó nuevamente el teléfono y la llamó.

      La recepción era sucia y oscura, y se ubicaba a solo tres cuadras de la glorieta donde Fernando dijo después que dos trans lo habían empezado a seguir la madrugada del 4 de agosto.

      A su amiga se le veía más delgada que de costumbre, demacrada pero sobre todo débil. El peluquero subió a la habitación por las escaleras —ya que no había ascensor— y entró a la pequeña pieza de paredes blancas, rajadas por filtraciones de agua, con una cama doble y baño mínimos. Era un lugar sin vida, sin luz natural, sin un solo objeto decorativo que al menos le hiciera compañía. Los cuartos vecinos eran exactamente iguales y también solían usarse como “alojamiento por horas”. Entonces Jack, con el semblante muy serio, sacó sus cosas del hotel, una maleta grande, y bajó las escaleras. Al llegar a la recepción el encargado le recordó a Tasha —a través de una rejilla de metal que le servía de protección— que le debía dinero.

      Entonces

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