Despertando a la bruja. Pam Grossman
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M.H.: […] A veces, Mister Rogers, me sabe muy mal que los niños se asusten tanto con la bruja; eso siempre me pone muy triste, porque no creo que ninguno de nosotros pensara que esa bruja daría tanto miedo como parece que da. Pero cuando comprendes a la bruja, cuando te das cuenta de que solo se trata de un cuento y de que todos podemos interpretarla, que puedes hacerlo, que los niños se disfrazan de bruja, como ya ha dicho usted, y las niñas también, y a veces cuando te haces mayor también te disfrazas en Halloween para fingir que eres alguien diferente…
F.R.: Además, tampoco todas las brujas tienen por qué ser malas.
Un poco más tarde, Mister Rogers le pregunta si le gustaría volver a probarse su disfraz. Hamilton dice que sí, que le encantaría, que le parecería divertido. Abre un baúl y empieza a sacar las prendas que conforman esa espantosa indumentaria negra. Cuando Hamilton ve los ropajes, se le ilumina el rostro. «¡Vaya…! ¡Pues claro que sí!», exclama, y empieza a vestirse. Se pone la falda y se la abrocha, y luego se da unos golpecitos en la cadera.
M.H.: Mira tú por dónde… ¡Aquí puedo meter cosas! Incluso las brujas necesitan llevar bolsillos.
F.R.: Me va muy bien verla ponerse el traje.
M.H.: Ah, pues me alegro.
F.R.: […] Porque así sé que es una mujer de carne y hueso que se disfrazó para hacer este papel.
Mister Rogers la ayuda a ponerse el blusón negro de manga afarolada y le pide que se dé la vuelta para mostrar la espalda a los televidentes. «Aquí hay una cremallera de verdad, como la de mi jersey», dice.
Margaret Hamilton da una vuelta en redondo, vestida con el disfraz. «¡Vaya…!», exclaman los dos a la vez. Y ella suelta una risita nerviosa y dice: «¿Verdad que es divertido?». Y el anfitrión del programa contesta: «¡Está usted fantástica!». Es obvio que los dos se lo están pasando en grande.
Ella se pone la capa y la ondea. Y luego se coloca en la cabeza el icónico sombrero con un velo en la punta y sonríe a la cámara. «¡Aquí está vuestra vieja amiga la Bruja Malvada del Oeste!», dice con una risa de satisfacción.
A petición de Mister Rogers, pone la misma voz que en la película y suelta la famosa carcajada estridente. Él le dice que sería divertido hablar de esa manera, e intenta imitarla emitiendo unos chillidos.
«¡Pues sí que sabe hacerlo! –exclama Margaret Hamilton–. Todos podemos hacerlo. ¡Vosotros también podéis!»
Es fácil ver que los dos están encantados.
Mister Rogers le pregunta si tiene nietos, y ella le dice que tiene tres, y dice sus nombres y su edad; y además puntualiza que ha tenido mucha suerte con ellos. La filmación termina saliendo de la escena para ir a visitar a uno de los amigos de Mister Rogers, sin que ella se haya quitado el vestido de bruja.
M.H.: […] Me parece que me voy así, tal cual.
F.R.: Ah, ¿de verdad?
M.H.: ¿Le parece bien?
F.R.: Creo que todos en el barrio estarán encantados…
M.H.: Será divertido.
Y se despiden. Margaret Hamilton baja la cabeza para pasar por el marco de la puerta y no chafar su inmenso tocado.
«¡Allá voy!», dice, y sale de escena.
Las primeras veces que vi el vídeo, me embargó la emoción. Hay tantas cosas que me resuenan… La admiración que se muestran esos legendarios gobernantes de sus respectivos barrios imaginarios. La alegría sin remordimientos que demuestran ante el miedo que inspiraba la Bruja Malvada. La mezcla de orgullo y vulnerabilidad de Hamilton, que entonces se aproximaba al final de la vida, al meterse de nuevo en un papel que hizo cuatro décadas antes con respeto, placer y gracia.
Sin embargo, lo que más me conmueve es la danza delicada que ella y Mister Rogers ejecutan intentando disipar los miedos de las personas sin robarle la magia a la bruja. Sí, nos dicen que todo eso es un cuento, pero que también es real y accesible para ti. ¿Verdad que ese es el mejor encantamiento de todos?
Repetidas veces a lo largo de la vida yo he hecho algo parecido: mostrarme al mismo tiempo que trato de preservar el misterio; permitirme a mí misma dar miedo al tiempo que necesitaba asegurar a los demás que no represento ninguna amenaza, resistiéndome a quedarme estancada en un solo extremo.
Siempre estamos intentando clasificar las cosas. Poner los dos extremos en sobres diferentes, bien etiquetados, y cerrarlos con un lengüetazo. Nos resistimos a comprender los matices de cada instante, y eso se multiplica por diez en las mujeres. O son mojigatas o son furcias, o son pasivas o son invasivas, o son muñequitas o son arpías, o son rameras o son brujas. Si muestras interés por la moda y la belleza, y por los vestidos deslumbrantes, te consideran sosa y superficial, o no te consideran, o bien terminas siendo digna de desconfianza. Si expresas en voz alta tus opiniones o cuentas lo que ambicionas, o hablas mucho o ríes muy alto, eres dominante, ansiosa, una arpía o una bruja.
Quizá el regalo más grande que nos ha hecho L. Frank Baum ha sido la visión en todo el espectro tecnicolor del poder femenino.
Sí, yo soy una bruja buena y una buena persona, pero también soy mucho más compleja que todo eso. Mi intención es ponerme una capa negra sobre mi proverbial vestido rosa. Reírme con todas mis fuerzas y enfadarme mucho, y defenderme a mí misma y también a las personas que me importan. Quiero sacar mucho más de la vida que andar por ahí flotando suavemente en el interior de una burbuja. Quiero ponerme el sombrero puntiagudo y llevar la corona a la vez. Vivir con tanta intensidad como pueda, tal y como soy. Ser mala y encantadora, salvaje y plena. Quiero ser mucho más, y no limitarme a tener que elegir entre cualquier cosa.
Sin embargo, lo que deseo de verdad, en lo más íntimo de mi ser, es vivir en una tierra mágica que dé valor a todo eso: a la bondad de Glinda, al regodeo de la bruja Gulch, al arte de Margaret Hamilton y a la promesa de Matilda Joslyn Gage. Y poder llamar a ese lugar «mi casa».
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