Resistir Buenos Aires. María Carman

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Resistir Buenos Aires - María Carman Antropológicas

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judicial permite apreciar los contrastes entre una decisión dialógica y una monológica: en la primera, la mirada del experto sintoniza con el padecimiento de un otro vulnerable e incorpora los saberes de distintas disciplinas y actores; en la segunda, la mirada tecnocrática de los expertos refuerza la distancia simbólica con los afectados del conflicto.

      Las autoras muestran el acatamiento distanciado –o bien la desobediencia respetuosa (Fonseca, 2018: 145)– de los habitantes de la Villa Rodrigo Bueno respecto de los ejes centrales que organizan su lucha. Los pobladores más comprometidos con el proyecto de urbanización de la villa “entran y salen” de ciertas categorías colectivas con las que el problema en cuestión es definido. Como en un juego de espejos, la reevaluación constante en su posición y experiencia vital es replicada en las reflexiones de las antropólogas mientras acompañan la causa judicial. ¿Estamos a la altura de las circunstancias?, se preguntan ellas, consternadas por ciertas elecciones prácticas de los vecinos. ¿Quiénes somos nosotras para prescribir el modo “correcto” de avanzar hacia la urbanización? Las autoras se enfrentan a una dimensión ética y existencial del trabajo de campo: algunas preguntas solo encontrarán respuesta años más tarde y otras permanecerán abiertas. Como sabemos, solo una etnografía de largo aliento nos permite reconstruir lo que las experiencias significan para los actores.

      El capítulo retrata, además, una doble faz del trabajo antropológico: las múltiples maneras de vivir la condición humana nos recuerdan que nuestra experiencia actual no es la única que se puede encarar; y al objetivar la relación personal y continua entre un sujeto investigador y una población observada, esa población comprende mejor la manera en que es percibida por otros (Descola, 2016: 90, 131, 243). En el marco de esa larga conversación (Gudeman y Rivera, cit. en Descola y Pálsson, 1996: 7), los habitantes de Rodrigo Bueno capitalizan las percepciones ajenas, afinando las herramientas retóricas y de lucha práctica en pos de que la ciudad sea, también, de ellos.

      Las estrategias discursivas de los vecinos incluyeron la producción de un relato sobre la singularidad de su sufrimiento. Los tópicos de la desdicha y del infortunio (Fassin, 2003) resultantes articularon las figuras de la necesidad, el derecho, el esfuerzo y el merecimiento. La producción de este tipo de relatos fue moneda corriente: las más de tres mil cartas acercadas al municipio por los vecinos del partido incluían, junto con el reclamo escrito por una vivienda, barbijos, radiografías o estudios médicos. Estos elementos se hicieron presentes como una prolongación –o bien una confirmación– de la existencia de esos cuerpos que habían absorbido los males posibles del aire, la tierra o el agua. No había más remedio: como diría Butler (2017: 23), se debía demostrar que hay ciertas condiciones en que la vida se vuelve invivible. Y la enfermedad podía abrir, paradojalmente, nuevos horizontes: frente a los dones de fragmentos de vida, acaso surgirían contradones de medios de supervivencia (Fassin, 2016: 125).

      Las estrategias corporales combinaron la permanencia en un espacio profundamente degradado –quedarse– con otras estrategias, tales como la vigilia ante el domicilio particular del intendente –sentarse–, o el extenuante periplo de ir y venir al municipio u otras oficinas estatales a la espera de ser recibidos por algún funcionario –moverse–. Los cuerpos enfermos tenían lo que hay que tener para ser un cuerpo prioritario. No debían hacer casi nada, más que aguantar en el peor sitio imaginable y perpetuar el sufrimiento, deshumanizándose y rehumanizándose en esa compleja negociación con el Estado en la cual ellos eran y no eran, al mismo tiempo, el sujeto careciente que se les pedía que fueran.

      ¿Dónde empezaban y dónde terminaban esos cuerpos y cuántas dolencias debían absorber para “entrar” en el tiempo estatal? La ilegibilidad de esta política pública no solo provocó una incertidumbre generalizada en esas poblaciones, sino que circunscribió sus repertorios de resistencia. ¿Cómo poner en práctica la estrategia “justa” para ser escuchadas? ¿Con qué argumentaciones ciertos padecimientos son interrumpidos y qué criterios justifican, en cambio, la prolongación de una injusticia o un sufrimiento social?

      El capítulo de Olejarczyk deja abiertos varios interrogantes no solo respecto de las tensiones entre justicia social, espacial y ambiental, sino también respecto de las implicaciones del sufrimiento situado como estrategia de lucha; vale decir, los costos del uso de ese lenguaje para las subjetividades políticas de las propias “víctimas” (Fonseca, 2018: 145 y 154). No obstante, así como los sectores populares no salen indemnes de sus complejas interacciones con el Estado, sus resistencias también generan permanentes readaptaciones del poder local.

      El capítulo de Sebastián Carenzo problematiza la tensión entre el saber tecnocientífico occidental y el conocimiento cartonero. El autor nos sitúa en el boom del reciclado de la basura que se suscitó a partir del año 2000 y que generó el modelo de gestión de residuos tal como lo conocemos actualmente. El incremento en la presencia de cartoneros en las calles de la ciudad y lo novedoso de los circuitos de reciclado provocaron cambios en la vinculación y los sentidos otorgados a la basura por los ciudadanos.

      Si bien los recicladores fueron reconocidos por su aporte esencial en cuanto a la recolección de basura en el entorno urbano, su rol como productores de saberes y de tecnologías aún está invisibilizado. Se trata de una inconmensurabilidad epistémica que permanece intacta, al igual que muchos otros saberes, habilidades y desarrollos tecnológicos de estos actores.

      Carenzo nos introduce en dos escenas etnográficas para dimensionar el encuentro entre estas lógicas de producción de saberes. En uno de estos relatos comprendemos que, para los cartoneros, los materiales creados con sus manos no son un bien que pueda exhibirse en un stand de feria, porque no configuran algo externo a ellos mismos. Para Marcelo –uno de los cartoneros que inventó un original ladrillo de papel de etiquetas–, explicar el proceso creativo sin la compañía del objeto sería un contrasentido, casi como querer mirar sin tener ojos. Marcelo solo puede pensarse en estrecha comunión con los materiales con los que se trabaja: Marcelo es-con-sus-ladrillos.

      ¿Cómo hacer poroso el campo de la gestión pública para esos saberes no estandarizados ni profesionalizados, surgidos de la praxis “plebeya”? La gestión de lo común suele basarse en la transferencia lineal (top-down) de saberes y conocimientos, dejando poco espacio a la incorporación de esas experticias que incluyen lo espontáneo, lo emergente y el conocer haciendo. Esta propuesta obliga no solo a repensar la definición del saber experto, sino también a tomar en serio la pluralidad epistémica que involucra el saber-hacer de los actores sociales excluidos de la definición de lo público, cuyas innovaciones desestabilizan nuestros modos de comprensión y relación con los residuos.

      Asimismo, la trama del don y contradón que urde el Estado con los beneficiarios populares no se restringe a la entrega de la vivienda, sino a complejas transacciones en las cuales un derecho se transforma en deuda. Atrapado en un

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