El destape. Natalia Milanesio
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Este trabajo dialoga con una extensa y fascinante producción intelectual dedicada al estudio de la relación entre los medios de comunicación y la cultura sexual. Para el experto en comunicación Brian McNair, los medios son creadores, portadores y propagadores de ideologías sexuales. Por ejemplo, según la especialista en estudios sobre cine Linda Williams, el cine es un importante medio de educación sexual. Pero los medios también expresan y reflejan normas y conductas sexuales, tanto reales como ideales, presentes y relevantes para la sociedad. Para que el público responda favorablemente a los mensajes e imágenes sexuales transmitidas por los medios, sus deseos, creencias e identidades deben tener un rol preponderante.[7] El destape demuestra que los productos culturales influyen en la sexualidad a la vez que la reflejan, y que los consumidores tienen el poder de aceptar, rechazar y cambiar sus mensajes. Desde esta perspectiva, el destape se manifiesta como un proceso lleno de contradicciones en el que ideas nuevas y progresistas desafiaron el statu quo sexual y las ideologías de género reaccionarias, mientras ideas convencionales y retrógradas reforzaban la moral sexual tradicional. De hecho, este libro propone repensar si la omnipresencia del sexo en la cultura y en los medios generó, necesaria e incondicionalmente, una mayor libertad sexual para todos. Mi análisis revela que la abundancia de discursos e imágenes sexuales y de contenido más explícito en el regreso de la democracia quebró una cultura sexual monolítica pero también pregunta cómo y por qué ocurrió esa ruptura y qué tan profunda fue. Al contestar estas preguntas, el libro demuestra que ni el cambio de la cultura sexual ni sus resultados fueron mecánicos, predecibles u homogéneos.
El destape es una historia social y cultural de la sexualidad basada en una amplia variedad de voces: directores de cine, escritores, académicos, educadores, periodistas, terapeutas sexuales, médicos, activistas por los derechos de gays y lesbianas, feministas, telespectadores, lectores, expertos en planificación familiar y el Estado. También incorpora a la Iglesia católica y diversas instituciones católicas dado que fueron los opositores más acérrimos del destape. El análisis está construido sobre un conjunto amplísimo de fuentes primarias como revistas, películas, programas de televisión, publicidades, manuales y libros de sexología, novelas, encuestas, estadísticas y el archivo de la editorial Perfil, responsable de algunas de las publicaciones más icónicas del destape. Además, utiliza entrevistas orales con militantes feministas, sexólogos, periodistas y educadores sexuales así como sus archivos personales. Incluye asimismo, un extenso trabajo con boletines, investigaciones y documentos institucionales de organizaciones feministas, gays, lesbianas, sexológicas, católicas y del Episcopado Argentino. Para integrar de manera efectiva esta variedad de fuentes, este libro emplea herramientas metodológicas y teóricas de los estudios culturales, la teoría feminista, la historia oral y los estudios sobre cine y medios de comunicación.
De la dictadura a la democracia
Después de casi dos décadas en el exilio, Juan Domingo Perón regresó a la Argentina en 1973 para asumir la presidencia por tercera vez. La alta volatilidad social y política existente se incrementó con el creciente enfrentamiento entre la organización peronista Montoneros y los sectores peronistas de derecha comandados por el ministro de Bienestar Social y secretario privado de Perón, José Lopéz Rega, impulsor del grupo paramilitar Alianza Anticomunista Argentina o Triple A. Cuando Perón murió en 1974 y su viuda y vicepresidenta María Estela Martínez de Perón (conocida como Isabel Perón) asumió la presidencia, el país se sumergió en un profundo caos marcado por la falta de liderazgo político, la crisis económica y la ascendente violencia entre la derecha y la izquierda peronistas. En este contexto y comandado por el general Jorge Rafael Videla, un golpe de Estado militar derrocó a Isabel Perón el 24 de marzo de 1976 y estableció el Proceso de Reorganización Nacional con el objetivo de derrotar al movimiento revolucionario y defender los valores occidentales y cristianos.
Las Fuerzas Armadas prohibieron las actividades políticas y sindicales, ordenaron el cierre del Congreso nacional y de las legislaturas provinciales, removieron a los miembros de la Corte Suprema de Justicia, proscribieron las huelgas y censuraron y silenciaron a los medios de comunicación, la cultura y la academia. El sector financiero, por su parte, se convirtió en el eje de la economía mientras los niveles de concentración económica aumentaron sustancialmente. Con el desmantelamiento de las tarifas aduaneras, la regulación del crédito y la imposición de nuevas tasas de interés y controles de cambio, muchos sectores de la industria no pudieron competir con los bienes importados y, en consecuencia, la producción disminuyó en un 20%. Asimismo, el crecimiento de la inflación y la recesión contribuyeron al desempleo y a la caída de los salarios reales. Pero la marca más indeleble de la dictadura militar fue su programa de represión despiadada, que no solo sumió a la sociedad argentina en un clima de fragmentación social, desconfianza y miedo sin precedentes sino que dejó el trágico legado de los desaparecidos.[8]
En 1982, la derrota argentina en la guerra de Malvinas contra Inglaterra –desencadenada con la invasión de las islas, ocupadas por los ingleses desde 1833, para ganar apoyo popular– los conflictos al interior de las Fuerzas Armadas y el agravamiento de la crisis económica precipitaron el comienzo del fin para el régimen. Una serie de huelgas generales, manifestaciones públicas de descontento y las denuncias por violaciones de los derechos humanos encabezadas por las Madres de Plaza de Mayo fueron también factores importantes en el debilitamiento de la dictadura. En este clima explosivo, los partidos políticos y las Fuerzas Armadas negociaron la convocatoria a elecciones para octubre de 1983 y Raúl Alfonsín asumió la presidencia de la nación el 10 de diciembre de ese año. Alfonsín había sido el motor de la renovación de la Unión Cívica Radical, había criticado abiertamente a la dictadura e integrado la Asamblea Permanente de Derechos Humanos fundada en 1975. En calidad de abogado, asumió la defensa legal de prisioneros políticos y, como líder del partido, propuso un amplio programa de renovación social y estatal. Alfonsín hizo de la democracia el eje de su campaña electoral, y al asumir la presidencia la entendió como la herramienta para solucionar los innumerables y diversos problemas que afligían al país.[9]
El gobierno radical identificó a la modernización cultural, la participación política, la libertad de expresión, el pluralismo social y los derechos humanos como objetivos centrales para la reconstrucción democrática. Sin embargo, el camino hacia la recuperación política y económica y la sanación social estuvo plagado de innumerables obstáculos. Además de enfrentar una inflación incontrolable y el aumento de la deuda externa y el déficit fiscal, el gobierno sufrió la oposición de los líderes sindicales peronistas que luchaban en contra del deterioro del salario real, por la mejora de las condiciones de vida y por el control de los gremios. También sufrió la oposición, por un lado, de la Iglesia católica por temas como la ley de divorcio y el programa de secularización de la educación y, por otro, de los sectores empresariales por los intentos de control de precios, la tasa de cambio y las restricciones al crédito. A pesar de estas dificultades y conflictos, el gobierno no descuidó, inicialmente, su política de derechos humanos. En 1983, creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) para investigar los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura, y en 1985 el Juicio a las Juntas condenó a cinco de sus miembros. Sin embargo, la presión de las Fuerzas Armadas y los levantamientos militares carapintadas forzaron al gobierno a aprobar, a pesar de la resistencia ciudadana, la Ley de Punto Final, que en 1986 estableció el fin de las acciones legales por crímenes cometidos por la dictadura. Un año después, la Ley de Obediencia Debida determinó que los delitos –con excepción de la apropiación de niños y/o inmuebles– cometidos por miembros de las Fuerzas Armadas por debajo del rango de coronel no eran punibles, ya que los subordinados habían actuado bajo las órdenes de sus superiores.
Entre 1987 y 1989, los problemas del gobierno radical aumentaron exponencialmente: conflictos internos del partido, levantamientos militares y, en enero de 1989, el intento de ocupación del cuartel de La Tablada por parte de la organización política y guerrillera Movimiento Todos por la Patria. Ese mismo año, la imposibilidad del gobierno de pagar la deuda externa, la devaluación del peso que en febrero devoró los ahorros de los