La luz del Oriente. Jesús Sánchez Adalid
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—¡Ah, eso no! He soportado en mi casa a ese sacerdote charlatán con el cráneo rapado y he aguantado sin rechistar vuestros aullidos y devaneos a la luz de la luna, pero cosas de caldeos, comagenos y estafadores que prohiben los alimentos no las voy a tolerar. En esta mesa se seguirá sirviendo lo mismo y todo el mundo comerá lo que yo. ¿Es que vamos a terminar peor que los judíos que se privan del manjar del cerdo?
Mi madre y mis hermanas se habían negado a probar los lagartos, pues se emparentaban con uno de los dioses adorados en Egipto. Esto había colmado la paciencia de mi padre, que gozaba con los placeres de la mesa más que con ninguna otra cosa.
6
Cuando finalizaron las ceremonias imperiales, mi padre envió a mis hermanas a Emerita con su madre. Ya no volvieron nunca a vivir en Villa Camenas, porque se les buscó a cada una un esposo. Yo eché en falta sobre todo a Salia, aunque hacía mucho tiempo que me había acostumbrado a estar solo. Uno de los últimos días de septiembre, por la tarde, estaba yo arrojando el anzuelo desde la orilla con Tucio cuando se presentó mi padre con la cara sonriente y me pidió que lo acompañara hasta la casa. Cuando llegamos a la explanada que hay frente al atrio, nos encontramos con uno de los esclavos que sujetaba las riendas de una espléndida biga: los caballos eran negros, magníficamente igualados, limpios y brillantes bajo la luz de la tarde; el carro, verde oscuro, de madera de ciprés pulida, con bellos remates dorados y figuras talladas en claro sobre el frontal.
—¡Qué preciosidad! —grité mientras miraba extasiado aquella maravilla—. ¿Te lo has comprado en Emerita?
—No —contestó—, lo mandé hacer para ti. Los caballos los ha criado mi amigo Carino en sus cuadras, pero te advierto que aún no están hechos a la biga.
Aquello era mucho más de lo que un muchacho de dieciséis años podría llegar a desear. Hacía tiempo que mi padre me había cedido uno de los mejores caballos de la cuadra, pero nunca supuse que le ilusionaba que corriera en los juegos representando a sus caballerizas. Él había sido siempre muy reservado a la hora de tomar decisiones en sus asuntos de negocios y nadie, salvo Tucio, participaba de sus ideas.
—Ahora tendrás que prepararte para correr en la arena en los juegos de mayo —dijo Tucio.
—¿Y Lico? —pregunté.
Lico era el principal auriga y vivía en Emerita, al cuidado de las cuadras que tenía allí mi padre.
—Una cosa no quita a la otra —contestó mi padre—. Lico seguirá compitiendo en la cuadriga. Pero para la biga ya es viejo; ha perdido reflejos y le falla la vista. Él mismo podrá enseñarte todo lo que sabe.
Después, los tres estuvimos probando el carro y los caballos. Primero subió mi padre y dio una vuelta templada alrededor de la casa. Tucio también lo intentó y los hizo correr un rato. Pero, cuando yo salté sobre el carro, el ímpetu y los nervios me hicieron perder las riendas y caí para atrás al primer arranque de los caballos. Desde el suelo miré a mi padre —temí que se arrepintiera de su regalo, ante mi torpeza—, pero él y Tucio reían a carcajadas.
—Esto requiere tiempo. Eres fuerte y no pesas mucho —dijo mientras me ayudaba a levantarme y me retiraba el polvo de la cara—. Llegarás a ser el mejor de Emerita.
Agradecí a los dioses aquella solicitud por parte de mi padre. O se estaba haciendo viejo o empezaba a verme como un hombre.
Mi madre había contemplado desde su ventana cómo mi padre me entregaba la biga. Subí de dos en dos los escalones para comunicarle la noticia, pero mi entusiasmo chocó con su expresión fría y su indiferencia.
—Voy a correr en los juegos de mayo —dije—. ¿No te alegras?
—Tu padre quiere engolosinarte con sus asuntos de los caballos para separarte de mí —contestó.
No estaba dispuesto a que estropeara mi alegría y no quise atender a sus razones.
—Te has empeñado en amargarte la vida y lo vas a conseguir —le respondí.
Cerré la puerta y volví otra vez a las cuadras para asegurarme de que el carro y los caballos estaban allí.
Durante la noche no pude pegar ojo. En los días siguientes, mi padre viajó a Emerita para buscarme una escuela y apalabrar todo lo necesario para mi formación. Mientras, mi madre hizo todo lo posible para convencerme de que era ella quien tenía la razón en la disputa que ambos mantenían.
Una tarde, antes de que oscureciera, estaba yo sentado en los escalones del atrio, trenzando unas correas y aprendiendo con Tucio a preparar los arneses. Mi madre salió y pasó a nuestro lado sin decir nada, acompañada por una de las criadas. Llevaban las vestiduras de lino y se habían peinado en la forma adecuada para acudir al culto de Isis.
Tucio alzó la vista y las siguió con la mirada. Yo hice lo mismo. Tomaron el sendero que conduce hacia el bosquecillo donde solían reunirse en torno a la imagen de la diosa.
—Algo traman —dijo Tucio entre dientes—. Esta tarde ha estado aquí tu tío Silvano, con ese sacerdote calvo y algunas de las mujeres que solían venir antes de que tu padre prohibiera las ceremonias en la hacienda.
—Déjalos —repuse—, no hacen nada malo. Mientras mi padre no esté en la casa pueden hacer lo que quieran.
—Sí, pero tu padre me ha ordenado que esté atento, y tendré que informarle cuando regrese.
—¡Bah! Estará fuera dos semanas o más. ¡Qué importará lo que haya pasado después de tanto tiempo!
Sabía que Tucio era absolutamente fiel a mi padre, pero me daba cuenta de que él, como yo, no quería que se disgustara. Si ambos permanecíamos callados podríamos evitar muchas complicaciones.
Cuando oscureció, se levantó el aire y aparecieron nubes en el horizonte, iluminadas por la luna llena. Más tarde se vio el resplandor de algunos relámpagos y el viento sopló con fuerza. Era el final del verano y el día había sido bochornoso; la tormenta se nos venía encima.
Salí a la terraza y miré hacia el río: resplandecían las hogueras que se solían preparar las noches dedicadas al culto de Isis. Los árboles se agitaban y los truenos eran cada vez más fuertes. Gruesas bolas de hielo comenzaron a golpear con fuerza los tejados y las losas de las terrazas y, al momento, aquella lluvia de piedras blancas hizo imposible permanecer a la intemperie. Corrí al interior y fui cerrando los postigos que chocaban furiosos contra los marcos de las ventanas.
Entonces