Auschwitz. Gustavo Nielsen

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Auschwitz - Gustavo Nielsen Novela

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puso las medias, el pantalón.

      —¡Lo que hay que oír! —gritó Rosana—. Si acabaste en un segundo… ¡Qué querés que sienta en un segundo!

      Berto se arrodilló en la cama. Sin mirarla, dijo:

      —¿Y eso te da derecho, acaso, a robarte mi semen?

      Ella se quedó callada un instante.

      —¿Qué semen, ni ocho cuartos?

      —¿Dónde están mis zapatos?

      —¡Qué semen, ni ocho cuartos! —repitió ella.

      Él se volvió a parar.

      —Hacete la boluda, ahora. ¿Para qué mierda querías mi preservativo, a ver?

      —¡Qué tuyo, si es mío! Si lo compré yo...

      —Pero lo que hay adentro es mío, ¿entendés?, y no me explico por qué lo metiste en el congelador...

      Rosana puso cara de no saber qué le estaba diciendo.

      —¿En el congelador?

      —Entre dos cubeteras.

      —¿El forro usado?

      —Este —dijo él, poniéndoselo delante de sus ojos—. Hacete la boluda, a ver.

      Ella recogió la sábana caída con su pierna flaca.

      —¿Y qué sabés si es tuyo? —preguntó.

      —Tiene mis dos nudos.

      —Casi todos los tipos le hacen nudos.

      —Pero no dos, ni este tipo de nudo. Lo aprendí en la Marina.

      Ella se rio. Él agregó:

      —Además, si no es este, ¿adónde está, me querés decir?

      Los dos miraron hacia la pantalla del velador.

      —Lo sacaste —dijo Rosana, señalándole las manos—. Ahí: lo tenés vos.

      —Lo saqué, pero del congelador —dijo Berto—. Está frío.

      Ella se mordió el labio.

      —Mirá lo que hay que escuchar... El marinero no sabe coger, pero ata el forro de una manera única, y le controla la temperatura... —dijo—. Sos increíble. Vení, acostate...

      —No sabe coger las pelotas, si no fuera por tu pañuelito, tu estufa, tus goteras...

      Rosana tiró del cobertor para volver a taparse.

      —Bueno, de alguna manera tenías que ser inolvidable... —dijo.

      —¿Me estás cargando? —reaccionó Berto.

      —Un poquito. Vos tenés el tipo de los que, si no se les para la pija, se les para el corazón.

      —¿Estás buscando que te cague a trompadas?

      Rosana se calló. Él comenzó a pasearse por la habitación, como un tigre enjaulado. Se golpeaba la palma con el puño cerrado.

      —Vos no sabés quién soy, no sabés nada de mí...

      Tenía la cabeza roja.

      —¿Qué pensabas hacer, a ver? ¡Contestame! ¿Qué querías?

      —Lo mismo que quiero ahora: dormir —dijo ella, nuevamente estirada sobre el colchón.

      —Parece que no toda la noche quisiste dormir. En algún momento habrás querido jugar a los experimentos...

      —Qué decís, qué experimentos... —Rosana golpeó sobre la almohada vacía con su mano llena de anillos, para completar la invitación—. Vení, dale… ¿De qué experimentos hablás?

      Berto se quedó callado.

      —No sé —dijo—. Explicame vos.

      —¿Qué tengo que explicarte?

      —Qué ibas a hacer con mi preservativo lleno. Con mi esperma recién ordeñada.

      Rosana parpadeó y se pasó la mano por la cara. Trató de erguirse. “No entiendo de qué esperma me hablás...”, contestó, antes de bostezar. El bostezo fue tan largo que él tuvo tiempo para guardar el preservativo en su pantalón y salir al pasillo.

      —¿Dónde me escondiste los zapatos?

      En el comedor entraba la luminosidad del amanecer con mayor intensidad que en la habitación. Un viento incipiente agitaba los pastizales de afuera. Ella se levantó y siguió a Berto por la espalda, hasta abrazarlo.

      —No estoy loco, ¿entendés?: sos la única persona que hay conmigo en esta casa. Yo no lo puse ahí. Tenés que haber sido vos.

      Los brazos de Rosana le apretaron el pecho.

      —¿Y si hablamos cuando suene el despertador? —le sugirió.

      —No. Deberías explicarme qué pasa.

      —¿Ahora?

      —Ya.

      Ella lo soltó. Dio la vuelta hasta quedar de frente. Tenía cara de enojada. Lo señaló con su dedo índice extendido y acusador. Solamente en ese dedo llevaba tres anillos.

      —¿Te creés que sos el único que usa forros acá en mi casa? ¿Te creés que fui así de fácil porque sos especial?

      Berto bajó la cabeza.

      —Todas las noches me cojo un tipo, si no andá a ver la basura. Ni me molesto en tirar las bolsas para que el próximo no vea las gomitas...

      A Berto le pareció que las goteras espaciaban el ritmo, que el calor dilataba cada vez más el silencio entre esas pequeñas explosiones. Ella sonrió repentinamente.

      —Me encantó estar con vos —dijo—. Mañana, mejor dicho dentro de un rato, tenemos que levantarnos. Por favor, seamos sensatos y volvamos a la cama, que ya está amaneciendo.

      Berto se quedó donde estaba.

      —Por favor —repitió ella—. Después será otro día.

      —¿Y ahí sí me vas a explicar?

      Rosana subió los hombros, como diciendo que no había nada para explicar; pero dijo:

      —Bueno.

      Berto llegó a la cama con los ojos semicerrados. Se desvistió rápido; las gotas espaciaron tanto el ruido que le pareció que desaparecían. Lo último que vio fue su pantalón sobre la mesa de luz y a Rosana desnuda y con el pañuelo al cuello, colgando una frazada de dos ganchos

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