Rasputín. Alexandr Kotsiubinski
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Si lo meditamos, vemos enseguida que ello no entraña nada sorprendente, ya que los histeroides típicos se caracterizan por una potencia sexual comparativamente modesta. Sin embargo, aquí es obligatorio dar una respuesta satisfactoria a los numerosísimos testimonios que afirman que la práctica de relaciones sexuales era poco menos que la única necesidad vital que se percibía en Grigori Rasputín. Encontrar una solución a esta incongruencia es tanto más importante cuanto que fue precisamente el erotismo el encargado de jugar un papel clave en la elevación del «padre Grigori» hasta las cimas del poder, así como en su postrer ruina.
El análisis detallado de los testimonios que han llegado hasta nosotros no deja lugar a dudas: el verdadero Grigori Rasputín era un sujeto con una potencia sexual gravemente disminuida, cuyo modelo de comportamiento estaba dedicado totalmente a la máxima ocultación de esa deficiencia, que se le hacía todavía más insoportable por cuanto la suya era una personalidad histeroide, radicalmente necesitada de un amor inmediato y total por parte de todos y todo. Además, Rasputín no se esforzaba simplemente en compensar —es decir, ocultar, velar— su carencia, sino que, por el contrario, quería «sacar un clavo con otro» o, dicho según la terminología médica, «hipercompensarse». En lugar de admitir su discapacidad sexual y, por lo tanto, administrar en la medida de lo posible sus relaciones físicas con las mujeres, Grigori pretendía dominarlas totalmente llevando esa pretensión a dimensiones verdaderamente industriales, convirtiendo así una discapacidad psicofísica que parecía fatal en una poderosísima arma de expansión erótica.
Una de las admiradoras del «padre Grigori» ha dejado testimonio de que sus técnicas de conquista sexual eran extremadamente peculiares y no se correspondían con las «costumbres amatorias» de principios del siglo xx. Esta testigo afirma que Rasputín era alguien muy especial, capaz de ofrecer a una mujer «tales sensaciones ... que hacen que nuestros hombres no valgan nada».196 Lo más sencillo sería suponer que, a diferencia del resto de los hombres de su tiempo, Grigori Rasputín era un «cíclope sexual». No obstante, si meditamos acerca del sentido del testimonio que hemos citado, no podemos dejar de percibir que no se refiere al aspecto «cuantitativo» del asunto, sino a la capacidad de Rasputín de ofrecer a las mujeres sensaciones fundamentalmente distintas en cuanto a su calidad.
Probablemente fue Iliodor quien primero reparó en que el esquema erection & penetration no era en absoluto el fundamento de las relaciones sexuales de Rasputín con la gran mayoría de sus adoradoras. En el transcurso de la preparación de un amplísimo «expediente sexual» con el objetivo de incriminar a Rasputín, Iliodor dividió en cuatro categorías a las mujeres seducidas por el starets. En primer lugar, estaban aquellas a las que Rasputín se limitaba a besar y llevar a los baños. En segundo lugar, aquellas a las que «mimaba». En tercer lugar, las mujeres a las que «liberaba de los demonios», y sólo en último lugar aparecían, como cuarta categoría, aquellas con las que, según la opinión de Iliodor, Rasputín cometía el pecado de la fornicación.197
Las representantes del primer grupo —el de los besos y las idas a los baños— se contaban por «centenares ... Y en los monasterios de mujeres, que tan aficionado a visitar era el starets Grigori, su número es incontable».198 Por regla general, eran precisamente las monjas y novicias las que se convertían preeminentemente en «víctimas» de los súbitos y breves ataques sexuales del starets.
Cuando no se trataba de los casos de «mimos» o de la «liberación de los demonios», el guión de las «agresiones sexuales» de Rasputín era siempre el mismo: les manifestaba verbalmente sus intenciones, las besaba, les realizaba tocamientos caóticos en sus partes íntimas, les arrancaba la ropa, y concluía ... dándoles un «beso monacal» e invitándolas a pronunciar juntos una apasionada plegaria. Prácticamente todas las «víctimas» que dejaron memorias de estas «agresiones» constatan con sorpresa la facilidad con la que Rasputín estaba dispuesto a deponer en cualquier momento sus, en apariencia irrefrenables, intenciones —especialmente si la mujer comenzaba a ofrecer algún tipo de resistencia— y continuar la conversación sobre cualquier otro tema.
Rasputín «se sentó frente a mí, colocó mis piernas entre sus rodillas, e inclinándose me dijo: “Ay, mi dulzura, mi abejita llena de miel. Ámame, anda. El amor es lo máximo en la vida, ¿sabes? ... y no pienses en eso (y señalaba hacia eso con un gesto desvergonzado), de todos modos se va a pudrir, qué más da si se pudre estando enterito o no estando enterito ... aunque sólo me lo dejes tomar una vez”».199 Sin embargo, bastaba que el objeto de su asedio mostrara su enojo y se dispusiera a esperar para que las cosas tomaran otro cariz: «R[asputín], que corrió tras de mí, descolgó en silencio mi abrigo de pieles de la percha y, mientras me ayudaba a ponérmelo, me dijo suavemente: “No te asustes, abejita, no te volveré a tocar, era sólo una bromita para el estribo”».200
«El rostro enrojecido de R[asputín], dominado por sus ojos pequeños, que lo mismo te escrutaban que se hundían, se aproximó entre guiños, como si navegara lentamente hacia mí, a la manera de aquel mago del bosque de la leyenda, mientras me susurraba con una boca abierta de lujuria: “¿Quieres que te enseñe esto?”. Había un ser horrible e inclemente mirándome desde el fondo de aquellas pupilas apenas visibles. Pero, de pronto, se abrieron los ojos, se desdibujaron las arrugas, y acariciándome con la mirada propia de un peregrino, me preguntó: “¿Cómo es que me miras así, abejita?”, y, seguidamente, se inclinó completamente hacía mí y me besó con frío júbilo monacal».201
En otra ocasión «pareció volverse completamente loco ... Su rostro enfurecido se transmutó, perdiendo todo relieve, y los cabellos húmedos y desgreñados le cubrían la cara como si fueran lana, y los ojos empequeñecidos, ardientes, parecían traslúcidos como el vidrio ... Después de resistirme un rato en silencio, decidí que sólo me quedaba defenderme y me solté de él y fui reculando hasta la pared, temiendo que volviera a lanzarse. Pero, en lugar de eso, lo que hizo fue acercárseme lentamente, balanceándose, hasta decirme con voz ronca: “vamos a rezar” y agarrarme de los hombros ... comenzó a orar pegándose golpes contra el suelo, rezando al principio para sí y subiendo la voz poco a poco ... Estaba pálido, el sudor le caía copiosamente por la cara, pero su respiración volvía a ser acompasada y sus ojos habían recuperado un brillo sereno y amable: eran esos grises ojos suyos de vagabundo siberiano ... y terminó besándome con desapasionado gozo monacal».202
«Cerró la puerta de un golpe y se encaminó hacia mí agitando los brazos como una fiera ... Un fulgor de carnívora sensualidad apagó el brillo inspirado de sus ojos. Quien se me aproximaba con una sonrisa entre delirante y lasciva era un macho bestial no acostumbrado a negativas. “Amor mío, mi bien”, iba susurrando, seguramente sin reparar en lo que decía ... Mi rostro no abandonó ni por un momento su aire impasible, sereno y grave. Y no ofrecí resistencia cuando llegó hasta mí y me abrazó ... Si me hubiera resistido, se habría vuelto loco».203 Podría parecer que el «macho bestial» había conseguido su objetivo, pero ¿qué vino después?: «“¿Te sientes asqueada? ¿Es que no te ha gustado?” ... Levantó los brazos crispados ... No descargó el golpe. Abrí los ojos. Rasputín permanecía sentado en el sofá, respirando trabajosamente, todo desmadejado y repitiendo con un énfasis mujeril: “Has hecho tuyo mi cuerpo, lo has hecho tuyo, a mi cuerpo dominado por el frenesí”. Después abandonó el sofá de un salto, se puso de cuatro patas como si fuera un animal salvaje y así se me acercó, agarró los bajos de mi vestido y tiraba de él. Yo solté un grito ... Se llevó el vestido a los labios, mientras me miraba desde el suelo, como un perro apaleado. Seguidamente, se puso de pie, me tomó de una mano y me condujo rápidamente al comedor».204
«Un brillo tempestuoso y oscuro se adueñó de su mirada, y su respiración se tornó ronca, mientras se me acercaba cada vez más y comenzaba a acariciarme y, después, a apretarme los pechos. Me levanté: “Es hora de que me marche”, dije. Y Rasputín me dejó ir».205
«“¿Para qué te me has insinuado, zorra, e invitado a venir por medio de ardides, si ahora te resistes a gozar de mi cuerpo?”, le gritó en una ocasión