La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid
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Pero mi padre no quería prescindir de él, por ser inigualable a la hora de recitar sátiras y leer comedias. Era la mayor diversión que tenía el grupo de amigos en las temporadas en las que no había espectáculos públicos. Se reunían en el atrio o en los jardines y escuchaban a Jano, cuyo repertorio nunca se agotaba. En efecto, era capaz de transformarse en hetaira, en tabernero o en senador en el tiempo que se tarda en soltar un estornudo.
Cuando me llegó la hora de recibir sus enseñanzas, Jano estaba ya mermado de fuerzas: seco, escéptico y meditabundo. Se apreciaba que el trabajo se le hacía cuesta arriba.
Pero la desgana del maestro no provenía de la falta de conocimientos. Jano estaba lleno de sabiduría y dominaba ampliamente las materias. Comencé por leer en voz alta y aprendí recitaciones. Solía enfadarse cuando repetía mecánicamente y sin convencimiento las frases. Él quería que adoptara aires de galanura y ademanes teatrales, lo cual me hacía esforzarme e identificarme con el texto. Luego, fui tocándolo todo sin profundizar en nada. Mientras estudiaba las obras que Jano elegía, iba conociendo las leyendas poéticas; la música que me acercaba a la métrica de las odas y los coros de la tragedia; y con ellas las matemáticas, necesarias también para la astronomía; la geografía, siguiendo las peripecias de Ulises en su regreso; y la historia, para saber de los hechos de los grandes y las vicisitudes del Imperio. Cuando la gramática me llevó a la Epístola de Horacio, los Fastos de Ovidio, la Farsalia de Lucano y la Tebaida de Estacio, tenía dieciséis años y conocía ya a los griegos, porque Jano había cambiado. Con mi interés se había enamorado de nuevo de la docencia. Él miraba siempre hacia atrás. Cuando narraba los hechos de Alejandro Magno, me hacía navegar por el océano Índico o entrar en Babilonia, lo veíamos resplandeciente sobre su caballo, Bucéfalo, o como un dios delante de los sacerdotes del templo del fuego sagrado. En El banquete de Platón se extasiaba ponderando la fuerza y el poder de Eros para elevar el espíritu y llevar a los hombres a hacer cosas grandes y hermosas. Manejaba a la perfección las tres clases de elocuencia que distinguía Aristóteles: la que puede mover la decisión, la que es capaz de justificar y la que elogia y relata los hechos con belleza. Siempre me pregunté el porqué de la permanencia de Jano en su humilde condición. En este momento me doy cuenta de que, aunque su saber era vasto, su concepción de la vida era simple y sin pretensiones. Además, era un hombre falto del espíritu que mueve la voluntad, medroso y necesitado, capaz de mendigar el mínimo gesto de amor. Cuando lo ganaba la melancolía se sumía en sus cavilaciones y se hacía hosco y desconfiado.
4
Mi padre era devoto de Ceres. Aunque había servido al ejército desde joven en remotos y extraños países, jamás se vio cautivado por los dioses orientales. Al contrario que muchos militares de su generación, como en otras cosas, él era poco dado a los cambios; cualquier innovación en su orden de vida le habría parecido claudicar ante el caos. Una vez escuché una conversación en la que mi tío Hiberino lo animaba a elevar aras nuevas y a sacrificar a otros dioses.
—Hasta ahora no lo he necesitado —replicó él con severidad.
—Pero todos lo hacen… ¿Por qué eres tan obstinado? —insistió Hiberino.
—No tengo necesidad de explicar los motivos: los dones y los beneficios de la diosa son lo bastante elocuentes por sí mismos —contestó, zanjando la cuestión.
En el fondo, él no era un hombre religioso. Su temperamento práctico y su sentido de la utilidad le impedían identificarse con dioses holgazanes o entrometidos. No era hombre dado al vino ni a las elucubraciones de la imaginación. Por eso se veía incapaz de participar en celebraciones donde se perdía la conciencia o se vagaba por el mundo oscuro de lo oculto. La diosa de la tierra nutricia y de los cereales era, sin embargo, evidente. Su ciclo representaba su dedicación y sus dones su providencia generosa.
La contingencia de la vida guerrera le había enseñado a desconfiar de los dioses protectores. Quien ha visto desangrarse las gargantas abiertas, a pesar de los amuletos que de ellas pendían, termina por desconfiar. En el fragor de la batalla, unos se encomiendan a los dioses y otros terminan por confiar solo en las propias fuerzas. Mi padre era de estos últimos: no había nada para él que no fuera fruto del propio esfuerzo. Por eso cumplimentaba a una diosa que no faltaba nunca a su cita.
Al culto imperial mi padre acudía sin convencimiento, pero con la diligencia de un hombre cumplidor de sus obligaciones. Me fascinaba verlo sentado en su sitio en el foro, junto a los otros caballeros, con su loriga recién pulida, rematada con broncíneos tachones brillantes, la espada en el cinto y la lacerna sobre el hombro. No se le abría la boca ni pestañeaba cuando sus ojos estaban pendientes del oficiante, como si estuviera atento a las largas y aburridas plegarias del ceremonial. Incensaba y reverenciaba con una seguridad fuera de toda sospecha. Pero, cuando llegaba a casa, se quejaba de la pesadez de aquellas celebraciones. Aparte de los actos obligatorios de la religión oficial, no acudía a otras ceremonias a lo largo del año, excepto a las que él mismo preparaba en honor a Ceres.
En la propiedad de Villa Camenas había un templete dedicado a la diosa en uno de los extremos del jardín, en mitad de un parterre amplio, rodeado de setos. Mi padre lo mandó consagrar antes de edificar la casa, siguiendo los consejos solicitados al arúspice. Junto al ara, dispuso una imagen sedente, de tamaño mayor al de una mujer. Con el tiempo fue creciendo la fama de aquel lugar y acudían campesinos de todos los alrededores a hacer sus ofrendas.
Entre el doce y el diecinueve de abril se celebraban las Cerialias. Mi padre se entregaba a las fiestas en cuerpo y alma. Eran los únicos días del año en los que abandonaba sus ocupaciones habituales y se rendía al vino y a la comida como si lo poseyera el espíritu de otra persona.
El primer día se ofrecía a la diosa harina de escanda y se derramaba sobre el fuego incienso y sal chisporroteante. La ceremonia comenzaba de madrugada, antes de que apareciera la luz del sol. Acudíamos con antorchas resinosas y nos íbamos situando en torno al templete. Mi padre hacía las invocaciones y elevaba las plegarias. Su voz resonaba poderosamente en el silencio. Después se iban acercando uno por uno todos los hombres para dejar sus oblaciones y presentar sus intenciones particulares. Mientras, el cielo se iba aclarando y las primeras luces se derramaban sobre las columnas de mármol y sobre la estatua majestuosa que presidía la reunión. Como era tiempo primaveral, los aromas del campo impregnaban el aire húmedo de la mañana.
Cuando el sol estaba alto se daba comienzo a la fiesta. Ese primer día aún no se bebía vino: se derramaba como libación sobre los campos.
Tampoco se comía carne, sino panecillos, tortas con miel y empanadas de berenjena. Por el día sonaban los tímpanos y las panderetas; llegada la noche, las fístulas con su agudo canto. Pero el día doce se retiraban todos temprano a dormir: era una jornada de purificación.
El día trece empezaba de verdad la diversión. De nuevo nos concentrábamos al amanecer junto al ara, con nuestras antorchas en las manos, y se daba comienzo a los sacrificios. Mi padre hendía la garganta de la cerda con el cuchillo mientras los demás la sujetaban. Los agudos gritos se iban ahogando a medida que se vaciaba de sangre. Aparte de los que se ofrecían a la diosa, en los días siguientes se mataban más cerdos, que se asaban sobre grandes parrillas y eran comidos por todos los presentes. Entonces sí que corría el vino. Cuando éramos adolescentes nos permitían beberlo mezclado con agua y nos sumábamos al delirio de la fiesta.
Mi padre cantaba con el rostro enrojecido y sorprendía a todos con chistes ocurrentes o danzando desenfrenadamente. Todos los alrededores de la villa se llenaban de tenderetes y de brasas humeantes que despedían a todas horas el aroma de las carnes asadas. No solo acudían los campesinos y los dueños de las haciendas vecinas, sino que también llegaban los parientes de