Ideología y maldad. Antoni Talarn
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Arteta distingue entre el mal cometido, el mal padecido y el mal consentido. Como dice el autor:
Es de suponer, que por fortuna, casi nunca seamos los agentes directos del sufrimiento injusto y, para nuestra desgracia, más probable resulta que nos toque estar entre sus pacientes. Pero lo seguro del todo es que nos contemos, en múltiples ocasiones, entre sus espectadores2.
Es nuestra condición de testigos que no deseamos consentir la que nos permite y apremia a reflexionar sobre el mal, en especial aquel derivado de las ideologías y que, por lo general, se suele ejercer de forma grupal.
Al que sufre no le suele ser fácil, salvo excepciones, abstraerse de su situación y posicionarse como estudioso objetivo de aquello que causa su padecer. Tampoco a aquel que teme sufrir, porque vive en unas condiciones demasiado difíciles.
Por tanto, es una cuestión de justicia, urgente y moralmente ineludible, que reaccionemos antes de que la indiferencia, causada por la repetición y, en ocasiones, la distancia, se torne hábito. La abstención es una forma de acción y aunque el mal consentido no sea equiparable al cometido, no por ello deja de ser un mal. Los medios de comunicación nos muestran los horrores del mundo, pero en la mayoría de ocasiones nos quedan lejos, muy lejos de casa. La distancia respecto al dolor ajeno y la visión reiterada del mismo fomentan una respuesta tenue, de rápida disolución. Cuando la maldad afecta a quienes son nuestros vecinos sucede algo parecido: nos indignamos, nos conmovemos y nos manifestamos con más brío, aunque aplicamos aquella ley que dice que la vida sigue y, a los pocos días, desalojamos de nuestra mente no solo el dolor, sino también los bocinazos de la conciencia que nos invitarían a una reacción más sostenida.
Sin embargo, si nos viéramos en la tesitura del vecino que oye los gritos de pánico de una persona agredida en su rellano, en la del maestro que detecta un acoso escolar o en la del viandante que ve en peligro a un anciano, ¿acaso no se activaría en nosotros un resorte moral que nos impulsaría a hacer algo? No tenemos por qué ser héroes, pero muchos nos sentiríamos obligados — moral y legalmente—, a prestar o pedir ayuda para aquel que la necesita. Por eso, aunque muchas veces el dolor de los otros nos quede lejos, no deseamos ser cómplices ni permanecer silentes. No son pocos los que responden a la maldad colectiva con acciones solidarias, políticas y sociales. Otros muchos llenan las calles de clamores que luego parecen quedar adormecidos o absorbidos por el establishment. Algunos atienden a las víctimas más próximas, en tareas de voluntariado —o profesionales— que expresan una empatía y solidaridad impagables. Nosotros, en base a nuestro oficio, queremos estudiar, filtrar información, escribirla y transmitirla como aportación a la lucha contra el mal.
No se trata, como escribió un tanto cínicamente Javier Marías (2011), de pasarnos la vida atormentados por las infinitas desgracias del mundo, sin poder sentirnos felices, ni por un instante, ante las maldades conocidas a diario. No, se trata de no quedarnos paralizados, de entender y sentir que nada es independiente, de hacer un ejercicio de imaginación que nos permita responsabilizarnos de nuestros actos, comprender que algunos de ellos repercuten de forma negativa en los otros. Todos formamos parte de una cadena y es necesario estar al corriente sobre qué lugar ocupamos en la misma (Maillard, 2018). La lucha frente a la maldad emanada de ciertas ideologías es una cuestión colectiva, política en el sentido más íntimo de la palabra. Los que vivimos en países más o menos democráticos, debemos, a diario, preguntarnos no solo en manos de quien estamos sino en manos de quien nos ponemos.
Sabemos, por desgracia, que el mal no cesará e ignoramos qué formas tomará en un futuro. Pero intentaremos contribuir a su repudio, a través de su estudio. Como decía Freud (1910), «lo intelectual es un poder» y hoy, como siempre, es urgente ejercitarlo.
Se atribuye a Einstein la frase:
La vida es muy peligrosa. No por las personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que pasa.
Y a Martin Luther King la que reza:
Lo preocupante no es la perversidad de los malvados sino la indiferencia de los buenos; y aquella otra que dice: Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos.
Son, sin duda, aseveraciones muy potentes con las que estamos de acuerdo, si bien coincidimos con Armengol (2010) en que deben matizarse. Sería muy fácil, desde la comodidad de nuestros hogares y la tranquilidad de nuestro entorno, cuestionar a las masas que no se levantaron frente a las injusticias de Hitler, Stalin, Mao, Franco, Pinochet y otros tantos malvados. Pero no podemos esperar comportamientos heroicos en todas las personas sometidas a circunstancias adversas. El miedo es una emoción muy pujante y promueve la huida —o el ataque— frente a la amenaza. En estos casos, el silencio o el mirar para otro lado —huida, evitación— de muchas gentes, más o menos bondadosas, no pueden ser juzgados con severidad. Hay quien sentencia que el testigo mudo, aquel que contempla en silencio el horror en el que unos sumergen a otros, puede considerarse poco menos que cómplice de los victimarios. No estamos de acuerdo, o no lo estamos, al menos, sin considerar con más detalle las circunstancias de cada caso (Arteta, 2010). Otra cosa es, en cambio, el colaboracionismo activo, militante, y la complicidad decidida con la tiranía y la violencia, que no pocos muestran cuando las circunstancias lo promueven.
Puesto que tenemos la fortuna de no sufrir de modo constante los efectos de la violencia desatada, ni de la persecución ideológica, no podemos, no queremos, seguir callados ante tanto sufrimiento, la mayoría del cual, no lo olvidemos, sería evitable.
La violencia y la maldad no son catástrofes del ecosistema ante las que nada podemos hacer. Por eso nos hemos dotado de la Declaración Universal de los Derechos Humanos3. Pero las buenas intenciones no son suficientes y de ahí que muchas de las situaciones que radiografiamos en el libro Globalización y salud mental (Talarn, 2007) sigan vigentes y hayan ampliado su radio de funesta acción sobre los más débiles y necesitados. En este sentido, lamentamos considerar a este nuevo libro una triste continuación del anterior.
Vivimos en unos años muy convulsos, ciclónicos, cómo diría el gran Stefan Zweig si aún viviera. Europa levanta muros de alambrada física y espiritual ante los que buscan refugio frente al hambre, la guerra, la persecución y el genocidio; la extrema derecha gana cotas de poder y popularidad en todo el continente; la Unión Europea flaquea vergonzosamente y se muestra amnésica ante ideologías y conductas que nos recuerdan un pasado doloroso y no tan lejano. Mientras tanto, Rusia descarrila hacia una pseudodemocracia cada día más beligerante e irrespetuosa con los derechos humanos básicos. En Estados Unidos, Donald Trump rechaza la autoridad del Tribunal Penal Internacional; pretende construir un gigantesco muro en su frontera con el vecino sureño y emplear cualquier medio para que Norteamérica vuelva a ser first, en una enajenada carrera hacia no se sabe dónde. En Sudamérica se extiende la ultraderecha, el crimen organizado y la violencia política. Israel, por su parte, sigue masacrando a los palestinos y amenazando a Irán. En España la corrupción perdura; la extrema derecha gana influencia en las instituciones y se reprime a políticos y artistas. En Asia las cifras del desarrollo económico ocultan formas de esclavitud y tiranía que nos parecerían propias de otras épocas y China arrincona los derechos humanos, mientras dilapida cifras astronómicas en armamento. En Oriente Medio la situación es, desde hace décadas, sencillamente apocalíptica y sus gentes sufren más que nadie los efectos de un terrorismo, estimulado por Occidente, que no conoce fronteras. Gran parte de África sigue olvidada o está siendo degradada ecológicamente y recolonizada