Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон страница 12

Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон

Скачать книгу

—le ruega Luna Uno.

      Por de pronto, él y Luna Dos tendrán que arreglárselas solitos. Richard Busk espera en Port Alsworth velando a su difunta Beaver. Los cheechakos no le preocupan. Sabrán arreglárselas. Les ha dibujado un mapa en una servilleta y les ha dado su mejor consejo: «El secreto está en no dejarse dominar por el pánico».

      Al ver elevarse la avioneta en dirección a los negros cumulonimbos, Luna Uno se siente menguar de tamaño hasta acabar desapareciendo del todo. Mientras la buena de su esposa solloza, él, de pie bajo el chaparrón, hace un cortés intento de orientarse sosteniendo el mapa dibujado a mano donde se indica cómo llegar al sendero y a un cuatriciclo. El papel se le hace pedazos entre las manos. También tienen un mapa general de la región del Servicio Geológico, pero evidentemente ahí no pone dónde están.

      La parejita no consigue localizar el sendero con esa borrasca, pero sí divisa unas cuantas cabañas y máquinas como de juguete diseminadas por los alrededores, unos quinientos metros más abajo, siguiendo el curso del arroyo. Luna Uno hurga en el equipaje, carga una mochila con lo que cree y espera que sea lo esencial para la supervivencia y, sin reparar en lo engañosos que resultan los tamaños y distancias en espacios tan abiertos, guía a Luna Dos hasta el borde de la mesa para descender entre la maleza; tienen frío y están empapados, cualquier cosa suelta restalla enloquecidamente bajo el viento, tropiezan, se caen, ruedan por el lodo, se levantan una y otra vez, recorren como pueden esos quinientos metros que resultan ser tres kilómetros, ella llorando y él sonriendo y tratando de animarla, aunque también, y a menudo, blasfemando cual poseso, hasta que por fin dejan atrás los matorrales y alcanzan la orilla del arroyo, que por lo visto es más bien un río enfurecido.

      Desde hace un par de semanas llueve de forma intermitente en toda la región, y a pesar del aguacero y el viento racheado, la atónita pareja distingue el rugir estrepitoso y constante de los ríos Synneva y Bonanza, que, convertidos en vorágines, bajan en tromba por el valle a cincuenta kilómetros por hora, arrastrando rocas y vegetación. Al otro lado del curso de agua, puede verse la cabaña. No queda otra que buscar el punto menos profundo y vadearlo. Alaska está hoy magnánima: ni los ahoga ni los magulla demasiado. Se arrastran hasta la cabaña y abren la puerta.

      Luna Dos está chorreando y tiembla. Su marido la ayuda a sentarse en una silla. Hay que prender el fuego. Pero antes será mejor que dé un discurso. Toma las manos de ella y le hace una promesa:

      —Pase lo que pase en esta vida, cuando salgamos de aquí, nunca, nunca volveremos a poner los pies en Alaska.

      Por fortuna, a su mujer le rechinan tanto los dientes que no puede compartir con él lo que piensa. Luna Uno busca algo que decir.

      —Nunca —repite.

      Probablemente ella sabe que es mentira. Como de costumbre, su marido ha vuelto a joderlo todo, pero claro, no puede divorciarse de él ahí, en medio de la nada…

      ¡La nada! ¡Alaska!

      Tras examinar el mapa pasado por agua del Servicio Geológico, Luna Uno dibuja un círculo de unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro: ahí está él, ahí está ella. Dentro de ese círculo no hay nadie más. Concluye que se encuentran por lo menos a un centenar de kilómetros de la persona más próxima.

      Se acerca a la puerta, donde la lluvia pura de Alaska, cuya temperatura excede apenas la de la nieve, cae incesante, y calcula la distancia recorrida por la ladera, que desde esa perspectiva se ve muy claro que en realidad es un barranco. ¡La única región aún nueva del Nuevo Mundo! Se acerca a una pila de leña y se pone a partir los troncos de abeto húmedos con una hachuela. ¡La Última Frontera! Que para él será literalmente la última como no se ponga las pilas.

      Al día siguiente, aprovechando que la lluvia concede un receso, salen a inspeccionar la zona de la mina: la cabaña, la letrina exterior vandalizada por los osos, tres cobertizos, dos pisos de una futura construcción de tres alturas más un ruinoso galpón prefabricado propiedad de otro minero y una cabaña de abeto de cuatro por cuatro metros francamente bonita, con la letrina todavía intacta, propiedad de un amigo de Richard. Tres o cuatro personas tienen concesiones aquí: Richard las vende a unos 15.000 dólares por dieciséis hectáreas. Luna Uno fantasea con cómo sería ser el titular de una de estas concesiones, uno de los huraños prospectores que viven aquí rodeados de recursos naturales.

      Otra opción sería adentrarse en esta inmensa soledad y reclamar algún terreno como propio. Para ello solo hace falta encontrar minerales en terrenos de titularidad del Gobierno —el tamaño habitual de una concesión es de unas ocho hectáreas— y registrarse en la sucursal del distrito de la Oficina de Administración de Tierras. Después de eso, hay que invertir cien dólares anuales en la explotación —un par de días de bateo bastarían para satisfacer este requisito— y abonar veinte dólares en metálico por año y concesión.

      Cruza el río, descubre el sendero que no han conseguido encontrar durante la tormenta y sube hasta la cumbre, donde Richard Busk tiene aparcado el cuatriciclo. Nuestro flamante prospector carga las cosas que se han quedado en la pista de aterrizaje y desciende la ladera embarrada de la montaña a horcajadas sobre esa extraña máquina. Una vez abajo, prefiere no vadear los quince metros del arroyo subido al vehículo; en lugar de ello, carga los bultos a hombros y se prepara para iniciar su andadura en el negocio del oro.

      Según lo que ha leído, los montes Bonanza abundan en «intrusiones graníticas»: bloques de granito que se abren paso desde las profundidades, señal de que se han formado a una temperatura y una presión muy elevadas, lo cual favorece la presencia de vetas de cuarzo que, a su vez, suelen contener oro.

      De acuerdo con los cálculos de un equipo de prospección geológica, la zona del lecho principal del arroyo contiene unos diez dólares de oro por metro cúbico de tierra: unos quinientos millones de dólares del precioso metal solamente en esta porción de la concesión de Richard.

      Otros antes que él ya habían encontrado oro. El primer depósito de oro de los montes Bonanza se construyó en un árbol junto al río en 1913 y pertenecía a una pareja de prospectores que hicieron ese mismo viaje por río y a pie, acarreando el equipo sobre su espalda. La pequeña casa del árbol sigue ahí, pero dentro ya no hay nada. En cuanto a Richard Busk, todo lo que usa, incluidas dos retroexcavadoras, se lo hace traer en avioneta o helicóptero. Necesita toda la maquinaria que pueda transportar hasta ahí, ya que su concesión cubre un total de unas seis mil hectáreas. Adquirió el terreno hace once años y resulta evidente que ha encontrado oro, solo que nunca le ha dicho a nadie cuánto exactamente. Lo suficiente para ir pagando avionetas.

      Al cabo de unos días deja de llover. La parejita sube a la loma que hay al otro lado y echa un vistazo a la nada que se despliega en un radio de cien kilómetros: los montículos de tintes oliváceos se extienden hasta los confines del mundo, y desde todas partes llega una especie de suave música de violín que parece no provenir de ningún sitio pero que se propaga entre los matorrales y los abetos bajos cada vez que el viento se desplaza por el paisaje.

      A lo largo de los días siguientes, descubren una huellas de oso de tamaño preocupante, aunque el oso en sí no se deja ver en ningún momento. Hacen amistad con una marmota gigantesca a la cual alimentan cada día y bautizan como Smithers, nombre de un pueblo de la Columbia Británica por el que pasaron hace dos semanas, cuando todavía no vivían solos en el monte sin demasiadas esperanzas de volver a ver la civilización. Los espacios que los rodean parecen infinitos, pero el mundo se va haciendo más pequeño y amistoso. La vida, reducida a lo básico y eterno, se estabiliza y canaliza su fuerza a través de unos pocos elementos: el fuego, el agua, la comida, el sexo, el oro.

      Debido a su peso, el oro se mueve, cuando se mueve, corriente abajo siguiendo una trayectoria lo más recta

Скачать книгу