La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez

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La experiencia como hecho social - Jorge Eduardo Suárez Gómez

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modo esto implica desentenderse de la experiencia concreta que se relata o entregarse por completo a los influjos de la ficción; antes bien, se trata de asumir el compromiso expresivo de dar cuenta en el texto de la conexión entre el investigador y la [su] experiencia.[5] Es en el texto donde sucede, y allí se verifica lo novedoso de la interpretación geertziana: no es en las conjuras asépticas que proveen los largos recetarios de técnicas, ni en las promesas metodológicas de la justa medida entre inmersión y distanciamiento donde debe focalizarse el esfuerzo de hacer consciente el camino del saber, sino en la construcción literaria.

      La conexión textual entre “Estar Allí” y “Estar Aquí” de la antropología, la construcción imaginativa de un tercero común entre el “Escribir en” y el “Escribir acerca de” […] es la fons et origo de cualquier poder que la antropología pueda tener de convencer a alguien de algo, y no la teoría, el método, ni siquiera el aura de la cátedra profesoral, por consecuentes que puedan ser. […] toda descripción etnográfica es interesadamente casera, es siempre descripción del descriptor, y no del descrito” (Geertz, 1989: 154).

      Es quizás en la cifra ricœuriana donde la “descripción participante” encuentra su definición más parsimoniosa al entenderse como “la descripción del yo pasando por el desvío del otro”:[6] el texto como la experiencia del desenlace de un experimento de participación, la descripción como el ejercicio de precisar un esquema de interpretación de la propia experiencia[7] como experiencia del otro. El autor es, en buena parte, un encantador quijotesco, esos a los que Schütz otorga la facultad de trocar “el esquema de interpretación vigente en un subuniverso, en el esquema de interpretación válido en otro […] No hay nada que siga siendo inexplicable, paradójico o contradictorio, en cuanto se reconoce a las actividades del encantador como un elemento constitutivo del mundo” (Schütz, 1974b: 137). Allí parece dirigirse la preocupación de Geertz sobre el devenir de la etnografía, toda vez que afirma que su empresa es “crear obras que relacionen unos y otros [los aquí y los allí] de manera más o menos inteligible”. Pero advierte que en los escenarios contemporáneos donde lo desconocido y extraño se familiariza en la pantalla “los etnógrafos tienen que vérselas hoy en día con realidades que ni el enciclopedismo ni el monografismo, ni los informes mundiales, ni los estudios tribales, pueden afrontar de manera práctica. Habiendo surgido algo nuevo, tanto “sobre el terreno” como en la “academia”, es algo nuevo también lo que debe aparecer en la página escrita” (Geertz, 1989: 157-158). Una vez más es necesario volver a Koselleck, para observar con su prisma cómo Geertz enhebra el cambio de experiencia con el cambio de método, aunque ahora datado en el dilema expresivo.

      Noción estimulante, crítica realista de la tradición antropológica y juego de lenguaje, la fórmula “descripción participante” pone en cuestión el estatus de la observación y el análisis como problema teórico-metodológico cardinal, aunque no logra desplazarlo como sustrato de la operación literaria o científica[8] que propone como sustituta. La observación permanece, empero, en tanto participa quien ha observado y solo es válida la observación como construcción —otra vez, literaria o científica, si es que hay alguna diferencia— del que ha participado.

      Con énfasis distintos, Bourdieu también juega con la herencia malinowskiana para postular su “objetivación participante”, una noción que puede pensarse como un reverso posible de la “descripción participante”. No se trata de una operación sobre la escritura, sino sobre el escriba.[9] La propuesta implica emprender “la exploración no de la experiencia vivida del sujeto del saber, sino de las condiciones sociales de posibilidad (y, por tanto, de los efectos y límites) de esa experiencia o, más precisamente, del acto de objetivación. […] Lo que necesita ser objetivado [es] el mundo social que ha hecho tanto al antropólogo como a la antropología conscientes, o inconscientes, de lo que se involucra en la práctica antropológica” (Bourdieu, 2008: 96-97). Pero ¿qué modo de participación invoca esta objetivación? Es posible aventurar dos clases: una, de tipo espacial y estructural, vinculada a la teoría bourdieusiana de los campos, que implica establecer con precisión las distancias. La otra, de tipo biográfica.

      En la visión de Bourdieu, exterioridad, diferenciación y autonomía son elementos estructurales de un espacio social que, a su vez, se estructura en una dinámica creativa constituida de posiciones objetivas antagónicas. Es merced a la idea de diferenciación que es posible pensar la idea de campo, como universos sociales relativamente autónomos y relacionales. “Diferenciándose —afirmará Bourdieu—, el mundo social produce la diferenciación de los modos de conocimiento del mundo” (Bourdieu, 1999: 121). En la noción de campo la complejidad del espacio social se operacionaliza en mundos diferenciados definidos por los tipos de capital que prevalecen en sus prácticas y las especificidades de sus antagonismos, porque “si hay una verdad, es que la verdad es un envite de luchas” (Bourdieu, 1997: 84).[10]

      En este contexto, intervenir aceptando ese envite equivale a participar en la experiencia de la construcción contenciosa del espacio social, en este caso el campo científico. La determinación de intervenir —y aquí la palabra determinación es síntesis dialéctica de sus sentidos: como decisión libre y como condicionalidad externa, para nuestros propósitos, dos fuentes de la participación— explicita la estrategia por medio de las disposiciones del habitus. En las características de este reside que tal intervención busque transformar la distribución de capital propia del campo o perpetuarla. La relación entre posición objetiva en el campo y disposición es dialéctica y mutuamente referida, y conforma todo el espectro posible de la participación objetivable.

      Esa relación, sin embargo, parece permitir un procesamiento biográfico en el marco de una práctica concebida como estrategia,[11] instancia dinámica de un juego social en el que los jugadores plantean sus tácticas y sus movimientos en la, para Bourdieu, permanente, inescindible, vinculación entre biografía e historia: “conoce cada vez mejor al mundo en la medida que se va conociendo mejor el propio investigador; el conocimiento científico y el conocimiento de uno mismo, y del propio inconsciente social, van de la mano, así como la experiencia primaria transformada por la práctica científica, transforma a su vez la práctica científica y viceversa” (Bourdieu, 2008: 103). El procesamiento consciente [objetivación] de la experiencia ajena exige, así, un ejercicio igual y anterior sobre la propia, única alternativa para sortear la falsa opción entre “la observación participativa, una inmersión necesariamente ficticia en un entorno extraño, y el objetivismo de la ‘mirada distante’ de un observador que permanece tan alejado de sí mismo como de su objeto” (Bourdieu, 2008: 96).

      “Descripción participante” y “objetivación participante” son más que dos fórmulas sintéticas de una obsesión intelectual que atraviesa a las ciencias sociales del siglo xx: son el emergente, en manos de dos protagonistas centrales del teatro del pensamiento social, de la preocupación por sortear el riesgo de la imposibilidad de la comunicación, ergo, del conocimiento. Ambas recuerdan que no hay observación posible desde la distancia, tanto como no es traducible ninguna experiencia sin salirse de ella. Observar y traducir requieren de comunicar, aunque en momentos diferentes: en un caso, es la comunicación con el otro en tanto actor, en el esfuerzo por hacer recíproca su experiencia; en un segundo momento, es la comunicación para el otro, ahora lector, destinatario de un testimonio que debe ser escrito y reescrito a la distancia de esa experiencia que se intenta traducir. Y es una distancia cuantiosa, porque el desvío del otro necesario para describir el yo es siempre un camino largo y sinuoso.

      Hay un problema material de la participación —la comunicación con el otro actor en el marco de su experiencia— sobre el que Bourdieu posa su mirada. Postula que no hay modo de establecer ese diálogo sin primero hacer consciente las marcas objetivas del propio continuo experiencial, advirtiendo que “el etnólogo que no se conoce a sí mismo, al no tener un conocimiento adecuado de su propia experiencia primaria del mundo, pone al primitivo a distancia porque no reconoce su condición, el pensamiento prelógico, dentro

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