Ganar sin ganar. Andrés Dávila Ladrón de Guevara
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En el libro, entonces, es posible establecer, desde una perspectiva histórica, diversas aproximaciones frente al tema. En algunas, el objeto central es, en efecto, la nación y la selección. En otras, son otros los componentes o aspectos considerados para dar cuenta de la nación y el fútbol. En la práctica, lo que vale la pena señalar es la continuidad de una temática y de un problema de investigación que, en relación con su propio desarrollo, pero también de acuerdo con mi propia experiencia de vida, ha sido objeto de una mirada cuidadosa en el tiempo. En algunos asuntos, encuentra el lector una perspectiva muy semejante e incluso algo repetitiva. En otros, se arriesgan nuevas temáticas y enfoques. Al final, queda abierta una agenda de investigación todavía robusta y pertinente.
Es cierto, como se repite muchas veces, que el fútbol, al final, es solo un juego. Sin embargo, el recorrido sobre el tema de la selección y la nación, la nación bajo un uniforme, posiblemente lleve al lector a pensar que es un juego, entendido como aquella actividad trascendente, espiritual, que nos diferencia de las demás especies.
Notas
* Publicado originalmente como: Dávila, A. (1994a). Fútbol y cultura nacional. Revista Universidad de Antioquia, 236, 22-26.
Los previos al juego
“La cultura se juega”, escribía con atrevimiento el académico holandés Johan Huizinga (1986). El juego, así entendido, no es solo un anexo en el desarrollo de la sociedad, una representación o una instancia de desfogue de los males a los bienes de cada colectividad. El juego es y ha sido, a lo largo de la historia, un componente central en la conformación de nuestra cultura. En la sociedad actual, el juego se manifiesta de muchas maneras. Una de ellas son los deportes y, en particular, los deportes profesionales. Entre ellos, el fútbol ocupa una posición especial.
Originado en la Inglaterra industrial del siglo XIX, en menos de un siglo y medio, ya goza de la fervorosa aceptación en, prácticamente, todo el mundo, tal vez con la significativa excepción del Norte de América. La FIFA, entidad rectora a nivel mundial, se vanagloria de tener más afiliados que la ONU y, cada cuatro años, se da el lujo de paralizar, no es una exageración, los cinco continentes.
¿Por qué y cómo ha llegado a ocupar ese lugar? La respuesta no es nada fácil. A su favor cuentan la sencillez de sus reglas, la capacidad insuperable para generar tensión y placer en la competencia, la facultad de simular una guerra o las luchas de la vida real y algunas situaciones estéticas innegables. También es importante preguntarnos por cuál es el proceso inexplicado que le sirvió para convertirse en un deporte de masas, en un esperanto deportivo, según la acotación de una científica social norteamericana (Lever, 1985). Algunos, sin desconocer esa forma de hipnotizar a las masas, enfatizan cualidades negativas: su utilización para alienar, a través de la catarsis semanal, a las masas que lo siguen o, como lo señala Umberto Eco, su función de inmovilizar, por el tipo de adhesión consumista que genera.
Pero tal vez el eje de la respuesta debe buscarse en su complejo papel de factor generador de cultura. En este se combinan, de manera particular, sus características propias como juego –por cierto, el único fundamentalmente jugado con los pies– y su específica traducción de los demás componentes del devenir social. Es, por tanto, un fenómeno inmerso en el desarrollo actual de la humanidad y ha jugado tanto funciones loables como otras cuestionables. Pero ello, precisamente, lo ha convertido en algo más que un deporte, no simplemente un juego. De él no han dependido ni la felicidad ni la justicia ni la verdad, pero en él han vivido todas estas manifestaciones representadas.
Y como parte conformante de la sociedad contemporánea, el fútbol se ha convertido, mucho más que cualquier otro deporte, en el eje condensador de adhesiones y arraigos detrás de los cuales se nutre el sentimiento nacionalista. En épocas de ausencia de símbolos unificadores y, especialmente, allí donde ni los odios ancestrales ni tampoco el mercado o los mitos fundacionales alcanzan para unificar a una comunidad, se da ese inexplicado proceso que Camus (1994) resumió así: “Patria es la selección nacional de fútbol”.
Primer tiempo
Estamos en 1990, un 19 de junio. Faltan dos minutos para terminar el partido y Colombia pierde 1 a O luego de jugar de igual a igual con la poderosa Alemania, futura campeona del mundo. De repente, y sin saber muy bien cómo, el equipo recupera su identidad, su estilo y su forma de juego, desdibujados minutos antes a raíz del gol en contra. Sobre el tiempo, el equipo retoma el control del balón y arma una parsimoniosa y excelente jugada que culmina con el gol del empate. La celebración no se hace esperar entre los jugadores, los periodistas –uno de los cuales gritaba desaforadamente “Dios es colombiano”–, los pocos colombianos presentes en el estadio y todos en Colombia.
Aquel festejado empate servía para comprobar no solo a Colombia, sino al mundo del fútbol, la evolución de lo que se denominó el proceso. Un proceso signado por el éxito y la continuidad en el trabajo deportivo, pero, además, –y es lo que aquí importa– por su hondo significado, que desbordó los límites espacio-temporales del juego y del ritual. Un proceso anclado en una atractiva idea de lo que era el fútbol de Colombia. En términos futbolísticos la propuesta era, a la vez, moderna y lírica y científica y lúdica; en realidad, una síntesis inesperada pero convincente: ganar, pero jugando bien; obtener resultados, pero sin renunciar a divertir; lograr triunfos, títulos, epopeyas futbolísticas, pero sin perder una identidad, un estilo, una imagen de lo que debe ser el juego del fútbol y, en particular, el fútbol de Colombia, en cuanto espectáculo generador de manifestaciones estéticas.
Para algunos, dentro del mundo del fútbol y dentro del mundo del mundo, un conjunto de valores, de planteamientos y de ideas que no concuerdan con la época y, mucho menos, con el país. La Colombia de finales de los ochenta estaba marcada por un incremento inusitado de la violencia debido, en buena parte, al fenómeno del narcotráfico (que además tuvo bastante que ver en el mejoramiento del nivel futbolístico). Por ello, resultaba inesperado que el fútbol de la selección no tuviera nada que ver con las normas de ganar a cualquier precio y menos con aquella máxima de un prestigioso entrenador: “ganar no es lo importante, es lo único”.
En aquella Colombia, sin referentes colectivos distintos a la inexistencia de referentes colectivos, crecientemente absorbida por la violencia, la corrupción y el enriquecimiento fácil, sumida en una crisis de valores unificadores y mecanismos legitimadores tradicionales perdidos (la Iglesia, los partidos), con significativos procesos de descomposición social, decíamos: el fútbol se convirtió en la única instancia aglutinadora en términos constructivos. Como lo manifestaba un científico social colombiano: “Maturana (el entrenador-ideólogo) integra lo negro-paisa-costeño en torno al pueblo-barrio; marca el juego en coordenadas temporales y espaciales y con unos signos locales”. Y, “con la selección el pueblo existe realmente, no porque salga a la calle a vitorear los triunfos, sino porque el pueblo es una categoría real, presente en el juego de la selección” (Quinceno, 1990, pp. 93-98).
Entretiempo
Al igual que los demás deportes profesionales, el fútbol ha logrado mantener su lugar de importancia gracias a su capacidad para adaptarse a las transformaciones sociales y para