La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez
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Las ideas de Walter Benjamin y Reinhardt Koselleck acerca de la experiencia histórica, invocadas en estas líneas iniciales, interpelan los límites difusos de la noción aproximando la conquista de su particularidad, por lo demás siempre evasiva. Singular, in-anticipable y testimonial, la experiencia, como advierte Oyarzún, “no solo entrega el material para nuestro conocimiento: es la condición en la cual este mismo se cumple. Tendrá, pues, la virtud de atinar a su índole aquel concepto que la piense, digámoslo así, intensivamente, en su vértigo alterador” (1997: 18). No es propósito de este capítulo perseguir tal concepto, pero tampoco sería posible el ejercicio sin enunciar la turbación a la que nos expone la idea de experiencia.
En estas páginas pretendo explorar los modos participativos de traducción de la experiencia y de construcción de lo experimentado, a partir de verificar una obsesión, en particular antropológica pero que se expande hacia otros territorios, por la “participación” como modo de captura de la experiencia de otro, bien sea este un otro investigado, bien sea un otro receptor de lo investigado. Pero ha de advertirse que “en tanto se participa, se experimenta”: como sugiere Koselleck recuperando a Grimm, “la experiencia receptiva de la realidad y la investigación de esa realidad vivida se condicionan mutuamente, son inseparables” (Koselleck, 2006: 45).[1]
Bajo esta premisa de la co-implicación entre “la realidad y su procesamiento consciente”, Koselleck identifica tres tipos de experiencias que prefiguran también modos de relatarlas, es decir, de traducirlas. El primer tipo, la “experiencia originaria”, enfrenta a la conciencia con lo sorprendente, lo inédito y lo original. Es una experiencia instantánea, cuya sensibilidad es asequible para el individuo, constructora de una reciprocidad relacional entre la singularidad del hecho y la singularidad de la persona.
De este momento inaugural se derivan otros que configuran nuevos tipos de experiencia. En el mediano plazo “las experiencias también se recogen —señala Koselleck (2006: 50-51)— y son el resultado de un proceso de acumulación en la medida en que se confirman o se asientan corrigiéndose entre sí […] pues ninguna experiencia puede traducirse inmediatamente”. En su segundo tipo, la experiencia es fruto de una articulación, mediada temporalmente, que ya no es la experiencia originaria, pero que persiste rearticulada intra-generacionalmente.
Pero la experiencia aún puede transformarse en el largo recorrido del tiempo histórico, aquel que atraviesa a cada sujeto aun cuando este no se sienta afectado. Mientras la experiencia originaria y aquella que emana de su traducción en el tamiz del tiempo generacional son sincrónicas, “este tercer caso de cambio de sistema a largo plazo es estrictamente diacrónico, se inscribe en secuencias que rebasan a una sola generación y escapa a la experiencia inmediata” (Koselleck, 2006: 54). Se trata de la resignificación y apropiación de experiencias ajenas y, en tal sentido, de experiencia histórica per se.
La distinción entre el procesamiento sincrónico o diacrónico de la experiencia, en clave historiográfica, permea también la reflexión de Hyden White acerca de la narrativa histórica. White especifica esa distinción como “una diferencia de énfasis en el tratamiento entre continuidad y cambio en determinada representación del proceso histórico en su conjunto” (1992: 21). Señalará para las narrativas diacrónicas, vinculadas al cambio, las formas arquetípicas del relato trágico o satírico, y para las narrativas sincrónicas, vinculadas a la continuidad estructural, los modos del romance y la comedia. Mientras Koselleck enfatiza la relación entre la experiencia y su método de traducción —o, en sus términos, de procesamiento consciente—, White pone el acento sobre los modos literarios que asume el relato, la forma en que la trama se construye con génesis poética e intencionalidad narrativa. En mi interpretación, ambos esfuerzos se complementan y abren, en especial a partir de White, un vaso comunicante con los problemas expresivos y de diseño argumentativo que son centrales para la sociología y la antropología.
Asumiendo ciertos riesgos, una hipótesis interpretativa podría otorgar a la antropología el registro de la experiencia originaria, a la sociología el afán interpretativo del cambio de experiencia acumulativa generacional y a la historiografía, tal como determina Koselleck, la transformación de largo plazo, la reescritura que hace emerger una nueva historia, que da a conocer una inesperada experiencia.[2] Sin embargo, los cruces disciplinares y metodológicos que abundan —y felizmente perturban— en las ciencias sociales contemporáneas, ponen en jaque esta pretensión y dan lugar a una segunda hipótesis interpretativa. Como las fronteras disciplinares no construyen compartimentos estancos, sino que son porosas y frágiles, al interior del campo que se expande alrededor de cada advocación —sea antropología, sociología o historia— es posible hallar múltiples versiones de sí mismas que abordan, bajo la impronta general a la que responden, cada tipo de experiencia.
Pretendo resguardar las dos interpretaciones. La primera porque permite recuperar, al modo de formulaciones arquetípicas y de ilustraciones, ejemplos clásicos de aproximación a la experiencia que portan cardinalmente el esfuerzo creativo de institución disciplinar. La segunda porque advierte, en su promiscuidad, la condición contemporánea de impensabilidad de la “verdad” científica. Así convoca De Certeau a la prudencia, exhortando a descreer que el discurso histórico sea “el todo —¡como si el saber diera la realidad o la hiciera acceder a su grado más elevado! Esta manera exagerada de considerar al conocimiento ha sido superada. Todo el movimiento de la epistemología contemporánea, en el campo de las ciencias llamadas ‘humanas’, la contradice y más bien humilla a la conciencia” (1993: 65).
Como sea, De Certeau mismo ratifica la confianza en el valor de la tarea, aún devaluada, de la interpretación y reescritura de la experiencia, porque ese texto, “siempre sujeto a revisión, duplica el obrar como si fuera su huella y su interrogante. Apoyado sobre lo que él mismo no es —la agitación de una sociedad, pero también la práctica científica en sí misma—, arriesga el enunciado de un sentido que se combina simbólicamente con el hacer. No sustituye a la praxis social, pero es su testigo frágil y su crítica necesaria” (De Certeau, 1993: 65). Con sus advertencias es preciso volver a Koselleck para interrogar hasta qué punto la reescritura de la historia, en tanto apropiación resignificante —frágil y crítica— de la experiencia pasada, no se constituye en una nueva experiencia originaria. ¿Es posible pensarla, así, como novedad reintroducida, tan insólita e instantánea como la original? Benjamin nos provee de aliento para perseguir esta conjetura, señalando que “la verdadera imagen del pretérito pasa fugazmente. Solo como imagen que relampaguea en el momento de su cognoscibilidad para no ser vista ya más, puede el pretérito ser aferrado. A su fugacidad le debe el ser auténtica. En ella estriba su única chance” (Benjamin, 1997: 102).
Hasta aquí he introducido someramente una vía de comprensión de la noción de experiencia, siempre vinculada a los modos en que puede ser capturada, relatada y reintroducida. En adelante, este capítulo buscará referir críticamente a esos métodos: tácticas, técnicas, disposiciones, fórmulas, ritos, en suma, prácticas de detección, formalización y reinscripción de la experiencia. “Los modos de la experiencia humana —dice Koselleck (2006: 81)— preceden formalmente a todas las adquisiciones concretas de experiencia. Solo así pueden hacerse experiencias concretas, acumularse y ser modificadas. En la medida en que se reflexiona conscientemente sobre este hecho puede llegarse a métodos que lo desarrollen racionalmente” (Koselleck, 2006: 81).
Entre esos modos hay dos —estrictamente vinculados— sobre los que la reflexión se hace ineludible. Por un lado, la idea de “participación”; por el otro, una