La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid
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Mi padre y sus amigos habían pasado la vida luchando. Eran hombres de la Séptima Legión, acostumbrados a tener que pelear en destinos periféricos, mal pagados y con escasos medios militares. Ello había conformado toda una forma de ser: eran escépticos, críticos y solo reconocían valor al dinero. Con la victoria de Septimio Severo, la suerte les había mirado directamente a la cara. Por fin había llegado el momento de regresar y prosperar con la recompensa del nuevo emperador. Algunos se convirtieron rápidamente en asentados plutócratas al frente de los cargos municipales que pudieron agenciarse. Otros pasaron al grupo restringido de los grandes, favorecidos por el príncipe y por la habilidad de sus especulaciones. La ostentosa Emerita era generosa en asignaciones imperiales y en «aguinaldos» nobiliarios. Pero mi padre estuvo entre los que optaron por cobrarse el favor en tierras; siempre desdeñó las intrigas de la ciudad y su ambiente enrarecido.
Aun así, como tantos otros caballeros de Emerita, conservó una casa en la urbe, aunque la mayor parte del año la pasábamos en la villa rústica. Si no hubiera sido por la obligación del culto oficial, estoy seguro de que apenas habríamos puesto nuestros pies en aquellas calles atestadas de gente. Pero, al menos en dos ocasiones al año, había que acudir para presentarse ante los dioses del Imperio.
Guardo nítidos recuerdos de aquellos viajes a Emerita. Los días precedentes a la partida exasperaban a las mujeres de la casa, apresuradas por los preparativos. Llegada la madrugada, sentía los brazos de mi madre alrededor del cuerpo y cómo estos me levantaban del lecho y me transportaban por los pasillos en penumbra. Después, el fresco del exterior en el rostro y el denso rumor de los pájaros removiéndose entre los árboles. Entonces entreabría perezosamente los ojos y comprobaba que estaba en la carreta, acostado junto a mis hermanos. Por las aberturas de los toldos entraba la primera luz de la mañana. Se escuchaban las órdenes y las varas chocaban contra la piel de los bueyes, las pesadas ruedas chirriaban y la comitiva emprendía su marcha. Yo me recogía con gusto entre las mantas y deseaba aguantar sin dormirme para saborear aquel momento que tanto había deseado en los días anteriores, pero el sueño me vencía y me rendía plácidamente en sus brazos.
Cuando el sol estaba ya alto, despertábamos y se retiraban los cortinajes: atravesábamos los puentes de piedra que sostienen la calzada sobre el río y veíamos los barcos de los pescadores sobre el agua.
Forzando el paso, el viaje hasta Emerita podía hacerse en una jornada, pero mi padre prefería hacer noche por el camino y llegar a la mañana del día siguiente. Para los niños aquel era el mayor aliciente del camino.
La calzada sigue paralela al río mientras recorre las vegas arenosas. Más adelante asciende por los cerros y llega frente al lago de Cornalvo, al que circunda para ir serpenteando hasta los muros de la ciudad. Hasta llegar al lago, el trayecto es agreste, entre encinares y alcornocales poblados de jaras. El agua sorprende, como un gran espejo de plata entre el verde parduzco. Cuando las primeras carretas llegaban junto a la orilla, se levantaba una estruendosa multitud de aves acuáticas y los gansos corrían sobre el agua, extendiendo las alas y lanzando el cuello hacia delante.
Los carros bordeaban la orilla hasta llegar junto a la presa, construida con grandes sillares de piedra. Allí nos deteníamos para pasar la noche en nuestros propios vehículos, porque las posadas cercanas a Emerita eran lugares poco recomendables. Cuando amarraban los bueyes, saltábamos a tierra y corríamos hasta el agua para zambullirnos y nadar placenteramente.
Por la mañana, poco después de dejar atrás el lago, se divisaba por primera vez la ciudad desde unos altos cercanos: los fuertes muros de piedra, los puentes sobre el río, los templos emergiendo entre los barrios laberínticos, el foro majestuoso y los acueductos volando sobre los huertos ordenados. Después de tantos meses en el campo, el conjunto de la urbe resultaba impresionante.
La entrada natural a nuestro barrio estaba en la puerta de Norba, por lo que había que bordear la muralla exterior casi hasta el río. Los carros no podían penetrar por la abertura, de manera que se quedaban en la explanada y los bultos se transportaban a lomos de las bestias hasta la entrada de la casa. Aquellos muros elevados y aquel laberinto de calles abarrotadas de gente producían vértigo a la mente de un niño.
Nuestra casa estaba en la vía Lautitia, en el lado de la muralla que daba al río, no lejos de la puerta de Norba. En la parte trasera había un jardín, rodeado de emparrados, con una piscina en el centro, mandada construir por mi abuelo, que fue muy aficionado a los baños. El agua la subía una noria desde el río, cuya orilla estaba a pocos metros de la muralla, a la que daban la parte posterior de los patios. Desde la terraza se veían los puentes y las soberbias villas que hay al otro lado del río, los blancos templos marmóreos que salpicaban los prados, los caminos sagrados y las tumbas de las familias notables.
Si se miraba hacia el interior de la muralla, sobrecogían los magnos edificios públicos y las cornisas rematadas por acroteras aladas, sobresaliendo entre la infinidad de tejados y terrazas. Al fondo, fuera ya de los muros, estaba el monte de Marte, con sus construcciones rosadas, bañadas por la luz de la tarde y, detrás, la espesura de los bosques de alcornoques.
Las estancias estaban edificadas alrededor de un patio cuadrado, a cuyo interior se abrían puertas, ventanas y escaleras; pero, a diferencia de otras, que en la calle mostraban un muro ciego y macizo, tenían ventanas al exterior y una hermosa balaustrada que protegía la terraza superior. Toda la casa delataba el gusto nórdico de mi abuelo materno, que era oriundo de Tarraco y había vivido su juventud frente a los límites de la Galia. En las paredes del atrio estaban dispuestos ordenadamente los medallones polícromos con el rostro de sus antepasados, algunos descascarillados ya, con sus nombres escritos en tablillas al pie de cada uno. Mi padre amenazaba a menudo con retirar aquellas figuras que lo hacían sentirse en una casa extraña, pero un cierto temor a la memoria de los muertos le impidió siempre dar cumplimiento a su propósito.
3
Yo nací el mismo año en que murió asesinado el emperador Heliogábalo. Mi padre supo la noticia de la muerte de aquel descentrado pocos días después de mi llegada al mundo; supuso que había sido un feliz presagio y decidió ponerme de nombre «Félix». Por aquel entonces, reinaba el descontento entre la gente como mi padre, acostumbrada al orden de los tiempos de Septimio Severo. Las locuras de su sobrino oriental desconcertaban a los militares. Severo Alejandro trajo de nuevo la estabilidad y los caballeros se sintieron más cómodos.
Mientras fui menor de nueve años tuve que vivir la suerte de los niños, al cuidado de las mujeres y privado de la libertad que gozan los mayores. Pero, acabado el período de la infancia, pasé a manos del pedagogo que ya se había ocupado de mis seis hermanos mayores. Hasta entonces, yo los veía aprender lleno de envidia. Creo que por eso saqué tanto provecho a las enseñanzas del viejo Jano.
Jano era un liberto oriundo del Ponto, contratado por mi padre cuando el mayor de sus hijos llegó a la edad en la que se precisa aprender. Era ya muy maduro cuando llegó a Villa Camenas y había servido en el oficio de educar desde sus tiempos de esclavo. Su aspecto era poco agradable y sus gestos afectados. Mi padre sabía que disfrutaba contemplando a los muchachos. Cuando lo presentó en casa, le dijo:
—Mira cuanto te plazca, pero el día que toques a uno de mis hijos, yo mismo te cortaré las manos.
Como mis hermanos estaban presentes, pudieron