Despertando a la bruja. Pam Grossman
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En la otra cara de la moneda la mayoría de textos de los siglos XIX y XX que plantaron las semillas para realizar definiciones positivas de las brujas, incluyendo la religión moderna de la wicca, también han quedado en entredicho. Libros como el de Charles Godfrey Leland, Aradia o el Evangelio de las Brujas, el de sir James George Frazer, The Golden Bough, el de Margaret Murray, El culto de la brujería en la Europa occidental, el de Robert Graves, La diosa blanca: una gramática histórica del mito moderno, y el de Marija Gimbutas, The Language of the Goddess, por nombrar tan solo algunos, contribuyeron a ofrecer una visión de las brujas más compasiva (o incluso romántica), a pesar de haber estado sujetos a un posterior escrutinio y debate en lo que respecta a su validez. Por muy significativo que sea sacar a las brujas de las llamas del infierno y ponerlas sobre un pedestal, según los estándares académicos de hoy en día, esos sesgos más idealistas sobre la brujería se basan en conjeturas, en falsos estudios o en pretendidas licencias poéticas.
Por otro lado, estas «historias» de brujas están pergeñadas a partir de detalles sacados de leyendas, mitos y cuentos de hadas. Lo que sabemos de las brujas se ha ido acumulando con los siglos hasta formar un pastel de capas formadas por distintas asociaciones. Las historias sobre las brujas ficticias y las ideas sobre las brujas «reales» se contaminan entre sí y dan lugar a nuevas versiones. Por eso creo que es mejor hablar de la bruja más como un símbolo que como una realidad, por muy real que a veces sea.
Sin embargo, es justo decir que hasta el siglo pasado más o menos, cada vez que aparecía una bruja en una historia (tanto si era de ficción como de una supuesta no-ficción, como es el caso de las acusaciones de brujería que se dan en el mundo real) casi siempre se trataba de alguien que provocaba un peligro y buscaba la desgracia de los niños, de las mujeres honradas y de los hombres buenos y decentes. Y esta reputación es la que afirma que, por mucho que frotes y frotes, nunca podrás eliminar el hedor a azufre que la bruja desprende.
Por eso, si la bruja fue una especie de monstruo durante milenios, ¿cómo se llegó al punto en que la posibilidad de ser «una bruja buena» se puso sobre la mesa? Consideraremos las múltiples reiteraciones de esta idea en los siguientes capítulos, pero existen algunos eslabones especialmente importantes en la cadena.
A pesar de gozar de mala prensa durante siglos, la actitud popular hacia las brujas empezó a cambiar a mediados del siglo XIX gracias en gran parte al historiador francés Jules Michelet, que en 1862 escribió La Sorcière. En su libro, Michelet propone que la palabra «bruja» era un insulto que la Iglesia lanzaba contra cualquier sanadora reputada o «alta sacerdotisa de la naturaleza». Escribió que estas hechiceras, como así las llama, fueron personajes trágicos, oprimidos y casi anulados por fuerzas de dominación viril como la Iglesia católica, los gobiernos feudales y la ciencia: «¿Dónde, efectivamente, si no en los páramos salvajes habría podido elegir su hábitat esta niña de la calamidad, perseguida con tanta fiereza, maldecida y proscrita con tanto aborrecimiento?». Y luego explicaba que esas hechiceras habían tomado las riendas y habían fundado religiones satánicas en las que, a diferencia de lo que sucede en la Iglesia, celebraban la feminidad y la naturaleza.
La Sorcière es una de las obras populares más tempranas que se muestra compasiva con las brujas, y es una disertación vehemente y escrita con gran lirismo sobre la subyugación sistémica del poder femenino en general. A pesar de que está repleta de inexactitudes históricas y en buena parte es obra de la fantasía del autor, su influencia en la concepción popular de las brujas fue significativa.
En 1863, el libro de Michelet se tradujo al inglés con el rutilante título de Satanism and Witchcraft, y su influencia directa puede verse en la obra de poetas del siglo XX, directores de cine y artistas, incluyendo a los surrealistas, que incorporaron la visión romántica de la bruja que aportó Michelet a su obra. Asimismo se hizo una adaptación del libro en 1973 a través de la psicodélica película de animación para adultos de Producciones Mushi Kanashimi no Belladonna (o Belladona of Sadness), que fue llevada a escena en 2016. Sin embargo, el influjo de la hechicera de Michelet se extiende mucho más allá de estas reinterpretaciones tan obvias. De hecho, conecta directamente con las brujas más famosas del mundo de la ficción de todos los tiempos.
Cuando el libro de L. Frank Baum El maravilloso mago de Oz salió publicado en 1900, selló para siempre el concepto (y la terminología) de las brujas buenas y las brujas malas en la conciencia popular.
En el relato original de Baum, en realidad hay dos brujas buenas. En primer lugar está la Bruja del Norte, con quien se encuentra Dorothy al llegar a Oz después de que su casa aplaste a la Bruja Mala del Este al terminar el tornado. La Bruja del Norte es un anciana vestida de un blanco reluciente, que regala a Dorothy unos zapatos mágicos de plata (tal y como aparece en el texto original; los de color rubí se reservaron para la versión cinematográfica). Asimismo, le da el «beso de la bruja»: una marca en la frente que Dorothy llevará como protección y salvoconducto para ella y sus amigos durante todo el relato.
Glinda, la Bruja Buena del Sur (y la única bruja considerada por Baum digna de tener un nombre de pila) en realidad no aparece hasta el final de la historia, aunque en el intervalo se nos dice que es la bruja más poderosa. Cuando Dorothy y sus compañeros conocen a Glinda finalmente, quedan impresionados por su melena pelirroja, sus ojos azules y su aspecto juvenil (a pesar de su edad avanzada, según nos dicen). Y además quedan profundamente conmovidos por su generosidad. «¡Eres tan buena como hermosa, sin duda alguna!», dice Dorothy llorando cuando Glinda ofrece tesoros personalizados para el Hombre de Hojalata, el León Cobarde y el Espantapájaros. Y luego esa bruja amable y encantadora le enseña a usar los zapatos de plata para regresar a casa y poder ver de nuevo a la tía Em.
Es una historia espectacular, no solo porque es una parábola sobre la amistad y la búsqueda de la verdad, sino por su excepcional originalidad. La Ciudad Esmeralda, el Camino de Ladrillos Amarillos, las zapatillas mágicas, una valiente protagonista criada en una granja y, por supuesto, la bruja buena y la bruja mala nos parecen ahora iconos intemporales de lo que algunos ya llaman «el cuento de hadas americano por antonomasia». Sin embargo, Baum no se sacó estas ideas de la manga. De hecho, le influyó mucho su suegra, la sufragista y pionera en la lucha por la igualdad de derechos Matilda Joslyn Gage.
Gage era una seguidora de la teosofía, un movimiento religioso de corte gnóstico que surgió en el siglo XIX y que llevó el pensamiento místico de Oriente a Occidente. Gage conocía el ideario que postulaba que uno puede seguir su propio viaje espiritual subiendo los trece peldaños dorados de una escalera que llevan a la iluminación, en el Templo de la Divina Sabiduría, y que ahí se puede revelar la última verdad que se esconde tras todas las religiones mundiales, rasgando metafóricamente los velos de la ilusión (o atisbando tras una cortina, quizá). Es curioso, porque la Sociedad Teosófica se creó gracias a la intervención de una mujer poderosa, Madame Helena Petrovna Blavatsky, una de las escasas líderes espirituales de la época que a menudo fue difamada y considerada una farsante