Resistir Buenos Aires. María Carman
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El capítulo de Natalia Jauri y María Paula Yacovino traza un recorrido sobre los nuevos asentamientos urbanos en Buenos Aires, que fueron sancionados oficialmente como una suerte de reverso de las “villas históricas”. Como sugieren las autoras, las categorías estatales referidas al hábitat popular conforman sistemas clasificatorios que organizan y jerarquizan el espacio urbano y a los sujetos como más o menos merecedores del uso pleno y goce de la ciudad.
La utilización de diferentes categorías para designar espacios habitacionales relativamente similares en relación con su origen, morfología, tipo de ocupación, calidad constructiva de la vivienda y posición social de sus residentes delimita quiénes son los destinatarios “apropiados” de ciertas políticas sociourbanas. Si las villas fueron ponderadas por su organización social y antigüedad, los asentamientos fueron imaginados a partir de la ausencia de ese atributo. Esta devaluación instrumental de la categoría nuevos asentamientos urbanos justificó que la principal política estatal orientada hacia estos hábitats haya sido, valga la paradoja, una política de omisión. No azarosamente, los residentes de asentamientos se instituyeron como meros beneficiarios de partidas de alimentos: el asistencialismo se desplegó en forma simultánea al desconocimiento del derecho vulnerado a la vivienda.[18] A partir de una reconstrucción sociohistórica, las autoras sugieren que la forma en la que se clasifica es también una disputa por la redistribución de recursos de bien común.
En el capítulo siguiente, Nela Gallardo Araya analiza la instalación de una huerta orgánica en el barrio de Caballito como una práctica de recuperación del espacio público. La Huerta Orgázmika tuvo su origen en la asamblea barrial de Caballito en 2002, cuando un grupo de vecinos se propuso recuperar un predio abandonado y crear un proyecto comunitario social y ecológico. Desafiando las disposiciones higienistas de los cuerpos, esta experiencia colectiva de agricultura en la ciudad se gestó junto con otros espacios recuperados de la ciudad tras la crisis socioeconómica de 2001.
Aceptada inicialmente por la comunidad, la huerta perdió legitimidad con la reactivación económica del país. Las actividades allí realizadas fueron consideradas, tanto por el poder local como por algunos vecinos de clase media, excesivamente públicas y riesgosas.
Desde el punto de vista de sus practicantes, las huertas urbanas mostraron ser algo más que alimentos. Sin grandes cosechas, y desde una dimensión más vivencial que utilitarista, las huertas pusieron en cuestión formas consolidadas de vivir y practicar el espacio público, pues comportaban un arraigo en tales ámbitos que, para otros sectores, resultaba inconcebible.
En el último capítulo, Ana Fabaron reflexiona sobre la heterogénea producción de paisajes en el barrio de La Boca, un territorio donde coexisten situaciones de déficit habitacional crítico con procesos de reconversión urbana orientados al consumo y una tradición de simbolizaciones –el Puente Transbordador, los conventillos multicolores, el azul y oro y las murgas– que responde a su singular historicidad.
En sintonía con el capítulo anterior, la perspectiva del habitar de Ingold (2000) resulta un aporte clave para repensar los paisajes en estrecha relación con las prácticas cotidianas de sus habitantes: un work in progress en que algunos elementos persisten al paso del tiempo, mientras que otros afrontan cambios más sutiles o drásticos. Para sumar complejidad al asunto, los mismos signos barriales –como el azul y oro– son puestos en escena por planificadores urbanos o habitantes populares con sentidos disímiles e incluso contrapuestos.
Fabaron analiza las apropiaciones espaciales en distintos rincones de La Boca, como el caso de el Playón: allí los jóvenes juegan al fútbol, una murga realiza sus ensayos, y se pintan y repintan murales. Estas prácticas de imagen se reelaboran en diálogo con los repertorios simbólicos ya consolidados del barrio; al hacerlo, se disputa activamente el orden visual público y los sentidos de lugar. En esta y en otras situaciones analizadas en este libro, las sutiles tramas de las prácticas populares no pueden ser capturadas en un marco simplista de la sumisión o la rebelión (Fonseca, 2018: 145), sino que nos ofrecen el retrato de “seres precarios y a la vez actuantes” (Butler, 2017: 155).
Así, los capítulos del libro trazan una pintura colectiva a partir de impugnaciones prácticas que pueden pasar desapercibidas incluso para sus propios protagonistas: las manos en la tierra, en el tacho de pintura, en los residuos o en el expediente son anclajes de saberes y voluntades que escapan a las sombras, al silencio o a la conformidad con lo que ya existe. Se trata de un movimiento de los cuerpos –pero también de los enunciados– que pretende conquistar esos lugares en apariencia exclusivos y excluyentes de la vida en común: un impulso vital a seguir ocupando la ciudad.
¿En qué circunstancias esos saberes y haceres profanos que disputan sentidos sedimentados en cada ámbito pueden completar una trayectoria de visibilidad? ¿Y qué rol nos compete a nosotros como científicos sociales para lograr políticas más equitativas que aquellas que se implementan desconectadas de los territorios y las personas?
Si este libro fuese, en lugar de una pintura, una voz, acaso diría: ¡esta es, también, nuestra ciudad! Ojalá que esas experiencias, en apariencia fragmentadas, contribuyan a repensar las políticas públicas desde una praxis popular.
Bibliografía
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