Formas dignas de co-existencia. Carlos Enrique Corredor Jiménez
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Otro punto importante aquí es la forma como los problemas ambientales han logrado que la sociedad civil se movilice —especialmente, los jóvenes— y actúe frente a las propuestas gubernamentales que amenazan el futuro. Ejemplo de esto es el reciente discurso de Greta Thunberg (2019):
Me han robado mis sueños y mi infancia con sus palabras vacías. Y, sin embargo, soy de los afortunados. La gente está sufriendo. La gente se está muriendo. Ecosistemas enteros están colapsando. Estamos en el comienzo de una extinción masiva. Y de lo único que pueden hablar es de dinero y cuentos de hadas de crecimiento económico eterno. ¿Cómo se atreven? Por más de 30 años, la ciencia ha sido clarísima. ¿Cómo se atreven a seguir mirando hacia otro lado y venir aquí diciendo que están haciendo lo suficiente, cuando la política y las soluciones necesarias aún no están a la vista?
Consideremos ahora la discusión ambientalista de las décadas de 1950 y 1960: estas se centraron en el tema fundamental de los límites del planeta y de los recursos que este provee a la humanidad, dado el crecimiento demográfico y la necesidad creciente de consumir mayores niveles de energía y materiales por la propuesta universal del desarrollo, pues el crecimiento económico implica mayores tasas de consumo de materiales (Tamames, 1980). En este escenario se crearon dos posturas definidas, las cuales, aunque con múltiples matices, marcan el imaginario de qué es conservación. Por una parte, los ecologistas partidarios del crecimiento “cero”; por otra, los desarrollistas partidarios de la continuidad del modelo imperante, con la idea de que la ciencia y la tecnología resolverán a futuro los problemas ambientales (Tamames, 1980).
Por lo anterior, se generalizó la idea de que si se quería conservar la diversidad y la funcionalidad de los ecosistemas se debía abandonar el desarrollo. Dicha propuesta generó enormes conflictos
[…] y colocaba a los partidarios de la ecología al margen de las aspiraciones de la mayor parte de las comunidades, especialmente de aquellas de los llamados países del Tercer Mundo, donde las malas condiciones de vida de un gran porcentaje de habitantes se atribuyen a la falta de desarrollo. (Wilches-Chaux, 1997, p. 58)
Se pensaba entonces que los ambientalistas eran enemigos del progreso, y, por lo tanto, de los intereses de las clases más pobres; o, visto de otra manera, que la conservación y la lucha por el medio ambiente eran cosa exclusiva de los países ricos. No obstante, el auge del pensamiento ambiental desde países no desarrollados y las críticas a los ideales del desarrollo y el progreso, como alternativa única para conseguir el bienestar humano, han transformado la visión inicial de la conservación y el ambientalismo como un asunto de “ricos”.
Muchos científicos del denominado “Tercer Mundo” han contribuido a deconstruir esta visión. Entre ellos podemos citar a: Augusto Ángel Maya (colombiano), quien plantea una nueva visión de la relación sociedad-naturaleza; Arturo Escobar (colombiano), con su obra La invención del Tercer Mundo; Amartya Sen (indio), premio Nobel de Economía en 1998, por su trabajo sobre la economía del bienestar; Manfred Max-Neef (chileno), con su propuesta de desarrollo a escala humana y famoso por su frase “La economía está para servir a las personas y no las personas para servir a la economía”, y, finalmente, Miguel Altieri (chileno), con su propuesta de la agroecología para lograr una agricultura sustentable.
Todos ellos, aunque desde diversas disciplinas y enfoques, convergen al indicar la imposibilidad del desarrollo como se lo ha planteado desde las Naciones Unidas, y, por tanto, sugieren la necesidad de que este ideal se transforme para alcanzar un “real bienestar conjunto”. La crítica central al desarrollo supera el argumento demográfico, y propone, en cambio, que el problema es que este proyecto civilizatorio pretende reproducir en todo el mundo las mismas condiciones de los países llamados “desarrollados”: altos niveles de industrialización y urbanización, tecnificación de la agricultura, rápido crecimiento de la producción material y de los niveles de vida, adopción cultural y educativa de los valores de vida “modernos”, y la consecuente extensión de la tríada de capital, ciencia y tecnología como camino único hacia la paz (Escobar, 1998).
El hecho de que el desarrollo se construya como una solución única para un sinnúmero de realidades diversas, diferentes opuestas y contrastantes, hace que para la mayor parte de las sociedades “no desarrolladas” los costos de dicha estrategia sean enormes. Esto se ha observado desde hace mucho; incluso, por las Naciones Unidas, que en 1951 reunió un grupo de expertos a fin de crear políticas y acciones para el desarrollo económico de los llamados “países subdesarrollados”. En tal documento se reconocen claramente los costos del desarrollo:
Hay un sentido en el que el progreso económico acelerado es imposible sin ajustes dolorosos. Las filosofías ancestrales deben ser erradicadas; las viejas instituciones sociales tienen que desintegrarse. Los lazos de casta, credo y raza deben romperse; y grandes masas de personas incapaces de seguir el ritmo del progreso deberán ver frustradas sus expectativas de una vida cómoda. Muy pocas comunidades están dispuestas a pagar el precio del progreso económico… (Escobar, 1998, p. 20).
Martha Nussbaum aporta, con su enfoque de las capacidades, un valioso argumento acerca del desarrollo, al señalar que en realidad todos los países están “en vía de desarrollo”, aun cuando esa expresión se utilice en ocasiones tan solo para referirse a las naciones más pobres: todos los Estados tienen mucho margen de mejora en lo tocante a proporcionar una calidad de vida adecuada para toda su población, dado que los países a los que se considera “desarrollados” también contienen grandes desigualdades (Nussbaum, 2012).
Aquí es importante resaltar el nexo existente entre dos miradas críticas del desarrollo, la social y la ecológica, que muestran cómo los conflictos sociales están muchas veces ligados a la contaminación y la pérdida de acceso a los recursos naturales y a la pérdida de servicios ecosistémicos. En consecuencia, la conservación y el ecologismo no son un asunto de países ricos: son un asunto de equidad y justicia social; por tanto, se puede hablar de un conflicto distributivo central a causa del desarrollo, y en el que algunos países reciben más perjuicios ecológicos y sociales que otros en ese juego económico (Martínez-Alier, 2000).
Si el desarrollo tiene que ver con mejorar la calidad de vida de las personas, parece necesario tomar decisiones inteligentes y con la participación dedicada de muchos individuos: las teorías dominantes que han orientado históricamente la decisión política en este terreno han canalizado la política del desarrollo hacia elecciones que son erróneas desde el punto de vista mismo de una serie de valores humanos ampliamente compartidos en todo el mundo, como el respeto a la igualdad y el respeto a la dignidad (Nussbaum, 2012).
Diversificando la hegemonía del desarrollo
Hoy el mundo está en el fondo de una grave crisis de diversidad ecosistémica y cultural. Ambas