La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez

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La experiencia como hecho social - Jorge Eduardo Suárez Gómez

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interpretativo (Geertz, 1973, 1992).

      El concepto de cultura […] es esencialmente un concepto semiótico. Creyendo con Max Weber, que el hombre es un animal suspendido en redes de significación que él mismo ha urdido, tomo la cultura como esas redes, y el análisis de estas, por tanto, no como una ciencia experimental en busca de leyes sino como una interpretación en busca de sentido. Esa es la explicación que busco, interpretar expresiones sociales en su enigmática superficie (Geertz, 1973: 5).[2]

      La cultura, entonces, es un documento actuado y, por ello, es pública, lo que significa que no es el conjunto de ideas que están en la cabeza de las personas, ni una entidad material y oculta —ni subjetiva, ni objetiva—, sino la acción simbólica de la conducta humana, es decir, la “acción que, lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música, significa algo” (Geertz, 1992: 24). La cultura es pública tanto porque requiere de la interacción social como de la “familiaridad con el universo imaginativo en el cual los actos de [las] gentes son signos” (Geertz, 1992: 26), es decir, de la comprensión de los significados que están en juego en la actuación.

      Por tanto, el analista cultural antes que preguntar por el estatus ontológico de lo que está ocurriendo y observando —el qué— debe preguntar por su significado, su calado, lo que es dicho en su acontecer y su agencia, el cómo. En palabras de Geertz, el estudio cultural consiste en “intentar leer (en el sentido de ‘construir una lectura de’) un manuscrito —extraño, descolorido, lleno de elipsis, incoherencias, enmiendas sospechosas y comentarios tendenciosos y, además, no escrito en grafos de sonidos convencionales sino en ejemplos evanescentes de comportamientos delineados” (Geertz, 1973: 10).

      En este sentido, el estudio de la cultura exige del investigador cultural, o el etnógrafo en los términos de Geertz, más que la ejecución precisa de un conjunto de actividades, técnicas y procedimientos, el despliegue de un esfuerzo intelectual de desentrañamiento “de las estructuras de significación” y de su “origen social y alcance” similar al análisis de texto del crítico literario, lo que supone una “aventura complicada” [elaborate venture] o descripción densa (Geertz, 1973: 6, 9), como lo nombrara Gilbert Ryle en su análisis filosófico sobre el proceso mental de “pensar pensamientos” (citado en Geertz, 1992: 21), lo que sintoniza ampliamente con la concepción luhmanniana sobre la cultura como una observación de segundo orden.

      Al respecto, Geertz señala que “los escritos antropológicos son ellos mismos interpretaciones y por añadidura interpretaciones de segundo y tercer orden”. Y aunque afirma que “Por definición, solo un ‘nativo’ hace interpretaciones de primer orden: se trata de su cultura”, reconoce que los informantes ofrecen habitualmente interpretaciones de segundo orden, y en el caso de las culturas ilustradas la interpretación “nativa” puede alcanzar niveles superiores (Geertz, 1992: 28).

      En este sentido, la propuesta de Geertz, a diferencia de la reflexión de Luhmann en torno a la cultura como operación de observar observadores u observación de segundo orden, conduce a una doble consecuencia para el investigador y la investigación cultural: asumir que se trata de una experiencia personal y, a la vez, de un ejercicio autoral. El desafío que implica esta dualidad, según Geertz, requiere que el analista cultural “pueda sustentar un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación”, lo cual implica “sonar como un peregrino y como un cartógrafo al mismo tiempo” (Geertz, [1988] 1989: 20). Una operación que trasciende la identificación de semejanzas y diferencias, la comparación, entre los diversos sistemas sociales —lenguas, religiones, política, etcétera—, para alcanzar el principal objetivo del análisis cultural: la “ampliación del discurso humano”.

      La cultura como estructura de significados y performance

      Un aporte fundamental a la conceptualización de la cultura y el análisis cultural ha sido la propuesta de Jeffrey C. Alexander y Philip Smith de distinguir la “sociología de la cultura” de la “sociología cultural”, lo cual demanda, en opinión de estos autores, el desarrollo de un programa fuerte de la sociología cultural sostenido en tres principios epistémicos y metodológicos en relación con su objeto de estudio (Alexander, 1996, 2000a, 2000b, 2003a, 2003b; Alexander y Smith, 1998, 2001).

      El primer principio, de corte epistémico, implica una convicción en la autonomía de la cultura, la cual se sustenta en “la idea de que toda acción, sin importar cuán instrumental, reflexiva o coaccionada vis a vis por sus entornos externos sea, se halla encarnada [embedded], hasta cierto punto, en un horizonte de afecto y de significado”, lo que supone que es un “entorno interno”, un recurso ideal, que habilita a la vez que constriñe, parcialmente, la acción, generando un espacio tanto para la rutina como para la creatividad, para la conservación y para la transformación de las estructuras, y por lo cual el actor nunca puede ser completamente reflexivo o instrumental; así como que las “instituciones, sin importar cuán impersonales o tecnocráticas sean, tienen un basamento ideal que da forma a su organización y sus metas, y provee el contexto estructurado para los debates en torno a su legitimación” (Alexander y Smith, 2001: 136).

      Este supuesto distingue la sociología cultural de la sociología de la cultura en la medida en que esta última, aunque comparte un repertorio común con la primera —valores, códigos y discursos—, sugiere que la cultura es algo que debe ser explicado, algo que está separado del dominio del significado social mismo. Así, para la sociología de la cultura el poder explicativo descansa en las variables “duras” de la estructura social y la cultura se convierte en la parte “blanda” de las relaciones sociales.[3]

      El segundo principio, de corte metodológico, exige el compromiso con la reconstrucción hermenéutica de los “textos sociales”, lo que supone asumir la propuesta “Geertziana de la ‘descripción densa’ de los códigos, narrativas y símbolos que crean las redes texturizadas [textured] del sentido social”, así como poner entre paréntesis, en el sentido husserliano del término, las relaciones sociales no simbólicas para reconstruir el texto cultural puro. Esto contrasta con la descripción tenue o superficial, frecuente en la sociología de la cultura, en la que las significaciones simbólicas son leídas desde la estructura social o reducidas a una descripción abstracta y cosificada de normas y valores, fetichismo e ideología (Alexander y Smith, 2001: 137).

      Por último, el tercer principio, también de orden metodológico, asume que la sociología cultural “intenta anclar la explicación causal en los actores y agencias concretas, especificando en detalle cómo interfiere la cultura con y dirige lo que realmente está ocurriendo”, lo que implica que “solo resolviendo las preguntas sobre los detalles —quién dijo qué, por qué y con qué efecto— es que el análisis cultural puede hacerse plausible según los criterios de las ciencias sociales”. Mientras, la sociología de la cultura tiende a “desarrollar una defensa [(de)fenses] terminológica abstracta y elaborada que provee tanto la ilusión de especificar mecanismos concretos como la ilusión de haber resuelto el irresoluble dilema de la libertad y la determinación” (Alexander y Smith, 2001: 138).

      A partir de estos supuestos, el objeto de la sociología cultural lo constituyen los “hechos de la idealización colectiva”, lo que implica que los “enunciados fácticos están densamente entretejidos con las narrativas ficcionales” y los “códigos binarios y los enunciados verdaderos/falsos están implantados unos sobre otros” (Alexander, 2003a: 5). Así, por ejemplo, las retóricas del bien y del mal, del amigo y del enemigo, de la conciencia y de la lealtad, de la civilización y del caos son estructuras culturales que constriñen profundamente y habilitan a la vez.

      Ante la acentuación de la diferencia “entre las teorías estructuralistas que tratan el significado como texto y que investigan los patrones [patterning]

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