Auschwitz. Gustavo Nielsen

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Auschwitz - Gustavo Nielsen Novela

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pesar de la pasta dentífrica o el spray colutorio, la mayoría de las veces el gusto persistía. Las mujeres fumadoras no le duraban más de tres encamadas. Berto solo fumaba en sus sueños.

      —De todos modos: ¿qué puedes hacer?

      —Nada... Aunque ahora me llamó. Dijo que lo había encontrado.

      —¿Le preguntaste para qué lo quería?

      —No atendí. Dejó un mensaje. No le creí. Por algo lo puso a congelar.

      Luis estaba diciendo “no te vengás forfai, amigo”, cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Apagó el cigarrillo contra el fondo del cenicero. Se levantó y fue hasta la cocina, a atender.

      —¿Abre? —preguntó, levantando el auricular.

      Berto atrajo el cenicero cerca de su cara. El olor le daba náuseas, pero la colilla había quedado mal apagada y una chispa dorada seguía extrayéndole humo. La saliva se hizo una pelota líquida en la boca de Berto. La volcó de sus labios, sobre la brasa. Detestaba tocar aquellos restos con sus dedos. Luis regresó al comedor.

      —Es Xanih —dijo—. Convendríamos terminar de hablar.

      —¿Me estás rajando?

      —Un poco —agregó él, sonriendo—. Es tímida, le da rojura... ¿Cómo se dice?

      —¿Vergüenza?

      —Eso. Salvo cuando baila el flamenco...

      —¿Pesa ciento veinte kilos y baila flamenco?

      —Suena raro, pero ella está realmente entera para el flamenco. Especialmente te invitaré a que la veas...

      Por favor, no, pensó Berto. Se paró, salió al pasillo y entró rápidamente a su departamento. Tenía otros dos mensajes. La secretaria de Mondrián quería saber cuándo le podía mandar el médico de la empresa. “Merci, monsieur”. Rosana insistía con lo del almuerzo. ¿Para qué querría ir a almorzar? ¿Le devolvería el preservativo durante la comida? Él le había pedido que se quitara ese trapo progre del cuello y ella se había negado. ¿Si le pedía el preservativo, no podía negarse también? No quiero ir a comer: me siento mal del estómago. Le dolía la cabeza. Pegó un ojo a la mirilla de la puerta, cuando en el pasillo se encendió la luz. Vio pasar un gran plumón de pelos negros asentado sobre una enorme carroza color marrón. Era como si Mercedes Sosa se hubiera comido de un bocado a María Marta Serra Lima. La masa quedó temblando frente a la puerta del departamento vecino. Levantó la cabeza un instante, en un gesto que denotaba un atisbo lejano de femineidad, y Berto pudo distinguir una papa enorme llena de ojuelos, cicatrices y ramificaciones. Vio toda esa carota como el modelo terminado de una manualidad hecha a base de un enorme tubérculo marrón. Sobre la aleta derecha de la nariz llevaba un aro esférico; dorado. Luis atendió a la puerta y, al verlo sonreír, Berto se alejó de la mirilla. ¿Cómo alguien se podía coger a semejante buey? Corrió unos centímetros la cortina de la ventanita absurda, aquella que alguna vez había abierto a la derecha de la puerta de entrada, lo suficientemente grande como para pasar el brazo y alcanzar la llave. La había abierto en la época en que se olvidaba continuamente las llaves adentro, y la puerta se le cerraba con el viento. Era mejor eso que pagarles a los cerrajeros. A través del vidrio esmerilado contempló aquella sombra espesa que no terminaba de pasar por la puerta de Luis.

      Desenchufó el teléfono. Se acostó sobre la cama. El ventilador, desde el cielorraso, lo calmaba de la misma manera que hacía él, cuando era chico, con su perro. Berto soplaba y el perrito cerraba los ojos. Berto se dormía y el perro los abría. Un sueño con lunares llenó la habitación. Alguien cortaba esos lunares y, desde adentro, salía un líquido espeso y amarillo. Sobre el líquido flotaba basura. La superficie era aceitosa. Los informes científicos afirmaban que, en esa polución, nada podía existir. Sin embargo, algo se movía. ¡Un hombre nada! ¿No es Alberto, el señor del quinto treinta y nueve? ¿El contador que trabaja en las oficinas Mondrián de Retiro, frente a Plaza San Martín? ¿El hincha de Racing? ¿El que se volteó una judía que lo estafó, comercializando su semen a potencias extranjeras? ¿Cómo hace para fumar adentro del sambayón?

      Despertó con los miembros extendidos, como si estuviera estaqueado a la cama. El ventilador seguía girando. ¡Cómo no iba a hacer calor en la casa de Rosana si era enero y ella había encendido al máximo la estufa! Ni en invierno él hubiera podido soportar algo así. Idiota no haberse dado cuenta antes, para huir a tiempo. Ese calor había sido un indicio del ambiente maligno y él lo había pasado por alto. La casa de Rosana era un infierno; Rosana podía ser el mismo diablo. O una bruja. Todas las mujeres eran brujas; Berto no conocía a ninguna que no lo fuera. Y ahora tenía esta preocupación quemándole en el pecho. Eso era exactamente lo que sentía: se palpó el esternón y supo que algo se le quemaba adentro, en la forma de una pelota de fuego. El corazón, pensó. Levantó su espalda de las cobijas, para sentarse sobre la cama. Respiraba agitadamente. La quemazón cesó, dejando lugar a un ardor llevadero que se fue borrando poco a poco, hasta desaparecer.

      Volvió a recostarse y nuevamente sintió crecer aquel calor esférico. Se abrió la camisa; un círculo rojo le adornaba el pecho, del tamaño de la sombra de una pelota de tenis. Cuando no pudo soportarlo más, se incorporó. Por segunda vez fue notando cómo la temperatura se disipaba. El calor parecía haber quedado adentro del colchón. Movió las sábanas, que ardían en ese único punto. Asomó la cabeza. Debajo de la cama había una naranja. Estiró un brazo hasta tocarla. No estaba caliente. ¿Cómo había ido a parar una naranja debajo de la cama? La paseó entre los dedos, buscándole algún sentido oculto; un secreto que la hiciera capaz de irradiar semejante energía. Palpó el colchón. Estaba tibio.

      Eran las nueve de la noche. Había dormido más de cinco horas. Ya tenía que cenar, aunque no había almorzado. El médico no habría venido, o él no había oído el timbre. Puso la naranja en la heladera, sobre una bandeja. Regresó a la habitación. En la cama, el calor se había borrado por completo. Se sentó en la cabecera. Marcó el número telefónico que tenía anotado en un cartón de caja de Marlboro. “Soy Rosana, dejame tu mensaje después de la señal”. No esperaba encontrarse con un contestador.

      Un grito claro, tiznado de excitación, llegó desde el departamento vecino a través de la medianera. La gorda se estaba cogiendo a Luis. Berto fue hasta la cocina; buscó un vaso. Lo apoyó invertido contra la pared, para amplificar su audición. Los ruidos eran a colchón y a risas. “Chin-chin, ¡fondo blanco!”. Un par de veces antes había descubierto a su vecino en situaciones similares: mujeres morochísimas, con bigotes, con las panzas hinchadas, petisas, la mayoría de las veces con las tetas pequeñas. Eso era lo más intolerable, según Berto: además de ser gordas, no tenían tetas. Era una tipología de mujer difícil de conseguir, con los cuerpos como lavarropas y las piernas finas como palos de escoba. Todas solían ser muy discretas en el vestir, aunque igual resultaban graciosas. La primera vez que lo vio acompañado, se había reído de él, como si la gorda fuera una chica consuelo. “Te cacé con un chobi”, dijo. Luis no le entendió. “Es Shabha, mi novia. En sánscrito Shabha significa ‘resplandor de la belleza’. No habla castellano; recita Kirtanas de memoria”. Con la novia siguiente, Berto no se atrevió a insinuar la menor broma. Cocinaba Halava, Khir y un flan de batata delicioso: Luis le había dado a probar. El Halava de esta chica, un postre caliente de sémola, bananas y frutas secas, era, según Luis, el mejor que había comido en su vida, porque lo hacía a la manera tradicional, como lo hacen en Nueva Delhi o en Punjab, y no como lo hacían acá en el “Ashrama Internacional para la conciencia de Krishna” de Villa Urquiza, a diez cuadras de la estación. Aunque Luis no había viajado a la India, estaba seguro de que era el plato más ajustado a la tradición. Ella se lo había asegurado. Los nombres de casi todas esas mujeres llevaban una o dos haches en algún lado, generalmente por el medio. Todas, invariablemente,

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