Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural. John Kraniauskas

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Políticas culturales: acumulación, desarrollo y crítica cultural - John Kraniauskas

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de las mismas relaciones sociales, instituciones y saberes de los que está compuesta la vida cotidiana. Es bien sabido que las actuales tecnologías culturales presentan continuidades muy reales entre los modos de entretenimiento, las transacciones financieras y el armamento inteligente; y es esta continuidad lo que ha convertido a Florida en una de las economías más dinámicas de los últimos años y ha puesto al alcance de todo el mundo los placeres del walkman de Sony. Así, la verdadera expansión de la cultura tiene una significancia epistemológica: su experiencia exige que se la convierta en un objeto de conocimiento y de reconocimiento. Desde esta perspectiva, la emergencia y la compleja historia del concepto de cultura en los estudios culturales ya no es tan sólo el signo de una democratización populista de los aparatos culturales existentes (como en la dimensión recuperadora de la concepción antropológica), ni tampoco una mera forma de reconstituir identidades históricamente negadas, sino que es también un efecto de aquella revolución cultural que ha creado un nuevo fundamento (ground) para pensar lo social, lo político y lo económico. Hall ha llamado a este cambio en el conocimiento el “giro cultural”, porque con él la totalidad social se convierte en totalidad cultural y, sintomáticamente, en el libro Production of culture/cultures of production, editado por Paul du Gay, la economía política se convierte en economía cultural.

      Que las tecnologías culturales son al mismo tiempo fuerzas de producción no es ninguna novedad. Lo que es de crucial importancia es su forma social. Es en este punto donde Hall et al. se adentran en el terreno cultural de los posmodernistas críticos como Fredric Jameson y David Harvey, quienes han puesto el acento en las dimensiones visual y espacio-temporal particulares del capitalismo global contemporáneo. “Hoy en día”, dice Hall:

      Las industrias culturales […] sustentan los circuitos globales de intercambio económico de los cuales depende el movimiento mundial de información, conocimiento, capital, inversión, producción de artículos de consumo, comercio con materias primas y comercialización de bienes e ideas […] Han hecho realidad lo que Marx apenas llegó a vislumbrar: la emergencia de un mercado genuinamente “global”. (Hall, 1997c: 209).

      El entrecomillado de la palabra “global” es aquí muy oportuno porque, de hecho, la experiencia cultural de la globalización es siempre “local”, si bien “lo local” a su vez siempre se constituye a través de “lo global”. A esta configuración en particular se la conoce como el “nexo global-local” (o “glocal”), y en tanto idea podría decirse que proporciona el tono dominante para la serie en su conjunto, al explicar a sus estudiantes-lectores que también ellos mismos, en sus propias casas y localidades, forman parte de dicho nexo. En efecto, esto es una parte importante de su pedagogía. Lo que alguna vez fue una experiencia de naciones y pueblos colonizados y económicamente dependientes dentro de una configuración político-económica de “centro-periferia” no ha dejado de ser “desigual”, pero es generalizada: es decir, en una u otra medida, le pasa tanto a ricos como a pobres en todos los lugares.

      En “¿Qué es lo que pasa en el mundo?” (“What in the world is going on?”), uno de los mejores capítulos de la serie, Kevin Robbins introduce cuestiones espinosas cuando dirige a sus estudiantes-lectores las siguientes palabras:

      Los invito a que piensen sobre la globalización […] en términos de sus propias experiencias y encuentros, y en términos de lo que hayan visto en la televisión o leído en los periódicos y revistas. La globalización es ordinaria: hoy todos estamos expuestos a sus consecuencias, y cada vez somos más conscientes de ellas. Todos estamos inmersos en el proceso de la globalización. (Robbins, 1997: 12).

      En otras palabras, el texto pide al lector que se incluya a sí mismo, narrativamente, dentro de los circuitos de los procesos culturales globales y, por implicación, dentro también de los circuitos del capital, es decir, su “economía cultural”, para hacer “ordinaria” a la globalización. Ahora bien, podría parecer que se trata de una petición absolutamente ideológica, pues proyecta a los lectores dentro de nuevas formaciones hegemónicas. Pero también forma parte de una pedagogía crítica, una especie de “cartografía cognitiva” (en palabras de Fredric Jameson) que pide a los estudiantes-lectores que adopten una conciencia crítica y reflexionen sobre la complejidad espacial de sus propias ubicaciones. Además, dentro del nexo global-local, lo “local” es un lugar privilegiado de hibridaciones culturales que, si bien bajo ciertas circunstancias aparece como indicio de pérdida cultural y tendencia a la homogeneización, también puede convertirse en señal de resistencia creativa. Por otro lado, Robbins no hace la vista gorda ante el poder incorporador del capital, y cita un excelente artículo de Richard Wilk —“Lo local y lo global en la economía política de la belleza: de Miss Belice a Miss Mundo” (“The local and the global in the political economy of beauty: from Miss Belize to Miss World”)— que ha sido incluido como una de las lecturas del capítulo:

      El nuevo sistema global promueve la diferencia en vez de suprimirla, pero selecciona las dimensiones de la diferencia. Los sistemas de diferencia locales que se han desarrollado en diálogo con el modernismo occidental están siendo globalizados y sistematizados dentro de equivalentes estructurales mutuos. Este sistema globalizado ejerce la hegemonía no a través del contenido sino a través de la forma. Dicho en otras palabras, no es que todos nos estemos convirtiendo en lo mismo, sino que estamos retratando, dramatizando y comunicando nuestras diferencias unos a otros en formas que resultan inteligibles para más personas. Debemos situar la hegemonía globalizadora en lo que yo llamo estructuras de diferencia común, que celebran unos tipos de diversidad en particular al tiempo que sumergen, desalientan o suprimen otros. (Wilk, 1997: 43).

      Esto vendría a significar que lo “local” es un sitio idóneo para el capital transnacional y un lugar fundamental —desde la fuerza de trabajo que ofrece hasta la publicidad que podría demandar— para la configuración de formaciones particulares de capital-y-cultura global-locales. Hace poco Coca-Cola Inc. aseguró que “no somos una multinacional, somos una multilocal”. Sony podría haber agregado: “y personal”. En palabras de Nederveen Pieterse, también citadas por Robbins, “el otro lado de la hibridez es la convergencia transcultural”. Desde esta perspectiva, los capítulos sobre la economía cultural de la globalización, y la tendencia a la fusión de capital y cultura, constituyen una pedagogía ideológica; pero, por supuesto, el corazón de la ideología siempre ha sido el lugar —la localización— más propicio para el estudio cultural en su vertiente más radical.[25]

      El problema de la serie, sin embargo, es que funciona sin un concepto de ideología. Decantándose por los análisis contingentes, se resiste a emprender una crítica de las formaciones transnacionales de cultura-capital contemporáneas, en las cuales, no obstante, se inscriben las prácticas culturales híbridas que recupera. Con el aparente “regreso” de la instancia económica en los estudios culturales, la serie se rehúsa explícitamente a pensar el problema en términos políticos. El abandono de lo “político” en favor de lo “cultural” —en la economía política— significa también que no hay señal alguna de negatividad política, tan sólo formas “locales” de resistencia administrada dentro de configuraciones de capital global-locales. Ello podría deberse a que la idea de “producción” que forma parte del circuito de la cultura es más cercana a la idea de “trabajo” y, por otra parte, explícitamente antimarxista; de hecho, una de las estrategias retóricas clave de los textos de la serie consiste en que crean su propio espacio intelectual situándose entre las versiones neoliberal y marxista. En otras palabras, se trata de una producción sin relaciones de producción. O, recurriendo una vez más a la crítica de Morris al populismo, una producción sin producción. Claro que, así como se ha vuelto difícil trazar los contornos de una cambiante y fantasmagórica burguesía transnacional dominante, también se hace cada vez más difícil reconocer sus modos de negación. Pero tal vez el concepto posgramsciano de la subalternidad, acuñado por historiadores críticos de la India durante los años ochenta, podría servir para lidiar con esa negatividad socializando y politizando —a través de la escisión— la “hibridez” y “lo local” dentro de lo global, los cuales, sin tal teorización, se vuelven

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