Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural. John Kraniauskas

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Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural - John Kraniauskas

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sólo en la obra de Williams y Hall, sino también en la muy influyente historiografía de E.P. Thompson y de otros, como Ralph Samuel, vinculados a la revista History Workshop, así como en las investigaciones del Birminghman Centre. Tales concepciones tradicionales de la ideología ponen de relieve el poder interpretativo (el capital cultural) de los intelectuales radicales —quienes revelan la verdad histórica que se halla detrás de las ilusiones que a) instituyen un proceso social de olvido, y b) motivan acciones políticas siempre ya susceptibles de recuperación—, pero al mismo tiempo deshistorizan y desautorizan de modo radical a la propia gente que dicen representar. Cuando se emplea de forma acrítica tal concepto de ideología, invariablemente se corre el riesgo de redoblar el efecto ideológico a través del cual se instaura el poder intelectual ilustrado —el lugar desde donde se pronuncia el diagnóstico de la “ideología”— y se subalterna a los subalternos.

      Es por ello que el concepto de cultura en los estudios culturales lucha con la idea de que es posible recuperar los conocimientos, las historias, las memorias y las prácticas de los dominados, a los que generalmente se configura de acuerdo con su clase, género, “raza”, etnicidad o edad, y que se hallan en el corazón de la “ideología”: por ejemplo, concebir la lectura como una actividad en la que se pueden usar los objetos y los textos en formas no establecidas por su codificación o producción.[8] En este sentido, la recuperación de tales experiencias “reprimidas” extiende el gesto democratizador del concepto antropológico de la cultura como “toda una forma de vida” al interior de la ideología; y al mismo tiempo —en su mejor faceta no-populista— permite reconocer el poder de las estructuras existentes, incluyendo el elitismo intelectual de la ideología de la “ideología”: la cultura se convierte así en “toda una forma de lucha”, con una inflexión política ejercida “desde abajo”.[9] Más que la mera valorización de las formas populares o masivas de la industria cultural como tales, es este trabajo cultural de rescate lo que constituye el populismo que, tal vez con razón, los estudios culturales deben arriesgarse a atravesar. Sin embargo, un concepto de cultura que se niegue a reconocer el poder de la ideología, ya se presente en forma de mercantilización e interpelación o como una violencia epistémica que desautoriza y subalterna, no evitará caer en un tipo de populismo que, de hecho, no es más que una celebración de lo dado, en la medida en que reproduce el mismo “efecto ideológico” que critica: la captura hegemónica a través del “desconocimiento” (misrecognition). Desde este punto de vista, para un concepto crítico de la cultura se necesita una concepción de la ideología, en la misma medida que para un concepto crítico de la ideología hace falta una concepción de la cultura. En este tenso espacio teórico, a los primeros trabajos de Williams y Thompson se los ha identificado con el bando de los culturalistas (y populistas) “auto-creadores” (self-making) —cuando el principal término en disputa durante la década de 1970 no es el “consumo” sino la “experiencia”—, mientras que a los estudios culturales asociados con el Birmingham Centre podríamos identificarlos, a la luz de su polémica con el populismo de Williams y Thompson, con el bando de los “ideologistas”, según los cuales muchas de las formas de resistencia recuperadas resultaban estar, en última instancia, estructuralmente sobredeterminadas, es decir, subordinadas a una lógica de reproducción.[10]

      Así pues, el gesto-simulacro que caracteriza a los estudios culturales británicos tal y como los describe Morris —con todos sus problemas— parecería responder a una dimensión constitutivamente antiideológica y recuperadora del mismo concepto crítico de la “cultura” que produce los estudios culturales. El ejemplo que Morris nos da del populismo —un consumo sin producción— parece, incluso, dotar al “pueblo” de la posibilidad de participar en la enunciación del estudio cultural. Desde una perspectiva más literaria que la de Morris, la radicalidad de tal gesto podría ser vista como un acto simbólico, una especie de ficción utópica de la des-subalternización intelectual: ¿cómo se representa la responsabilidad política en la gramática de la crítica? Pero, dado que se olvida de la “producción” y no muestra apreciación alguna de los efectos reales de la “ideología” —que en este caso, parece más bien ser denegado—, el gesto cae en la trampa de un populismo (el diagnóstico político del “culturalismo”) que en el mejor de los casos es voluntarista y en el peor mera ventriloquia; pero que, a pesar de todo, es en cierto sentido la prolongación estilística de un reclamo que de por sí ya es constitutivo de los estudios culturales.

      La “cultura crítica”

      La problemática constitutiva del campo radicalizado de los estudios culturales durante la década de 1970 puede ser formulada parafraseando a Kant: la ideología sin cultura está (históricamente) “vacía”, la cultura sin ideología está (políticamente) “ciega” (Kant, 1978).[11] Son éstos los parámetros del espacio conceptual en donde emerge el concepto crítico de cultura, en una querella “populista” contra la “ideología”. Cabe mencionar aquí otro término clave: la “hegemonía”. Una de las principales funciones teóricas del concepto de hegemonía es la de mediar en las tensiones ya mencionadas que se producen entre los conceptos de “cultura” e “ideología”. Se trata del espacio teórico desde el cual es posible describir los estudios culturales como un alejamiento del marxismo y como un acercamiento al marxismo al mismo tiempo.[12] La hegemonía se mueve en dos direcciones a la vez: hacer de la ideología algo concreto, y de la vida cotidiana algo político; es el principal mecanismo a través del cual se generalizan las ideas de la clase dominante (ideología), de tal forma que su dominio es vivido (cultura) como un consentimiento. Así, el Estado queda firmemente anclado en la vida cotidiana y la vida cotidiana, en el Estado. Es ésta una de las bien conocidas formas en que la “hegemonía” procura socavar el valor epistemológico de la metáfora “base/superestructura”.

      Sin ser populista como tal, el concepto de “hegemonía” tiende a reforzar la dimensión populista de los estudios culturales en dos formas relacionadas entre sí: debilitando el alcance de la ideología, y llamando la atención hacia la agencia y mediación popular. En primer lugar, la idea de “consentimiento” puede ora reforzar el poder de la incorporación ideológica sin residuo —como lo desarrolla Althusser en la teoría de la interpelación: el “desconocimiento” (misrecognition) que constituye el sujeto—, en cuyo caso el consentimiento del dominio es ideología;[13] ora debilitarlo, aparentemente, en la medida en que además contempla una política de alianza que incluiría negociar con y satisfacer otras necesidades, deseos y fantasías corporativas (o “intereses”, en una teoría de la ideología más leninista). En este caso, las fuerzas de la contrahegemonía adquieren un poder de mediación transformativa, una “otredad” material que el dominio hegemónico debe reconocer si quiere llevar a cabo su incorporación. La negociación, e incluso la rearticulación (como en el análisis de Stuart Hall que ve en el thatcherismo un “populismo autoritario”), provoca entonces reajustes incómodos en el poder de la ideología. En segundo lugar, si consideramos el campo de la política desde el punto de vista de la hegemonía, las determinaciones más abstractas asociadas con la instancia económica (por ejemplo, la clase) tienden a desaparecer con su concreción. En su lugar aparecen nuevas subjetividades, las cuales están a un tiempo polarizadas y entrelazadas:[14] lo dominante y lo dominado, el bloque hegemónico y el subalterno, las clases dominantes y “el pueblo” —que, por supuesto, se erige en el concepto legitimador clave de la política moderna—. De esta manera, en el concepto de hegemonía, la contrahegemonía se presenta como algo popular y creado por “el pueblo”, disponible para ser recuperado culturalmente contra la ideología.

      Esto es apenas un diagrama mínimo de las relaciones existentes entre los conceptos más importantes de los estudios culturales establecidos a lo largo de las décadas de 1960 y 1970. Dennis Dworkin opina que la intención no tan secreta de los estudios culturales era producir un marxismo cultural local en la Gran Bretaña de posguerra, que alcanzó su cúspide en la segunda mitad de la década de 1970 (Dworkin, 1997). Estoy de acuerdo. Me atrevería incluso a sugerir que el concepto crítico de cultura que se desarrolló en diálogo con los conceptos de ideología y hegemonía constituye una prolongación y renovación del marxismo occidental en el Reino Unido posimperial,

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