La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid

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La luz del Oriente - Jesús Sánchez Adalid Harper Bolsillo

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no tenía límites.

      Cuando más disfrutábamos en los juegos en honor de Ceres, siendo aún niños, era el día diecinueve, con el fin de las fiestas. Era el día de las zorras en llamas.

      Tucio era el más antiguo de los criados de Villa Camenas. Vivía la mayor parte del tiempo en el monte o en las alamedas del río, dedicado a poner trampas a los conejos o a capturar pájaros con varillas impregnadas en liga. En abril, cuando el sol empezaba a lucir con fuerza, cazaba lagartos para mi padre, que los apreciaba mucho. Él era el encargado de proveer de zorras a las Cerialias, para lo cual se servía de un complicado sistema de cajones, ya que los animales debían ser capturados vivos y en perfecto estado, por lo que los cepos no servían.

      Llegada la medianoche del día diecinueve, se untaba con grasa a las zorras y se les prendía fuego. Después, se abrían los jaulones y se las veía perderse como llamas vivientes, en la negrura del horizonte. Desconozco el origen de este rito; pero mi padre siempre contaba que ese día, en el circo Máximo de Roma, se soltaban zorras con antorchas encendidas sobre el lomo o atadas en su cola. Se hacía en honor a Ceres.

      5

      Cuando llegué a la adolescencia mi alma se fue a las nubes, como suele sucederle a la mayoría de los muchachos. Entonces se dieron en mi familia un cúmulo de circunstancias extrañas y desgraciadas que quedaron grabadas en mi mente, que era aún tierna. La primera mujer de mi padre era dominadora y caprichosa, se negó desde el principio a vivir en Villa Camenas, empeñada en permanecer en Emerita, pues no soportaba estar alejada de sus amistades. Mientras mi padre estuvo ausente aquello no resultó mayor problema. Aunque nunca hubo entendimiento mutuo, en cada una de las temporadas que pasó en casa le dejó un hijo en el vientre. Así nacieron mis cinco hermanos mayores, pero, cuando mi padre regresó para asentarse definitivamente, ella no consintió en aceptar la vida retirada en el campo y se divorciaron.

      Mi padre conoció poco después a mi madre, que era casi una niña, y decidió casarse de nuevo, suponiendo que no le sería difícil amoldar a una mujer joven a su estilo de vida. Mi abuelo, que solo tenía dos hijos, fue generoso en la dote y, entre otros bienes, aportó la casa de Emerita, buscando quizá que no se produjera el alejamiento definitivo. Mi madre se hizo a vivir en la villa rústica sin más complicaciones; y entonces nací yo.

      Pero mi padre siguió siendo poco hábil en el trato con la esposa: la vida castrense y su manera rigurosa de entender las cosas lo habían hecho independiente y solitario e incapaz de manifestar ternura. Pasaba largos días visitando las alquerías de los pastores y vigilando las labores agrícolas, o se enfrascaba en los negocios de los caballos, que le ocupaban mucho tiempo.

      Mi madre tuvo que organizarse la vida por su cuenta. Mis hermanos ya no eran niños cuando llegó a la casa y casi todas las tareas habían recaído en manos de una esclava madura, que se había hecho indispensable al frente de las demás. Para una mujer que había dejado hacía poco los juegos de las niñas, lo más fácil fue despreocuparse. Para colmo, mi padre no consintió en tener más hijos y, después de que naciera yo, la obligó a abortar en los siguientes embarazos.

      Los hijos no suelen ver defectos a sus madres; la mía era una mujer muy hermosa, no es que a mí me lo pareciera. Desde niño me acostumbré a escucharlo constantemente. A menudo me preguntaba qué sentiría mi padre al gozar de semejante favor de la fortuna, pero, cuando llegué a la pubertad, me angustiaba ver cómo apenas la tenía en cuenta y la buscaba con escasa frecuencia.

      Ahora comprendo el porqué de los sucesos que ni el paso del tiempo ni los demás acontecimientos de la vida han conseguido borrar de mi mente. Una mujer inmadura, sola y acostumbrada a no asumir responsabilidades se vio envuelta en aquel mundo confuso y poblado de tinieblas.

      Todo empezó cuando mi tío Silvano la indujo a introducirse en los misterios de Isis, que llevaban ya largo tiempo absorbiendo a las matronas desocupadas y ávidas de emociones. Cuando las almas se ahuecan, sirven de nido a cualquier extravagancia, y aquellas creencias fueron a albergarse donde encontraron sitio preparado.

      Ella tuvo siempre pavor a la muerte: era su obsesión. Siendo todavía niña, su madre había muerto de fiebres, y mi abuelo Quirino se había vuelto extremadamente pesimista. Aunque aquella casa estuvo poblada de caprichos, puedo adivinar que la angustia reinaba en el ambiente.

      Silvano era mayor que mi madre y tenía una imaginación delirante. Andaba siempre recorriendo las reuniones de las mujeres y desdeñaba las tareas de los hombres. En Emerita, pasaba la vida enredado en mil asuntos, pero sin hacer nada provechoso. Y, cuando llegaba a Villa Camenas, siempre se las arreglaba para poner en funcionamiento alguna de sus invenciones: juegos de pelota nuevos, ensayo de algún mimo, confección de vestidos o fiestas bajo la luna. A veces, permanecía más de un mes en casa, hasta que se peleaba con mi madre por alguna nimiedad o simplemente se aburría. Aunque mi padre no lo comprendía, lo toleraba porque entretenía a su mujer y era el único capaz de sacarla de la melancolía. Pero tenía cierta afición a meterse en líos y contaba con abundantes enemigos. En Metellinum era muy mal visto por algunos hombres y, como en Emerita, adorado por las mujeres. En cierta ocasión escuché a un administrador quejarse a mi padre de Silvano, después de que sus hijas frecuentaran alguna de sus reuniones.

      —No hay cuidado —contestó indiferente mi padre—. Mi cuñado es de esos a los que todas aman pero ninguna desea.

      —Sí, pero les mete pájaros en la cabeza y andan soliviantadas —replicó el administrador.

      Aparte de esta, mi padre recibió algunas quejas más, pero nunca pudo imaginar hasta dónde llegarían los desvarios de Silvano.

      En cierta ocasión, mi tío llevó a casa al sacerdote de Isis. Como mi madre sufría terrores nocturnos y gran temor a la oscuridad, a él le pareció oportuno sondear en el mundo de los muertos. Todavía no entiendo cómo mi padre consintió en dejar entrar a aquel extraño vestido de lino y con la cabeza rapada.

      Mi madre estaba poseída por una gran ansiedad y abrió sus brazos a la divinidad, sometiéndose al juicio del sacerdote. En poco tiempo la vi cambiar. Abandonó el adormecimiento y la melancolía en que andaba sumida la mayor parte del día y comenzó a interesarse por algunas cosas: aprendió a tocar la flauta y entonaba dulces melodías; se confeccionó vestidos de lino y trajo tirsos, hiedras y espejos de plata que fue colocando en diversos lugares de la casa. La villa empezó a ser frecuentada por extrañas mujeres que venían a las largas reuniones que presidía el sacerdote; y mi madre viajaba a Emerita al menos una vez al mes para permanecer allí cuatro o cinco días.

      Al principio, se entregó a aquellos asuntos como cosa exclusivamente suya. Después, se fue ganando a las mujeres de la casa y consiguió que mis hermanastras Belona y Salia acudieran a las reuniones. Hasta entonces, mi madre y sus hijastras se habían tolerado en la distancia, odiándose pero sin enfrentarse, pues mi padre detestaba las peleas. Si algo tuvo de bueno el paso de Isis por la casa, fue conseguir la unión de aquellas tres mujeres.

      Nunca me extrañé de que se rindieran a Isis, pues tenían pasión por lo oculto. Inventaban historias de lémures que ellas mismas se creían y luego pasaban las noches en vela, aterrorizadas. Creo que fue la afición a la muerte la que terminó uniéndolas a mi madre y a ellas. Cuando se celebraban los conjuros de los lémures, los días 3, 11 y 13 de mayo, se juntaban y dormían en la misma estancia, con las lámparas encendidas por miedo a los espíritus malévolos, después de haber pasado la tarde visitando los columbarios donde se albergaban las cenizas de los criminales y de los desaparecidos en trágicas muertes. Nunca comprendí aquella manía de perseguir lo que se teme.

      Mi padre toleró el culto a la diosa, aunque aborrecía las religiones orientales, porque unió a sus hijas con su mujer y

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