La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid Harper Bolsillo

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es siempre el día siguiente —dijo—. Si algún médico encuentra una pócima que mitigue la resaca se cubrirá de oro.

      Alargó la mano hasta la vasija del agua y bebió a grandes tragos.

      Unas criadas entraron portando jarros humeantes y llenaron una bañera que había al fondo, entre unas macetas. Eolia, de espaldas, dejó caer la sábana y se metió en el agua sin pudor. En un gesto reflejo, volví la cara hacia mi tío.

      —No te asustes —dijo—. No hay un cuerpo como ese en toda Hispania. No desprecies la suerte de contemplar algo tan bello por tu escrupulosa conciencia.

      A pesar de la desinhibición de Hiberino, no pude volver a mirar en aquella dirección: no estaba acostumbrado a aquella espontaneidad de costumbres. Después de bañarse, Eolia se vistió detrás de un biombo, mientras canturreaba alegremente.

      —Ven y siéntate aquí —me dijo luego.

      Cuando me hube sentado en el taburete, se situó detrás de mí e introdujo sus dedos entre mis cabellos suavemente, de la nuca hacia la coronilla.

      —Tus cabellos son delicados y brillantes como los de tu madre. Gracias a Zeus no has heredado los rizos espesos de tu padre.

      Yo siempre había lamentado no parecerme a mi padre, pues era fuerte de constitución, ancho de espaldas y de mentón prominente. Mi estatura era mediana y mi cuerpo ágil, aunque no musculoso, de formas semejantes a los miembros de la familia de mi madre, que contaban con fama de ser bellos de rostro. Me halagaban las palabras de Eolia, que me parecía la mujer más hermosa que había conocido. Ella despertó en mí el deseo de gustar.

      Cuando terminó de cortarme el cabello, extendió una mixtura brillante a lo largo de algunos mechones y me perfumó el cuello y los brazos.

      —Solo falta una cosa —dijo.

      Extrajo de un cajón una navaja afilada y rasuró el bozo que me crecía, oscuro, sobre el labio superior y en la barbilla. Después colocó delante de mí el espejo y deleitó de nuevo mi vanidad.

      —¡Qué lástima que no pueda verte ahora tu madre! Verdaderamente eres un muchacho agraciado por la diosa Fortuna, que reparte sus dones donde quiere y dota de belleza a quien ella elige.

      Después de decir aquello, me besó dulcemente en las mejillas y el rubor acudió de nuevo a ellas.

      —Sí, no está mal —dijo mi tío, que acababa de levantarse—. Disfruta ahora que puedes, antes de que acuda la grasa a tu cintura y se descuelguen tus formas, o el pelo se te escape día a día, desde la frente hasta la nuca. El tiempo, que solo perdona a los dioses, tiene ya su sentencia dictada.

      Aquella misma mañana el sastre me tomó las medidas. En pocos días tuve túnicas de los mejores tejidos, una clámide al estilo griego y una trabea blanca adornada con bandas de púrpura. Pronto empecé a gustar el placer de ser admirado en las calles.

      Cuando llevaba cierto tiempo en Emerita me di cuenta de que no echaba en falta la vida campestre. Vivir en la ciudad tenía su propio encanto. Entonces, me sentí lejos de la autoridad de mi padre y sin darme cuenta empecé a actuar de forma opuesta a como él lo hubiera hecho en mis circunstancias. Fue como una liberación y, a veces, como una venganza contra la vida austera y monótona de Villa Camenas.

      Comencé la nueva visión de mi entorno centrando mi admiración en mi tío Hiberino y, sobre todo, en Eolia. Me encantaba aquella casa, y la originalidad con la que ellos resolvían los asuntos cotidianos. Aunque tenía dieciséis años, mi alma era como una tabla sin escritura y brotó en ella el deseo de tener experiencias. A esa edad es difícil resistirse a la seducción de lo externo.

      La misma mansión de mi tío estaba dispuesta para impresionar, y no se organizaba nada sin el disimulado propósito de causar admiración y envidia en los demás. Aquella superficialidad me embargó, y su dulce placer fue también liberación y venganza contra el deseo enfermizo de buscar el sentido profundo de la existencia, heredado de mi madre y de mi abuelo Quirino.

      Mi mente se ahuecó entonces y se enamoró de la vanidad. Debo agradecer a Lico, con su duro entrenamiento, que mi cuerpo no sucumbiera a la obesidad y a la languidez que lo acechaban en aquel régimen de vida. Él me hizo consciente de que un buen armazón físico es el mejor aliado del hombre, incluso a la hora de divertirse.

      Lo había visto someterse a largas privaciones y agotadores ejercicios, con la misma naturalidad con la que se entregaba después al placer y al vino, siendo capaz de tumbar en la taberna al más entrenado de los borrachos. Nunca fui capaz de llevar hasta el extremo aquella alternancia programada, pero aprendí miméticamente a no dejarme arrastrar nunca del todo por el vicio.

      Mi vida social empezó en casa de Hiberino, recién estrenado el rigor del invierno. Ya llevaba yo cierto tiempo empeñado en desterrar de mí cualquier actitud que delatara mi anterior vida en el campo. De manera que comencé a sentirme de Emerita, como si no hubiera vivido jamás en otra parte. Como mi casa era fría y estaba poco acondicionada, mi tío, animado por Eolia, me invitó a pasar el invierno con ellos. Así, pasé a vivir en su opulenta mansión de la vía Lautitia y me sumergí alegremente en su ambiente. Aunque Lico me avisó de que mi padre no aprobaría el cambio, no puso mayor inconveniente, pues las lluvias anegaron los caminos y el entrenamiento de la biga hubo de verse interrumpido. Pero a mí me importaba poco lo que mi padre pudiera pensar: ¡estaba tan lejos, entre las nieblas de Villa Camenas!…

      8

      —Levántate y recoge tu ropa, tu padre viene de camino.

      Lico estaba frente a mi cama, descorriendo las cortinas. Dos criados habían llegado con las cosas de mi padre, mientras que él se había detenido para hacer algunas gestiones. Tuve que trasladarme apresuradamente a mi casa para esperarlo.

      —Es mejor que tu padre no sepa lo que has estado haciendo últimamente, si no tú y yo podemos pasarlo mal —dijo, mientras me acompañaba por mitad de la vía Lautitia.

      Mi padre llegó hacia el mediodía.

      Como estaba muy fatigado del viaje, comió algo y se fue a dormir la siesta. Cuando despertó, a última hora de la tarde, tomó un baño y después comenzó el interrogatorio.

      —He visto al maestro de retórica esta mañana —dijo, con tono distraído, mientras se arreglaba la barba.

      Lico me miró y levantó las cejas, asustado: ambos sabíamos muy bien cómo iniciaba mi padre las reprimendas. Nos mantuvimos en silencio, preparados para lo peor.

      —He sabido que has faltado mucho últimamente. ¿Acaso has estado enfermo? —continuó, sin mirarme.

      No pude decir nada; adiviné en su tono que ya lo sabía todo.

      —¡Contesta! —gritó, atento todavía al espejo.

      —Es muy aburrido. Ya conozco los textos, Jano los repetía siempre.

      Se dio entonces la vuelta y se puso de pie, mirándome fijamente. O él había menguado o yo había alcanzado ya su estatura, porque nuestros ojos se encontraron a la misma altura.

      —¿Y las leyes, también te aburren? Porque he visto asimismo al maestro de leyes…

      En una mano tenía la navaja de afeitar. Las venas de su cuello estaban inflamadas

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