Viajes a los confines del mundo. Денис Джонсон

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Viajes a los confines del mundo - Денис Джонсон

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de ese coche traicionero y ahora se encuentran a bordo de esta avioneta con el prospector, volando rumbo norte por la ensenada de Cook y sus verdes riberas pantanosas para virar después hacia el oeste, entre los restos de nubes bajas, y proseguir de frente —aunque al final, felizmente, por encima— hacia los montes Blockade, enharinados de nieve y blanquiazules por efecto de las sombras que proyectan los ventisqueros a las 21.30, tres buenas horas, casi cuatro, antes del ocaso.

      Hasta donde alcanza la vista —un centenar y medio de kilómetros a esta altitud—, no se divisa nada salvo los picos que descuellan entre la soledad auténtica y natural del planeta Tierra. Nada ocurre aquí que no venga ocurriendo desde hace eones: las montañas que se alzan y se derrumban, la nieve que cae y se derrite, la interminable migración de los glaciares a través de los arroyos. Nada ocurre salvo el ciclo del viento y las estaciones y las aguas, la vida de los animales y las plantas, el granito y la lava y la arena. Y el oro: los enormes campos de hielo que, con su color azul mugriento y su intrincado relieve, se deslizan valle abajo, desmenuzando el oro de las rocas de cuarzo, llenando el río Tlikahila de agua de escorrentía, de pepitas y polvo y escamas de oro. Y así en la totalidad de los… ¿cuántos kilómetros cuadrados tendrá este páramo? ¿Quinientos mil? ¿Un millón? ¡Más de un millón de kilómetros cuadrados de oro!

      Los montes Bonanza deben de estar bien surtidos. Solo es cuestión de seguir volando con esta Beaver monomotor algo anticuada. Ni siquiera Busk sabe qué edad tiene el aparato. Lo compró hace más de cinco años en Ottawa, Canadá. Es una máquina sencilla, de batalla, sin más ornatos que una inscripción de los indios crees garabateada en el costado. Los recién casados no ven más que una cafetera medio escacharrada, pero les han asegurado —Richard Busk, concretamente— que no hay de qué preocuparse. El motor, un Pratt & Whitney radial, fue reconstruido hace menos de un año y no tiene ni cien horas de vuelo desde entonces, 87,6 para ser exactos. Es verdad —aunque nada serio— que una de las juntas pierde aceite sobre la boca del escape derecho, lo cual explica el pequeño chorro de humo negro que despide la cubierta de proa (remendada con parches de aluminio de tres colores: plata, rojo y azul), y Luna Uno se pregunta si no fue algo así —¿algún problema en una junta?— lo que hizo que el transbordador Challenger explotara en pleno vuelo…

      Estos dos cheechakos (recién llegados) se han plantado aquí con el mismo sueño que todo el mundo: ser bien acogidos en esta región inhóspita, recibir la bendición de la prosperidad en una tierra que ha maltratado a muchos de sus semejantes, devorándolos o matándolos de hambre, abandonándolos y congelándolos, rompiéndoles los huesos para dejarlos imposibilitados a cientos de kilómetros de quien pudiera socorrerlos, ahogándolos o sepultándolos vivos, atacándolos y desgarrándolos hasta la muerte.

      El plan original era reunirse con un amigo prospector de Montana, que sería el encargado de guiarlos hasta el oro. Sin embargo, ha sido imposible dar con él en Anchorage y ya empezaban a sentirse como si la propia Alaska se les hubiera perdido en algún lugar de la principal carretera del estado. Quizá la hubieran extraviado en las proximidades de Tok, ese pueblo donde los camioneros hacen parada y al que llegaron tras cruzar la frontera y recorrer cincuenta kilómetros de carretera vacía. De repente, en todas direcciones, empezaron a ver objetos que aterrizaban y despegaban, que cruzaban el horizonte con suministros para alguna gran empresa. El estado se denomina a sí mismo la «Última Frontera», y ciertamente estaban bien lejos de los centros comerciales y las cadenas de comida rápida, pero aun así no podían evitar la clara sensación de que la Última Frontera estaba siendo devorada a toda prisa por los Últimos Pioneros del país. El rugido de los tráileres, el zumbar de los helicópteros y el constante ir y venir de los aviones de hélice emitían un runrún de comercio a nivel básico: la pareja de cheechakos podía sentir cómo las compañías petroleras saqueaban el suelo bajo sus pies y cómo los empresarios del turismo excursionista aspiraban la soledad de los alrededores y se servían de inventos portentosos, sobre todo del avión, para poner esa tierra salvaje al alcance de cualquiera. Aquel afanarse bajo la perpetua luz del día tenía cierto regusto a Vietnam.

      Pero entonces, en Anchorage, donde peinaron los mohosos aeródromos en busca de alguien, quien fuera, que pudiese acompañarlos hasta una veta de oro, toparon con Richard Busk, confiado valedor de la Nueva América, miembro destacado del Partido América Primero, soñador del Gran Sueño, el sueño del oro, la libertad, la autosuficiencia. Fue el empleado de una oficina de flete de avionetas quien les habló de Busk: «Un tipo pintoresco. Es famoso».

      Cuando lo vieron, Busk parecía el espectro del primer pionero americano: alto y flaco, mirada límpida, rostro magullado. En el bolsillo llevaba unas fotos de sí mismo junto a una pieza cazada recientemente, de un flechazo, cerca de su cabaña de los montes Bonanza: una criatura grande y muerta similar a un elefante, solo que con pelo.

      —Más de quinientos kilos de oso pardo —dijo—. Tres metros de envergadura de pata a pata.

      ¿Cómo se mata semejante bicho de un flechazo?

      —Le di en el pulmón, corrió unos cientos de metros y se desplomó. Se desangran rápido —explicó.

      Había instalado temporalmente su negocio en un reservado de un restaurante de Anchorage frecuentado por alaskeños veteranos. El reservado estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de su explotación minera, pero muchos habitantes de las zonas rurales habían bajado a la ciudad ese verano para hacer campaña por el coronel Bo Gritz, candidato presidencial y antiguo héroe de los boinas verdes. Esperaban que los guiase hacia una Nueva América hecha para gente como ellos, esa que vive, según sus propias palabras, «en la vanguardia de la libertad». Estaban dispuestos a hacer lo que fuera por Gritz, si bien es cierto que en términos generales no sienten excesivo aprecio por los políticos ni los burócratas. El propio Busk se niega a pagar impuestos sobre el dinero que gana.

      Richard Busk no se parecía a nadie que los recién casados hubieran conocido, pero aun así confiaron en él al instante y saltaron de alegría cuando los invitó a pasar dos o tres días en los montes Bonanza aprendiendo a buscar oro. Aunque algunas de sus ideas sonaban, por así decir, extremas, Busk como persona tendía a granjearse las simpatías de la gente por su carácter abierto y natural, así como por su forma de hablar clara y sin tapujos. Parecía conocer a cada persona con la que se cruzaban. Llevaba ahí desde los años setenta y saltaba a la vista que era uno de los personajes emblemáticos de la región.

      El sol estival ha conseguido desnudar los picos, que ahora se alzan grises y negros, tirando a verdes allá donde asoma una escasa sombra de vegetación. La pequeña Beaver pasa con lentitud ilusoria entre un par de cordilleras, conduciendo a Richard Busk y sus dos cheechakos hacia los montes Bonanza.

      En un momento dado, el motor, que solo tiene 87,6 horas de vuelo, ronca y borbotea violentamente para luego dar paso a medio segundo de imponente y catedralicio silencio, hasta que Busk se las arregla para devolverlo a la vida. Después de eso el aparato empieza a emitir una amplia variedad de intermitentes y totalmente inidentificables ruidos percutivos que van y vienen por debajo del zumbido general del motor, asomándose y escondiéndose una y otra vez como hacen los fantasmas en el tren de la bruja, aunque esto da mucho, pero que mucho más miedo.

      Busk ya tuvo problemas con esta misma avioneta hará unos cuatro años, regresando de la bahía de Bristol por la tundra con un cargamento de salmón. El motor de marras, con solo 170 horas de vuelo tras una reconstrucción, se caló de forma inexplicable y la hélice dejó de girar. Lo que ocurrió entonces fue que el anillo del cigüeñal estaba mal colocado, de modo que al rato, de repente, finalmente —muy finalmente— el ensamblaje acabó fallando. Hacer aterrizar la avioneta en esa región llana y anchurosa no tuvo mayor dificultad, pero Busk tardó dos semanas en conseguir otro motor y volar el aparato hasta su destino. Son cosas que ocurren de vez en cuando.

      De hecho, el piloto que esa vez lo sacó de allí también estuvo a punto de estamparse al aterrizar en la

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