La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid Harper Bolsillo

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esperando a que cesara la granizada. Después empezó a llover con fuerza, y el agua corrió enseguida por delante de la casa. Al cabo de un rato, se oyeron voces a lo lejos, pero no se distinguía lo que decían. Entonces apareció Tucio, que llegaba desde su casilla, junto a las caballerizas.

      —¡En la casa estoy yo solo! —grité—. Mi madre y las criadas están todavía junto al río.

      —¡Por Ceres! Esta tormenta es muy fuerte, espero que no hayan cruzado hacia el bosquecillo de la isla.

      Tucio entró en la casa y encendió antorchas, pero, cuando intentábamos ir hacia el río, el viento las apagaba. Los dos permanecimos esperando, bajo el pórtico, sin saber qué hacer.

      Entonces se oyeron voces de nuevo y llegó entre la oscuridad mi tío Silvano, corriendo, empapado y con aspecto angustiado.

      —¡Se ha ido por el río! Ayudadnos. No vemos nada —gritó entre sollozos.

      —¿Quién? —preguntamos a la par.

      Nos precipitamos a oscuras por el camino que baja hasta el río, resbalando y enfrentados a la lluvia que azotaba con furia. Cuando llegamos junto a las alamedas la oscuridad era aún mayor.

      Yo corrí impotente en una y otra dirección de la orilla y me topé varias veces con Tucio y con los demás que, desconcertados, se gritaban unos a otros ante la imposibilidad de hacer nada.

      —¿Por dónde? ¿Por dónde se ha caído? —oí gritar a Tucio.

      —Iba en la barca —contestó una de las mujeres.

      —¡Dormida, estaba dormida! —dijo otra llorando—. ¡Se habrá ahogado!

      —¡Hay que seguir la dirección de las aguas! —dijo uno de los criados que se había sumado a la búsqueda.

      Durante un buen rato estuvimos corriendo en la dirección de la corriente. Cuando la luna aparecía tras las nubes, iluminaba el río y se veía la fuerza con la que corrían las aguas; saltaban por encima de los islotes y transportaban troncos y ramas.

      No había ni rastro de la barca. Luchamos hasta el agotamiento contra la oscuridad y la tormenta. Cuando por fin empezó a amanecer, nos dimos cuenta de que las aguas iban muy crecidas y turbias e invadían las orillas más allá de los límites del cauce.

      El sol estaba ya alto y todavía no habíamos dado con ninguna señal que nos devolviera la esperanza, por lo que empezamos a desfallecer.

      Corrimos de un lado a otro, oteando cada entrante del río y cada objeto que flotara. Tucio se acercó a mí y me sujetó por los hombros.

      —¡Habrá que ir a las haciendas vecinas para buscar más gente! —dijo.

      El cielo estaba despejado y el aire llevaba ya largo tiempo calmado, pero el agua corría aún turbia y con fuerza. Estaba a la vista lo difícil que era encontrar algo en el río.

      Llegó gente de todos los alrededores para ayudarnos en la búsqueda y partió un criado hacia Emerita para buscar a mi padre.

      En torno al mediodía, apareció la barca, semioculta y derecha entre los materiales que había arrastrado la corriente. Perdimos entonces toda esperanza de encontrar a mi madre con vida, y nos dispusimos a buscar el cuerpo en el barro de las orillas.

      Mi padre llegó de madrugada. Nos encontró en el río, porque ni de noche interrumpimos la tarea. Lo acompañaban mi tío Hiberino y algunos de sus compañeros. Lo primero que hizo al descender del caballo fue agarrar a Silvano por el cuello y arrastrarlo hasta el agua para ahogarlo (el sacerdote de Isis había desaparecido hacía algunas horas sin que nadie le viera marcharse). Entre todos sujetamos a mi padre y Silvano salvó su vida. Después, aterrorizado, contó todo lo que había sucedido la noche de la tormenta: él y el sacerdote habían llegado a media mañana con algunas sacerdotisas para preparar el rito; limpiaron el ara y colocaron la imagen de madera que tenían guardada en un escondite. Mi madre se había propuesto ofrecerse a la diosa y para ello había que realizar un Navigium Isidis. El rito consistía en adornar una barca y colocar en ella a la iniciada, dormida mediante algunas hierbas, para lanzarla por el río en la dirección de la corriente, siguiéndola por la orilla, hasta que recalase en algún punto, para escoger aquel lugar como el idóneo para realizar el culto a los muertos. Eligieron aquella noche porque era luna llena, pero no contaron con la tormenta. Aunque había nubes en el cielo, el agua se movía serena por el cauce. Hasta que empezó a llover con fuerza y se levantó el viento. La corriente se hizo más intensa y desapareció la luna; súbitamente perdieron de vista la barca y ya no volvieron a verla. Cuando se dio cuenta de lo que había pasado, Silvano corrió hacia la casa para pedir ayuda.

      Por la tarde, aquel mismo día, unos pescadores encontraron el cuerpo de mi madre río abajo, detenido en una junquera. Los gritos de las mujeres llegaron hasta la orilla, donde nosotros continuábamos la búsqueda. Yo no lo vi, porque Tucio me llevó aparte, pero escuché a mi padre sollozar, lamentarse y maldecir, rabioso.

      Por un momento, sentí que aquello no era real, sino parte de una de las tragedias que se representaban en el teatro. Pero cuando se hizo la noche sentí un vacío profundo y una soledad infinita.

      Trasladaron el cuerpo de mi madre a Emerita y lo expusieron durante tres días en el atrio de la casa, junto a los manes de nuestros antepasados, con el rostro cubierto por una máscara de cera que quería recordar la mejor de sus sonrisas.

      El tercer día por la tarde, el cortejo fúnebre recorrió el puente, hasta la otra orilla, donde estaba la casa de mi abuelo Quirino y la sepultura de mi abuela, frente a la cual habían elevado la pira. Cuando encendieron el fuego, volví a experimentar una sensación de irrealidad al mirar en torno y ver reunidos a todos los familiares y amigos, pero busqué el rostro de mi madre y su ausencia me devolvió a la verdad.

      La urna fue a descansar al sepulcro de mi abuela, y así mi madre se unió a quien había añorado toda su vida. Pero como había sido una muerte trágica, mi padre decidió hacer sacrificios a Saturno y a Rea para que le abrieran la morada feliz. Las ceremonias fueron el día siguiente al entierro, en el templo dorado. Salia estuvo todo el tiempo a mi lado y, cuando la plegaria invocó al dios para que dulcificara el camino del alma, extendió el brazo por mis hombros y juntó su mejilla con la mía. ¡Qué dulce podía llegar a ser algunas veces!

      Terminadas las exequias, mi hermanastra siguió a mi lado a la salida del templo.

      —¿Quieres pasear por los huertos? —preguntó.

      Hice un gesto afirmativo y ambos nos encaminamos hacia el foro, para salir por la puerta secundaria que abre la ciudad a los huertos. El camino que bordea los muros estaba lleno de gente que retornaba a la ciudad. Los bandos de palomas buscaban sus palomares y los vencejos, sus nidos colgados del acueducto. Había frutas maduras en los árboles y calabazas amarillas abajo, en la vega. El sol se apagaba en el río con la premura con la que suele marcharse en las tardes del final del verano.

      7

      Ya no volví a vivir en Villa Camenas. Después de las honras fúnebres, cuando mi padre estimó pasado un tiempo prudente, decidió vestirme con la toga viril, pero la ceremonia quedó ensombrecida por los recientes sucesos. Escogió para el acontecimiento la fiesta de Baco, en las calendas de abril, como hiciera su padre cuando a él le llegó su momento. No hubo banquete. Todo transcurrió en íntimo ambiente familiar, por lo que los esperados regalos fueron escasos. Ofrecí mi sacrificio en el alto templo

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