La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid Harper Bolsillo

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y pastores de las alquerías vecinas.

      Desde aquel mismo día la vida cambió para mí. A la mañana siguiente trasladaron mis cosas a Emerita y dejé definitivamente al pedagogo, que se quedó al cuidado de un discípulo, en el campo.

      Me instalé en la casa de vía Lautitia y, al principio, creí no ser del todo libre, pues mi padre me puso bajo el cuidado del auriga principal de su negocio circense, Lico, para que me sirviera de entrenador y vigilara mi proceder en la ciudad. Además, encargó a mi tío Hiberino que estuviera pendiente de mí y me orientara hacia el estudio de las leyes. Pero el auriga se convirtió pronto en un amigo y mi tío, incapaz de llevar control sobre sí mismo, ¿cómo iba a ejercerlo sobre la vida de los demás?

      Mi padre tenía otra casa pequeña, junto a las cuadras en las que guardaba sus carros y sus caballos, extramuros, en la zona del circo, donde estaban establecidos los negocios de esta índole. Allí había vivido Lico hasta que le ordenó que se trasladara a mi cargo, a la casa de la vía Lautitia. Él no solo era un auriga insuperable, cuidaba del negocio con la resolución del que goza de la absoluta confianza del amo. Era liberto: había sido manumitido por mi padre durante el transcurso de un banquete en el que celebraba las nueve victorias seguidas que consiguiera en los juegos de mayo. Entonces tenía veinte años y nadie podría adivinar ahora que ya había superado los treinta y cinco. Era menudo, ágil y bien proporcionado. Acostumbrado a los duros entrenamientos que requería su oficio, se retiraba durante largas temporadas en las que no frecuentaba la vida pública. Estas desapariciones le daban un aire de misterio que enriquecía su popularidad en el barrio de las tabernas y en los tugurios de moda.

      Mi tío Hiberino era abogado. Como otros reconocidos juristas de su tiempo, enredaba en los círculos de la política y asesoraba a los cargos municipales y provinciales, pero sin meterse de lleno en los asuntos del gobierno. Un retrato que tenía colgado en su despacho recordaba que un día fue un hombre delgado; en ese momento sus carnes escapaban por los laterales de la litera que lo trasladaba de un sitio a otro de Emerita. Como mi padre, había sido elevado con Septimio Severo, tras apoyar al partido del nuevo emperador y trabajar hábilmente en la organización de la nueva administración provincial. Aunque la crisis acuciaba, debió de ganar mucho, porque mucho gastaba. Tenía el orgullo propio de los hombres que se han hecho a sí mismos. Mantenía una mano apretada para los que le debían dinero y la otra abierta para derrocharlo en gastos desorbitados y fiestas para su propio lucimiento.

      Como el que se agencia una soberbia estatua del más famoso de los escultores o una ínsula en el barrio de moda, Hiberino se había procurado la más hermosa y extravagante de las mujeres. Supongo que al principio lo hacía para matar de envidia a los potentados de la ciudad, pero después se enamoró perdidamente y casi todo lo que hacía era para impresionar a su tercera mujer, Eolia.

      Conocí a mi nueva tía recién llegado a Emerita, cuando fui a presentarme a la casa de mi tío para someterme a sus consejos, según había ordenado mi padre. Había escuchado muchas veces que era una mujer espectacular, pero cuando la vi creí que estaba delante de una diosa. Me la había imaginado con la afectación y los abalorios propios de las mujeres adultas, por lo que me desconcertaron su cuello delicado y sus finos hombros de muchacha. Pero eran sus ojos, verdes intensos, sus dientes blancos y sus labios finos los que daban equilibrio a aquel rostro tan alegre y tan digno a la vez.

      Un criado me acomodó en el atrio y me detuve a contemplar las pinturas que adornaban las paredes, escenas pastoriles, jardines, falsas columnas y elementos arquitectónicos hábilmente representados en perspectiva y montañas salpicadas de blancos templos, cuando sentí su voz detrás de mí.

      —¡El pequeño de Trásulo! ¡Por la Magna Mater!

      Me volví y me encontré de frente con aquella mujer tan bella, a la que veía por primera vez, pero que me trataba como a un familiar.

      Todavía no había aprendido a ocultar la sorpresa y me ruborizaba a la primera o quedaba en silencio, buscando palabras oportunas, pues no estaba acostumbrado al trato con gente de la ciudad. Mi tío advirtió mi timidez y se apresuró a ponerme aún más en evidencia.

      —Vamos, no te quedes ahí parado como un muchacho del campo. Eolia, tu tía.

      —Pobrecillo —dijo ella—, debe de estar apenado por la muerte de su madre. En realidad, fue hace tan poco tiempo… Ya nos ocuparemos Hiberino y yo de que te distraigas. Emerita es ideal para un joven de tu edad.

      Aquella mañana me divertí muchísimo porque mis tíos eran muy ocurrentes. Durante un buen rato conseguí olvidar la sombra de los sucesos pasados.

      Eolia estuvo todo el tiempo pendiente de agradarme con halagos y cumplidos.

      —Veo que eres un muchacho fino —dijo—, se nota que tu madre supo transmitirte su estilo. Tus otros hermanos son bien parecidos, pero no han sabido limar las asperezas de la vida rústica. Tú eres distinto. Cuando cambies esas ropas de niño no podrás pasar por la calle sin que se vuelvan para mirarte.

      —Deja que ella te aconseje —dijo Hiberino—. Mañana os acercaréis los dos al sastre para que te hagan ropas a la moda. Se ve que tu padre no te ha instruido para vivir en sociedad.

      —Pero ven temprano para que te corte un poco el cabello. Se me da muy bien, ¿verdad, Hiberino? —añadió Eolia.

      Cuando regresé a casa aquella noche aún no había llegado Lico. Estuve contemplándome en el espejo, tratando de descubrir si mis ropas delataban mal gusto o descuido.

      Lico llegó muy tarde, cargado de vino; el olor a taberna me llegó en cuanto cruzó la puerta.

      —¡Vaya, estás levantado! —dijo, mientras se dejaba caer sobre el diván.

      —He cenado en casa de Hiberino.

      —¿Estaba la bella Eolia? —preguntó con sorna.

      No contesté a la pregunta. Me fijé en las ropas de Lico; me agradaba su estilo juvenil, con la túnica corta, sobre la rodilla, y las correas bien ceñidas desde los tobillos.

      —¿Tú crees que esta ropa que llevo está mal? —pregunté.

      Rompió a reír después de mirarme de arriba abajo.

      —Para Metellinum no está mal, pero ahora estás en Emerita —contestó—. Aquí se cuida mucho el aspecto exterior. Si quieres, mañana podemos ir a comprar algo adecuado.

      —Ya he quedado con Eolia. Me cortará el cabello y me encargará en el sastre ropa a su gusto. ¿Crees que encontrará lo que necesito?

      —¡Por Hércules! No podrás tener mejor maestra en el arte del vestir. Desde que tu tío se juntó con ella parece un senador.

      Por la mañana fui aprisa a casa de Hiberino, impaciente por encontrarme de nuevo con Eolia. Cuando llegué, el atrio estaba aún a oscuras y el criado me dijo que regresara más tarde, porque sus amos estaban aún en el lecho. Pero cuando me disponía a salir, escuché a Eolia llamarme desde el alto.

      —¡Félix! ¡Pobrecillo! Había olvidado que quedé contigo. ¡Sube!

      Apareció cubierta tan solo por una sábana que la envolvía desde el escote y que sujetaba con una mano. El pelo le caía suelto sobre los hombros, largo y con una ligera ondulación, mucho más hermoso que cuando llevaba su peinado habitual, tan estudiado. Cuando estuve en el alto me tomó la mano y me llevó hasta su alcoba. Mi tío estaba en la cama y se revolvió quejumbroso cuando Eolia abrió las ventanas y entró la luz. Me pareció inmenso,

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