Formas dignas de co-existencia. Carlos Enrique Corredor Jiménez
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La globalización es un ejemplo de esta generalidad, y como un proceso impulsado por las empresas y las políticas neoliberales, es cada vez más un factor que amenaza todas las formas de diversidad, heterogeneidad y variedad; especialmente, la de expresión biocultural.
Así pues, se hace necesaria una apuesta que facilite la configuración del territorio como soporte para un conjunto de significados hechos por la experiencia vital de la comunidad humana, que ha interactuado con él y en él a través de generaciones sucesivas. Este llamado tiene en cuenta una perspectiva crítica y una ruptura asociada a la tendencia a la desterritorialización por parte de los discursos dominantes. Víctor Toledo y Narciso Barrera-Bassols (2008) insisten en la importancia de reconocer el territorio como fuente de las mayores reservas de biodiversidad, al mismo tiempo que lugar de práctica y recreación de la diversidad sociocultural. Es esta relación entre la diversidad biológica y la cultural (la memoria biocultural) el punto de partida a través del cual los pueblos son reconocidos como moradores y conocedores de hábitats bien conservados, cuya funcionalidad se mantiene gracias a sus creencias, sus conocimientos y sus prácticas. Sin caer en el esencialismo, es importante reconocer la importancia de los pueblos indígenas para la conservación de la biodiversidad, y viceversa, ya que ellos habitan una porción sustancial de los ecosistemas menos perturbados del planeta (Toledo y Barrera-Bassols, 2008).
De acuerdo con lo planteado, revisemos algunas de las características del territorio en el que nos encontramos, para poner en contexto los desafíos regionales del desarrollo. América Latina posee gran biodiversidad: en ella se ubican tres de los países más diversos del planeta: Colombia, Brasil y Ecuador. La mayor parte de dicha biodiversidad está representada por especies endémicas; es decir, especies con distribución restringida (NatureServe, 2005). Además, es territorio de gran diversidad cultural, encarnada en diferentes grupos humanos y sus expresiones simbólicas y sociales (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). En nuestro continente, además, cobra importancia la agricultura tradicional campesina, con alrededor de 16 millones de unidades de producción campesina, que originan el 51 % del maíz, el 77 % del fríjol y el 61 % de la papa (León y Altieri, 2010). Entonces, aunque desde 1980 la población urbana es predominante, todavía hoy la agricultura tradicional campesina es responsable de la seguridad alimentaria del país (Forero et al., 2013) y de la región (Toledo y Barrera-Bassols, 2008). Desde este breve contexto latinoamericano, consideramos que resaltan dos ideas: la necesidad de valorar y conservar nuestra diversidad biológica y cultural, así como la apremiante necesidad de generar un desarrollo con enfoque rural, que haga tangible un bienestar común.
Históricamente, la naturaleza y las sociedades latinoamericanas han sido protagonistas, ininterrumpidamente, de constantes procesos de hibridación3. Esto último no es sinónimo de fusión sin contradicciones; dicha hibridación, producida en un espacio intercultural, está llena de proyectos nacionales de modernización y nuevas formas de conflicto. En ese sentido, como señala Papastergiadis, es “tanto el ensamblaje que ocurre cada vez que dos o más elementos se encuentran, y la iniciación de un proceso de cambio” (2000, p. 170).
Papastergiadis destaca también el aspecto de una transgresión que pueda tener la hibridación, al señalar que
[…] en la medida en que el proceso de formación de identidad se basa en la premisa de una frontera exclusiva entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, lo híbrido, que nace de la transgresión de esta frontera, figura como una forma de peligro, pérdida y degeneración. (2000, p. 174)
Es decir, la hibridación podría inscribirse en una hegemonía reproduciendo relaciones de dominación; sobre todo, si se la considera, por ejemplo, un símbolo de resistencia del colonizado, quien genera una contaminación de la ideología, la estética y la identidad imperial que ataca la dominación colonial (Kraidy, 2005, p. 58).
Para el caso de Colombia y desde esta necesidad de deconstruir el desarrollo insostenible y reconstruir manifestaciones tangibles de bienestar mutuo, la hibridación va dirigida a trascender las únicas formas de referenciación o identificación sobre el desarrollo, teniendo en cuenta que, sin ser un caso único o aislado, Colombia es un país fascinante como lugar de observación, porque presenta varias formas de conflicto: el que concierne al uso de la tierra, la protección del territorio y los problemas políticos; en particular, su soberanía frente, entre otras cosas, a la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos o los acuerdos de La Habana (2016). Y la evidencia del enorme potencial como país en diversidad biocultural, acompañada al mismo tiempo por una asociatividad que busca protegerla, pero difícilmente se mantiene.
Esto plantea varias cuestiones, relacionadas con: ¿cómo las lógicas y los modos de acción hacia la protección de la diversidad biocultural ponen a prueba la capacidad del Estado colombiano? Y, al mismo tiempo, ¿cómo es posible la configuración de un bienestar territorial según una apuesta de desarrollo propio? De ahí se desprenden otros interrogantes relacionados con las formas de conflicto, cuando se observan experiencias colectivas que buscan defender la producción de alimentos sin modificación genética o las reservas naturales del extractivismo, o que buscan asegurar una reactivación del verde de los espacios urbanos y la protección de las semillas nativas, o, finalmente, que tratan de construir una ética de cuidado ambiental capaz de minimizar las consecuencias del modelo económico actual, el cambio climático y el olvido de la memoria biocultural.
Frente a la necesidad de generar un acuerdo alternativo al desarrollo que pase del discurso hegemónico respeto a la diversidad biocultural presente en Colombia, se ha estudiado la alternativa del buen vivir, alternativa potenciada por la firma de los acuerdos de paz de La Habana, entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), donde, a través de esta narrativa, ambos actores se comprometen a impulsar el bienestar de las comunidades y los territorios. Claro para algunos, difuso para muchos, esta forma de entender la idea de “desarrollo”, principalmente en América Latina, nos invita a indagar sobre su origen, sus fundamentos y las implicaciones que para cada territorio genera la adopción de esa narrativa. Buscar animar la discusión sobre el buen vivir como narrativa desarrollista anticolonial o como referente de reconocimiento de las buenas co-existencias en los territorios, responde al esfuerzo por reforzar procesos políticos y organizativos de comunidades rurales y urbanas en Colombia, así como por visibilizar sus prácticas y facilitar el intercambio de conocimiento y saberes en diversidad biocultural desde un enfoque territorial. No obstante, aquí es importante reconocer que muchas comunidades no se sienten identificadas con el buen vivir, al que nuevamente miran de reojo, al considerarlo una etiqueta homogeneizante.
La narrativa del buen vivir está ligada a la reproducción de formas comunales de vida y a una visión del futuro que no necesariamente está conciliada con ideas como “progreso” y “desarrollo”, sino, más bien, como revaloración de la Madre Tierra, de la Pacha Mama, y que cuestiona, por lo tanto, el antropocentrismo y encuentra en la reciprocidad una racionalidad a la cual recurrir; tal vez no de manera exclusiva, pero tampoco excluyéndola por completo, sino, más bien, enhebrando con otras, de manera compleja y creativa (Montoya et al., 2017)4, a partir de esa transgresión de la que se hablaba desde la hibridez.
El llamado que estas prácticas del vivir bien lanzan a la academia invita a insistir cada vez más en la exploración que desde la comprensión del universo, las necesidades y el sentir del otro, podemos dar para generar los primeros pasos en una relación de mutuo reconocimiento diverso y plural de los procesos de construcción de nuevas realidades, que se concretan según la voluntad de actores subalternos con capacidad para crear nuevas formas de relacionamiento social