Lucha contra el deseo. Lori Foster

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Lucha contra el deseo - Lori Foster Top Novel

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tecleó un mensaje y dejó luego el aparato sobre la mesa—. Hecho.

      Armie se quedó mirando fijamente el teléfono, deseoso de que Cannon replicase algo… y cuando finalmente oyó el pitido del mensaje recibido, soltó un suspiro de alivio y decepción a la vez. Ella necesitaba marcharse, cierto. Pero, maldita sea, era tan maravilloso tenerla cerca…

      Merissa se inclinó hacia delante, miró la pantalla y sonrió.

      ¿Sonrió?

      Desconfiado a la vez que levemente temeroso, Armie preguntó:

      —¿Va a venir a buscarte?

      —¿No?

      —¿Qué quieres decir?

      Ella le acercó el móvil para que leyera el mensaje.

      Armie leyó: Bien. Me alegro de que no estés sola. Ya me quedo más tranquilo.

      La confusión nubló su mirada.

      —¿Le dijiste que estabas conmigo?

      —Sí.

      Pasándose una mano por el pelo, Armie se preguntó en qué diablos habría estado pensando Cannon.

      Cuando la habitación volvió a quedarse en silencio, el corazón se le detuvo. Con los ojos desorbitados, se dio cuenta de que Merissa había apagado el televisor. Rastreó cada movimiento suyo mientras volvía a colocar el cojín en la esquina del sofá y se levantaba para dejar sus botas junto a la puerta. El eco de decisión con que resonó el cerrojo volvió a dispararle el pulso.

      Se removió en el sofá mientras la veía quitarse los calcetines y la sudadera. Un abrasador calor lo anegó. La vio luego dejar los calcetines dentro de sus botas y la sudadera doblada encima.

      Luciendo ya únicamente los pantalones de pitillo y una enorme camiseta de la SBC, regresó a su lado y le tendió la mano.

      —Vamos, Armie. A la cama.

      Capítulo 4

      Merissa nunca en toda su vida se había sentido tan descarada. Llevarse a Armie a la cama… guau. Aquello encabezaba su lista de hazañas atrevidas. Por alguna razón aquella noche se sentía poderosa, lo suficiente como para lanzarse a fondo respecto al hombre de sus sueños.

      Quizá la culpa la tuvieran sus deseos de escapar de la violencia que había vivido. O la manera tan galante con la que Armie la había protegido.

      O quizá fuera el estímulo de su hermano… y su tácito permiso.

      Fuera cual fuera la razón, en aquel momento estaba allí, dispuesta a pelear con uñas y dientes para conseguir lo que quería.

      Armie había aceptado su mano y en aquel instante sus dedos estaban estrechamente entrelazados. Con la mirada intensa, rígido su gran corpachón, la siguió en silencio, quizás un tanto anonadado. La tensión sexual llenaba el aire, tan densa que hasta podía cortarse.

      No conocía la casa de Armie, así que tuvo que asomarse a cada habitación mientras pasaba por delante. Él tenía todo bastante ordenado, pero no inmaculadamente limpio. En su baño de color blanco y negro había una toalla tirada por el suelo y otra en su sitio. El cesto de la ropa sucia estaba desbordado, y encima la camisa de franela manchada de sangre.

      Aquello la transportó de nuevo al momento en que Armie se puso delante de ella, dispuesto a recibir una bala. La emoción la asaltó hasta que le ardieron los ojos por las lágrimas, pero luchó contra ella. No era una llorona, nunca había llorado, no le veía el menor sentido.

      Aquellas circunstancias, sin embargo, eran muy diferentes. Tarde o temprano rompería a llorar… pero no delante de Armie.

      Demasiado mal lo había pasado Armie a lo largo de aquel día, peor que ella seguro, dado que había estado dispuesto a dar su vida para protegerla.

      Ella no siempre lo entendía, no siempre comprendía sus motivaciones o sus razones, pero lo amaba. Por lo que se refería a aquella noche, con eso le bastaba.

      Junto al baño había un dormitorio con la puerta abierta. Mordiéndose el labio, expectante, se asomó. El mobiliario era negro. La cama, enorme, estaba sin hacer y tenía un foco en la cabecera. En la pared de enfrente colgaba un espejo gigantesco.

      A su espalda, con un tono suave a la vez que levemente amenazante, Armie preguntó:

      —¿Te estás arrepintiendo?

      Ella negó con la cabeza.

      —¿Estás buscando acaso látigos y cuerdas?

      Se giró para mirarlo. Estaban muy cerca, boca contra boca.

      —¿Tienes?

      —La curiosidad mató al gato —sonrió.

      Adivinando que solamente pretendía ahuyentarla, se burló a su vez.

      —No creo que tengas.

      Él entrecerró los ojos.

      —Tengo todo lo que necesito para hacer feliz a una dama. Y, por feliz, me refiero a que chille cuando se corra.

      Guau. Ciertamente sonaba muy confiado.

      —Así que… ¿las atas si ellas te lo piden?

      Su expresión se endureció.

      —No estoy teniendo esta conversación contigo.

      —Claro que sí —intentó aparentar seguridad, cuando por dentro se sentía un tanto consternada ante la imagen. Y quizá un poquito excitada también—. Además, te oí hablando con aquella mujer. Me muero de ganas de saber lo que le hacías.

      —¿Qué mujer? —inquirió, confuso.

      —La que vino a visitarte esta noche.

      Se la quedó mirando con la boca abierta, y apretó luego los labios.

      —¿Estuviste escuchando a escondidas?

      —Eso me temo —le resultaría difícil preguntárselo sin haber admitido antes que les había escuchado—. Pero no a propósito. Cuando vine, ella ya estaba aquí. No quise molestar, así que esperé.

      —¿A una distancia suficiente para escucharlo todo?

      —Estabais en el descansillo. No tuve necesidad de pegar el oído a la puerta.

      El disgusto le arrancó un profundo suspiro.

      —Diablos. Estoy demasiado fundido para digerir todo esto.

      —¿Fundido?

      —Borracho —la señaló con un gesto—. Y que tú estés aquí no me está ayudando precisamente.

      —No me pidas que me vaya —dijo ella, y admitió—: Cuando me quedo sola,

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