La experiencia como hecho social. Jorge Eduardo Suárez Gómez
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Reconsiderar el alcance conceptual de la categoría “participación” implica avanzar en una distinción analítica en tanto se la considere o bien como participación del investigador en el objeto (su experiencia del objeto), o bien como participación del lector (entendiéndola aquí como convite del autor y como intromisión del público). Es propósito de la próxima sección indagar algunos modos prototípicos en los que la idea de participación aflora imperturbada, aun en los intentos más elocuentes de develar los artilugios de la construcción de saber disciplinar en la antropología y la sociología.
Las nociones múltiples que abrevio, torpemente, bajo la de “texto” nos remiten al problema literario y lingüístico propio de la empresa de las ciencias sociales, en sí misma una experiencia. Como dilema inscrito en los programas modernos del conocimiento, se asocia naturalmente con la cuestión del ordenamiento espacial de la escritura. Espacialidad y lenguaje dan contexto a unas formas narrativas que, como la experiencia histórica de Koselleck, atraviesan y transforman al sujeto en el largo plazo y se plantean, cada vez, como inéditas. Sin embargo, y para concluir este preludio con una última advocación a Benjamin, es pertinente recordar con él que “en las regiones con las que tenemos que ver hay conocimiento solo a la manera del relámpago. El texto es el trueno que sigue retumbando largamente” (Benjamin, 1997: 111).
La participación en los modos de la experiencia (fuga)
La idea de participación invoca, al menos y en forma no excluyente, un doble problema que puede ejemplificarse en la díada “tomar parte”/“dar parte”. “Tomar parte” implica para el sujeto una inmersión solidaria y concurrente en un proceso que, al mismo tiempo que lo especifica en lo individual, lo trasciende colectivamente. Es siempre una tarea recíproca: se trata de intervenir, junto a otros, en algo. “Dar parte” supone un convite: la intención de implicar a otro(s) en el curso del proceso o de dar noticia de su desarrollo y especificidad. Es, sin duda, una actividad peligrosa que supone atravesar una frontera, dejándola abierta y ya imposible de suturar como bien ilustra la reflexión-dilema de Lévi-Strauss: “Al término de un excitante recorrido, tenía allí mis salvajes, ¡y qué salvajes! […] Con solo que lograra adivinarlos perderían su condición de extraños, y tanto me habría valido haber permanecido en mi aldea. O bien, como en este caso, conservaban su extrañeza, tampoco podía hacer uso de ella, puesto que no era capaz de entenderlos” (citado en Geertz, 1989: 56).
Reverberancia del doble significado problemático es que un antónimo de participación sea la palabra silencio. No hay participación sin comunicación: al interior entre los que toman parte, al exterior cuando se da parte a los que no intervienen. El consecuente interrogante aflora por sí mismo: ¿es posible “dar parte” sin “tomar parte”? Las respuestas que se ensayen resultan cardinales en la definición del sentido y el carácter de la aventura antropológica, sociológica o histórica en pos de la captura y traducción de la experiencia.
Alfred Schütz apostaría a que es posible deslindar la comunicación hacia fuera, de la inmersión en la comunicación interna. Afirma:
el sociólogo (como sociólogo y no como un hombre entre sus semejantes, cosa que sigue siendo en su vida privada) es un observador científico desinteresado del mundo social. Es “desinteresado” en cuanto se abstiene intencionalmente de participar en la red de planes, relaciones entre medios y fines, motivos y posibilidades, esperanzas y temores, que utiliza el actor situado dentro de ese mundo para interpretar sus experiencias dentro de él; como hombre de ciencia, procura observar, describir y clasificar el mundo social con la mayor claridad posible, en términos bien ordenados de acuerdo con los ideales científicos de coherencia, consistencia y consecuencia analítica (1974a: 96).
Esta escisión radical entre la operación de observación y la de participación es, cuando menos, espinosa en el contexto de la investigación sociológica y antropológica. ¿De qué modo es posible describir y clasificar lo que no se experimenta, aquello que no interesa?
En uno de los ensayos más clarificadores[3] de su perspectiva sobre la práctica social —incluida la científica—, Pierre Bourdieu, retomando las tesis de Huizinga en Homo Ludens, especifica la noción de “interés” en un sentido especialmente caro para el recorrido que trazan estas líneas: “Interesse significa ‘formar parte’, participar, por lo tanto reconocer que el juego merece ser jugado y que los envites que se engendran en y por el hecho de jugarlo merecen seguirse: significa reconocer el juego y reconocer los envites” (Bourdieu, 1997: 141). En este sentido, no hay desinterés posible para el investigador, toda vez que el reconocimiento de un proceso como digno de ser conocido conlleva el interés y este, la participación. Bourdieu recuerda que la noción de interés “se opone a la de desinterés, pero también a la de indiferencia […] el indiferente ‘no ve a qué juegan’, le da lo mismo […] es alguien que, careciendo de los principios de visión y de división necesarios para establecer las diferencias, lo encuentra todo igual, no está motivado ni emocionado” (1997: 142). La trama crítica entre el interés y el desinterés, como opciones éticas del investigador, es el núcleo de la obsesión participante, esa suerte de energía profunda que lanza al investigador a sumergirse en los territorios siempre pantanosos de la experiencia ajena.
En este sentido, una traza alternativa para el doble significado de la noción de “participar” está dada por otra distinción, en este caso magistralmente puesta en cuestión por Clifford Geertz mediante el contrapunto entre el “estar aquí” y el “estar allí”. La palabra contrapunto no es casual, da cuenta de la relación de contraste entre dos cosas simultáneas. Este contraste se detalla, más profundamente, cuando Geertz suma al análisis las metáforas del peregrino y del cartógrafo como artilugio de representación de las opciones verificables tanto para el modus vivendi, como para el modus operandi del antropólogo.[4]
Al configurar la relación “estar aquí”/“estar allí” distinguiendo sus diferencias según se trate de la empresa de un peregrino o la de un cartógrafo y señalando el desafío literario de invisibilizar tal diferencia, Geertz conduce la cuestión hacia el orden del lenguaje. Pero ya no como problema idiomático en el otro, sino como dilema propio del investigador frente a su texto. Señala así que
encontrar a quien pueda sustentar un texto que se supone debe ser al mismo tiempo una visión íntima y una fría evaluación es un reto tan grande como adquirir la perspectiva adecuada y hacer la evaluación desde el primer momento. La única forma de captar ese reto —como sonar como un peregrino y como un cartógrafo al mismo tiempo— y la incomodidad que provoca, así como el grado de representarlo como producto de las complejidades de las negociaciones yo/otro, más que de las yo/texto, es a partir de la observación de los propios textos etnográficos (Geertz, 1989: 19-20).
El problema de la participación asume así la forma de un dilema literario, al que Geertz da nombre y apellido, “descripción participante”, y al que supone herencia irrepudiable de Bronisław Malinowski. De forma general, la “descripción participante” se centra en el polo de la operación de “dar parte” de haber “tomado parte”. Geertz especifica que el problema
es el de cómo representar el proceso de investigación en el producto de la investigación; escribir etnografía de tal forma que resulte posible conducir la propia interpretación personal de determinada sociedad, cultura, modo de vida o lo que sea, y los encuentros personales con algunos de sus miembros, portadores, representantes o quienes sea, a una relación inteligible. O, por decirlo rápidamente de otro modo, antes de que la psicología pueda colarse de rondón, se trata de ver cómo introducir un autor yo-testifical en una historia dedicada a pintar a otros. Comprometerse con una concepción