Lucha contra el deseo. Lori Foster
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La presión de su cuerpo le robó el aliento. Sobre todo con su dura erección rozando su vientre. Su única ropa eran aquellos estúpidos boxers, y ella podía sentir cada largo y duro músculo a través de su camiseta y de sus tejanos de cintura baja.
La mirada de Armie vagó por su rostro, deteniéndose en su boca, para bajar luego por su cuello hasta sus senos. Le rozó la nariz con la suya y ella pudo sentir el olor a whisky de su aliento.
—No sabes lo que estás pidiendo, Larga.
Por una vez, el uso de aquel apodo no le molestó.
—Sí que lo sé.
Sus labios rozaron su mandíbula amoratada, llegando hasta el lóbulo de la oreja.
—Rissy… —susurró, como si estuviera sufriendo.
—Te estoy pidiendo a ti, Armie. Solo a ti.
Él vaciló, y en seguida se apartó bruscamente de ella.
—No es tan fácil y lo sabes. Nadie se mete en mi cama así por las buenas, solo porque me desea.
—Yo sí —musitó.
—Dios mío, estoy borracho… —gruñó.
Si eso era cierto, y ella estaba segura de que lo era, entonces no sería ético por su parte aprovecharse de él. Armie deseaba resistirse y ella quería vencer su resistencia.
Pero no quería embaucarlo para que hiciera algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse.
Le dedicó una larga mirada y entró en el dormitorio.
Él se echó a reír, se frotó sus cansados ojos y masculló:
—Lo intenté.
—Sí, desde luego —para convencerlo, le preguntó—: ¿Te ayudaría a relajarte si te dijera que lo único que quiero es dormir? Además de tu compañía, quiero decir, porque, sinceramente: no quiero estar sola —y estaba absolutamente segura de que él tampoco.
Lleno de arrepentimiento, Armie sacudió la cabeza.
—Lo siento, nena, pero no puedo. Dormiré en el sofá.
¿Nena? Aquello era nuevo, pero, una vez más, había bebido demasiado y su cerebro no debía de estar funcionando muy bien.
—Pues vamos a estar muy incómodos los dos allí.
Al ver que se quedaba donde estaba, sin retirarse ni tampoco entrar del todo en el dormitorio, Merissa decidió forzar las cosas. Se llevó las manos al botón de sus tejanos.
Armie no apartó en ningún momento la mirada de sus ojos, pero empezó a respirar aceleradamente.
Ella se bajó la cremallera, deslizó las manos dentro de los tejanos a lo largo de sus caderas y empezó a bajárselos lentamente.
Pudo ver que las aletas de su nariz se dilataban.
Dejó los tejanos sobre una silla, apartó el edredón y, llena de incertidumbre, se metió en la cama y se arropó. Se lo quedó mirando, expectante.
—Si no estuviera bebido —le dijo, mirándola fijamente—, quizá podría hacerlo —se acercó, agarró el edredón y volvió a apartarlo. Su ardiente mirada recorrió su cuerpo de pies a cabeza, abrasándola—. No quiero hacerte daño.
—No me lo harás —había estado dispuesto a morir por ella. Confiaba completamente en él.
Un profundo, ronco gruñido brotó de su garganta y al momento siguiente estaba en la cama, acercándola hacia sí, con una mano en su pelo y la otra en la parte baja de su espalda, casi sobre su trasero. Sus piernas se entrelazaron: velludas y musculosas las de él, suaves y esbeltas las de ella. Merissa podía sentir la caricia del fino vello de su pecho contra su mejilla, así como el poderoso latido de su corazón.
—¿Armie?
—Shh. Dame un minuto.
—De acuerdo —olía tan bien y se sentía tan bien, que no le importó seguir así, abrazada a él, sin hacer nada. Pero conforme fueron transcurriendo los minutos, empezó a preguntarse si no se habría quedado dormido. El foco del cabecero estaba encendido y el edredón seguía a los pies de la cama.
Apartándose levemente de él, alzó el rostro y descubrió que tenía los ojos cerrados, con el ceño levemente fruncido.
Se incorporó a medias para besarle la herida de la cabeza, y fue entonces cuando vio las esposas de velcro que colgaban del cabecero. Una vez que las vio, no pudo evitar dejar de mirarlas.
—¿Armie?
—¿Umm?
—¿Te estás haciendo el dormido? —preguntó, ceñuda.
—Me estoy concentrando.
—¿En qué?
Vio que deslizaba una mano más abajo, justo sobre su nalga. Se la acarició con el pulgar, levemente, y en seguida volvió a subir la mano hasta la parte baja de su espalda. Con voz ronca, respondió:
—En no hacer nada más que esto.
Después de aquella vibrante y sensual caricia, Merissa tardó unos segundos en poder recuperar la voz.
—Er… —carraspeó—. ¿Podemos hablar sobre esas esposas de velcro que cuelgan del cabecero de tu cama?
Él abrió entonces los ojos. Oscuros, cautivadores.
—Podríamos hablar de que te quitaras la camiseta.
Aquella voz ronca y baja la tentó tanto como la misma sugerencia.
—Oh, Armie —susurró—. Si no estuvieras borracho, lo haría.
—Si no estuviera borracho, no te lo pediría.
Pensó que probablemente tenía razón. Suspiró.
Como para convencerla, Armie añadió:
—Soy mejor pollachín cuando estoy ebrio.
—¿Pollachín? —soltó una carcajada.
Frotó su erección contra ella.
—Como espadachín, pero con la polla.
—Sí —tuvo que esforzarse por dejar de sonreír—. He entendido la referencia.
La mano que tenía sobre su espalda empezó a jugar con su camiseta.
—¿Quieres que te lo demuestre?
—Quiero que me expliques lo de las esposas de velcro.
Su mirada se volvió densa de deseo, sensual.
—Las