Auschwitz. Gustavo Nielsen

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Auschwitz - Gustavo Nielsen Novela

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por la piel de las tetas? ¿Cómo serían los juegos previos del amor en aquella masa adiposa; cómo la trepada, el rolido, el pistoneo? Luis tardaría horas en preparar tantos centímetros cuadrados de piel; en lamerla y acariciarla, revisarle los rincones, los pliegues, todos los dobleces. El vaso invertido contra la pared solo trasmitía la vocecita de pájaro de ella. El trinar de la ballena negra.

      En la cocina abrió la heladera. Al ver la naranja tuvo la misma sensación experimentada al tocar aquel fantasma en la oscuridad del cuarto de Rosana. Si te destripo, te exorcizo. Llevó la naranja hasta la mesa, la ubicó sobre una tabla de picar y tomó un tramontina. Para hacer el corte contuvo la respiración. Las dos mitades quedaron batiéndose como tentempiés distraídos. No, no había sido un fantasma. Había tocado una musculatura; carne. Y las cosas no se salían así nomás de su pantalón, menos si estaban húmedas y pegajosas. Las mitades de naranja no presentaban ningún detalle extraño. Tal vez el tiempo de criogenia elemental pasado entre las cubeteras hubiera modificado el peso de su esperma, solidificándola un poco, asemejando la condición física del preservativo a la de un llavero. Y un llavero podía resbalarse del bolsillo fácilmente. El del Torino cupé 380, verde esperanza militar, con su pelota de madera y tachas plateadas, se le había resbalado de los pantalones cien veces, por decir una cifra. ¡Es que todas las noches andaba de juerga con alguna conchita, y el sexo salvaje iba precedido por la extracción de la ropa con salvaje violencia!

      Decidió volver a llamar a Rosana. Eran las diez y cuarto. Era mucho más probable que el preservativo usado y doblemente anudado se pegara a su bolsillo, indiferente a las condiciones de la temperatura. La posibilidad de que se hubiera caído solo, de tan remota, era absurda. Marcó los ocho números. Cortó. Se sentó otra vez sobre la cama, a pensar. “¡Ah, ah, ah!”, emitía la pared medianera, desde el estar. Sus pescaditos tenían alguna utilidad inconfesable para Rosana. ¿Ella habría vuelto a frizarlos? “Una vez que algo se descongela, el proceso es irreversible”, decía Luis. La cadena de frío del espermatozoide estaría, así, definitivamente rota. Diez y cuarenta. El tiempo del razonamiento es tan volátil como el tiempo en las mañanas, pensó. En ninguna otra ocasión pasa tan rápido. Por la mañana, uno bosteza dos veces, se despereza, patea las sábanas, se saca una lagaña del ojo, vuelve a mirar el reloj y pasaron quince minutos. Pensar es igual. Tenía un plan.

      A las doce la llamó. “Escuché tarde tu mensaje” —grabó—. “Por eso pensé en cambiarte el almuerzo por la cena, ¿te va? Son las nueve de la noche, espero tu llamado hasta las diez”. Cortó. No había comido nada. Le quedaba la naranja. En la cocina la volvió a mirar; peló un gajo. Detrás de la ventana cerrada, tres murciélagos lanzaron sus vuelos a la noche; flechas negras en el cielo de Palermo. Los chillidos de los animales parecían provenir de todas partes, de la sustancia misma del vuelo. Berto sentía que la presencia humana incomodaba a los murciélagos, como si él fuera el extraño en aquel edificio, un detalle puesto para perturbarles la fiesta. Esa que tenía lugar cada noche en los taparrollos, en las ventilaciones de las estufas apagadas, en cada una de sus madrigueras oscuras: la fiesta del vacío nictálope. Berto escupió el gajo sobre la mitad aún entera de la naranja: era amarga. La tiró a la basura y cerró la bolsa. Salió al pasillo y tiró la bolsa por el conducto del incinerador.

      Al regresar, pegó su oreja sobre la puerta del vecino. Ella le hablaba despacio en otro idioma o le cantaba una canción melosa. Se la imaginó desnuda apretando entre sus adiposidades al pequeño y negro Luis, sobre la alfombra desbordante de colillas, ceniza, servilletas, cáscaras, pedazos de comida, tenedores sucios, botellas vacías, latas abolladas y vasos de plástico. Pudo sentir un olor particular, mezcla de humo y alcohol. Una profunda arcada le subió desde el centro del estómago vacío, por segunda vez en el día.

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