Ideología y maldad. Antoni Talarn

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Ideología y maldad - Antoni Talarn

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ser devastadoras para el conjunto de la sociedad y, en especial, para los más vulnerables de entre los que en ella conviven.

      Tras este análisis del neoliberalismo se revisaran otras maldades evidentes como las derivadas de las nuevas guerras, del terrorismo y del patriarcado6, esta última una ideología que bien podría abarcar gran parte de lo desgranado en todo el texto.

      Después, analizaremos uno de los aspectos más atroces que imaginarse pueda: la intolerable maldad que se ejerce contra la naturaleza y los animales. La ideología antropocéntrica y especista, tan cargada de supremacismo como el racismo o el patriarcado, es la responsable de que miles de millones de seres humanos atenten a diario contra la biosfera y se comporten como desalmados ante la inmensa mayoría de animales de nuestro mundo.

      El último capítulo, el 16, presentará algunas reflexiones sobre lo compilado hasta ese punto. Como si de un turnaround de blues7 se tratase, intentaremos extraer ciertas conclusiones y lecciones de lo aprendido y revisado a lo largo de nuestro texto, para acabar percatándonos de que aún sabemos poco y son precisos más estudios y mas análisis sobre la maldad humana.

      Una nueva advertencia para el lector: cada uno de los capítulos que conforman este texto constituye un campo de estudio colosal. No hay capítulo capaz de abarcar de forma exhaustiva fenómenos como el totalitarismo, la tortura, las masacres, el terrorismo, el neoliberalismo, el patriarcado, el antropocentrismo y demás ismos. Para cada uno de los temas tratados en nuestro texto hay centenares de textos y artículos rigurosos, dedicados en exclusiva a cada tópico mencionado. La lectura de un capítulo en concreto no cierra, en absoluto, el campo de saber sobre el mismo. Más bien al contrario, y, por ello, lo que sí encontrará el lector interesado es un listado de referencias, al final de cada capítulo, que podrán orientarlo si desea una mayor profundización posterior.

      Otro aviso: contemplar la maldad no es algo inocuo, pero no tema el lector encontrarse con una cumplida galería de los horrores. No nos dedicaremos a detallar fotográficamente, como suelen hacer muchos textos que tratan esto temas, los relatos de las atrocidades sin par que en el mundo han sido. No es este el propósito de nuestro trabajo. Citaremos, como es lógico, hasta allá donde nos sea necesario, los desmanes de no pocos criminales, tiranos, políticos, perversos y ordinarios, pero no nos entretendremos en la cartografía de sus actos sino en las motivaciones de los mismos. No es preciso hacer zoom sobre la piel de un ser torturado, humano o animal, o de una esclava sexual, para empatizar con su sufrimiento e intentar entender —jamás justificar— cómo y porque se dan estas acciones.

      De hecho, como decíamos, numerosos textos sobre la maldad se abren con algún ejemplo de espeluznante crueldad desenfrenada. Quizá lo hagan para someternos a esa peculiar e inquietante sensación de repudio y atracción, propia de la aproximación humana a la maldad que sufren los otros. Por nuestra parte, buscaremos la atención del lector no tanto por las dolientes viñetas que en nuestro trabajo se reflejen, que serán pocas, sino a través del interés que pueda despertar el estudio analítico de los tipos de maldades, sus causas y sus ejecutores.

      No nos resistimos, sin embargo, a presentar, antes de que zarpe esta empresa, un ejemplo de maldad que nos pueda servir como una especie de hilo conductor al que referirnos de vez en cuando y que ilustre algunos de los conceptos, matices y detalles que vayamos hallando en nuestra navegación. Ignoramos si nos será del todo útil como prototipo o paradigma, pero creemos que se acercará a tal condición. A diferencia de otros autores, emplearemos para tal propósito no una escena o situación real, sino una obtenida de la ficción. Cierto es que se trata de una obra de ficción que versa sobre un individuo trastornado, llamémosle así, y no sobre el efecto que una ideología, o un cargo de poder, podría poseer para transformar la conducta de las personas. No faltan los casos reales de este tipo de transformaciones, como el de Kamuzu Banda (1905-1997), tirano de Malawi, que modificó radical y espectacularmente su moral y su conducta tras la llegada al poder (Lechado, 2016). Pero hemos decidido emplear una obra literaria en la medida en la que la misma nos puede resultar más próxima, por conocida y bien relatada, que otras historias reales, pero más lejanas.

      Este ejemplo no es otro que el inolvidable personaje del Dr. Henry Jekyll y su alter ego Mr. Edward Hyde. Nosotros actuaremos, en la medida de nuestras posibilidades, como el otro protagonista central de la novela: el abogado Gabriel John Utterson, amigo del Dr. Jekyll e investigador del drama que se desarrolla ante sus ojos. Seremos Mr. Seek8 en busca de Mr. Hyde, como agudamente escribió Stevenson (1886).

      Como el texto es de sobras conocido9 no corresponde aquí efectuar un resumen del mismo. La trama es de dominio público y pocos son los que ignoran qué representa la figura del Dr. Jekyll. Ni más ni menos que alguien que se ha descubierto, antes de que Freud pudiera ponerle en sobre aviso10, portador de dos naturalezas en su conciencia: una, noble y justa, dedicada al trabajo y al saber; otra, ruin y pérfida, con la capacidad de ejercer las más resabiadas maldades y de entregarse con fervor a todo tipo de licencias morales:

      Fue en el terreno de lo moral y en mi propia persona donde aprendí a reconocer la verdadera y primitiva dualidad del hombre. Vi que las dos naturalezas que contenía mi conciencia podía decirse que eran a la vez mías porque yo era radicalmente las dos…

      Utterson, lo recordará quien haya leído la novela, es un hombre adusto, más bien frío y reservado, pero tolerante y bondadoso. Se comporta, a todas luces, con cierto nivel de represión en sus impulsos y deseos, como lo atestigua el hecho de que:

      […] aunque le gustaba el teatro, no había traspuesto en veinte años el umbral de un solo local de aquella especie.

      Pero, al mismo tiempo, posee un buen contacto emocional consigo mismo ya que:

      […] meditaba, no sin envidia a veces, sobre los arrestos que requería la comisión de una mala acción, y, llegado el caso, se inclinaba siempre en ayudar en lugar de censurar.

      Utterson es, por tanto, un hombre autocontrolado, quizá reprimido, pero íntegro y no ciego ante sus pasiones. Conoce, en cierta medida, aquello que constituye el alma personal y a lo que se va a enfrentar: la dualidad del ser humano, su capacidad para el bien y para el mal. No rehúye su autoexamen, no cierra los ojos, incluso es capaz, ante la visión de la maldad ajena, de reflexionar con profundidad en busca de la propia:

      Y el abogado asustado por sus pensamientos, meditó un momento sobre su propio pasado rebuscando en los rincones de la memoria por ver si alguna antigua iniquidad saltaba de pronto a la luz como surge un muñeco de resortes del interior de una caja de sorpresas. Pero su pasado estaba hasta cierto límite libre de culpas.

      Lo que no sabe Utterson es hasta qué punto las fuerzas anímicas se pueden llegar a extraviar, perdiendo toda prudencia y mesura. Será el Dr. Jekyll el que se lo mostrará. Utterson, como todos nosotros, se sentirá tremendamente atraído y horrorizado, a partes seguramente no iguales, ante la manifestación de lo perverso presente en el ser humano.

      Stevenson no se entretiene a relatar cuales son las tropelías de Mr. Hyde, a excepción de un golpetazo a una niña y de un asesinato, pero de su relato no es difícil deducir que estas debían ser de lo más variadas. Tras ingerir la pócima que desveló su vertiente malvada por primera vez, Mr. Hyde dice:

      Había algo extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo, agradable. Me sentí más joven, más ligero, más feliz físicamente. En mi interior experimentaba una fogosidad impetuosa, por mi imaginación cruzó una sucesión de imágenes sensuales en carrera desenfrenada, sentí que se disolvían los vínculos de todas mis obligaciones y una libertad de espíritu desconocida, pero no inocente invadió todo mi ser.

      Quizá no sea por casualidad que la primera noticia que Utterson recibe sobre esta manifestación de malignidad sea el atropello citado, y posterior abandono, de una niña

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