Auschwitz. Gustavo Nielsen

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Auschwitz - Gustavo Nielsen страница 6

Автор:
Серия:
Издательство:
Auschwitz - Gustavo Nielsen Novela

Скачать книгу

así. Indispuesto para subir al tren en la estación Carranza, para viajar apretado por la gente, bajarse en Retiro, caminar las cuadras que lo separaban del edificio Mondrián, en Plaza San Martín. Tenía que descansar. Escuchó el chirriar de la puerta de su vecino Luis. Miró el sobre. ¿Había ido hasta el correo a enviar la postal, había gastado un franqueo, había molestado al servicio de carteros y al mismo portero del edificio pudiendo, simplemente, entregarla en mano? “Este Luis...”. Berto se asomó al pasillo antes de que su vecino cerrara la puerta. Varias bolsas de supermercado esperaban en el umbral. Tenían el logotipo de Jumbo y la estampa de un pino con adornos. Berto levantó las bolsas y entró al departamento contiguo gritando: “Jo,jo,jo,jo: ¡Namasté y Feliz Navidad!”.

      —Hindúes no festejamos Natividades, Beto —contestó Luis, desde la cocina. Un leve acento árido cortaba las palabras en sílabas, como si dijera: “hin-dú-es-no-fes-te-ja-mos-na-ti-vi-da-des”. Acomodaba la compra en la heladera—. Tenemos el Holi, el Diwáli, el Dashehará…

      —Ya, ya —dijo Berto.

      —Nin-gu-na-ti-vi-dad. Namasté —agregó Luis, uniendo las palmas de las manos a la altura del pecho—. Además, ya pasó.

      Salió de la cocina y se abrazaron. Luis tenía la piel del color del Río de la Plata; era petiso, esmirriado y una cicatriz le cruzaba media mejilla. El pelo y las pupilas eran negros; el blanco de los ojos, color manteca. Este detalle se veía solo a veces, porque Luis acostumbraba a llevar los ojos entrecerrados como los de una lagartija. Los hacía pestañar constantemente, lo que provocaba desconfianza en casi toda la gente que lo conocía, salvo en Berto. Para colmo, usaba zapatos blancos. Para hacer las compras, para ir a ver clientes, para pagar los impuestos o pasear. Indistintamente de mañana o de noche. Hasta el día en que conoció a Luis, Berto había pensado que nadie que usara zapatos blancos podía ser persona de fiar.

      Luis estudiaba computación y coleccionaba artículos científicos. Si Berto tenía problemas en la oficina con la computadora, hacía que lo llamaran a él. Habían arreglado cómo debía pasar las facturas, y aunque Luis era muy bueno en lo suyo, aún no había logrado que lo contrataran. Un contrato de Mondrián significaría un buen impulso a su carrera de técnico informático. Luis lo sabía, pero no era eso por lo que cuidaba tanto la relación con su vecino de departamento. Se estimaban, simplemente. Los dos eran solteros y rondaban los cuarenta años. Berto le alcanzó las bolsas de la fruta. Luis le convidó una lata de boukhah, una grapa oriental.

      Se sentaron para brindar por el Año Nuevo. Sobre la mesa había unos recortes anaranjados y puntiagudos, dispuestos a modo de piezas de rompecabezas. Berto tomó uno. Eran cáscaras de naranja. “¿Y esto?”, dijo. Luis comentó que estaba saliendo con una chica obesa que hacía manualidades.

      —Sabés que me gustan rellenas, mnnn...

      —¿Es india?

      —Hindú. Piel ce-tri-na como la de un durazno macerado; mu-lli-dez de montaña de heno. ¡Imposible sentir sus huesos!

      Berto se rio.

      —Es muy halibidosa.

      —Habilidosa.

      Luis asintió.

      —Monda naranja con una cuchilla sis-sis; triangula los orillos con tijera de peluquería... ¡Ah...!

      —¿Y no se pudre?

      —¡No, le encanta!

      —Digo, la cáscara.

      —Todavía no sabemos.

      Comentó también que estaba fascinado con sus pezones grandes y del color caramelo de los platos Durax. Comprendía que no era muy presentable —ciento veintitrés kilos distribuidos en un metro cuarenta y ocho—, y hasta podía entender a su madre cuando le decía que era poca cosa para él. Pero todo se debía a que la mirada de la gente era superficial. Él, que la había conocido por adentro, sabía lo que esa niña valía.

      —El pingo mío se me va tieso del gusto.

      Berto levantó la lata de boukhah en un brindis. Luis retribuyó el gesto.

      —También aprecio que haga estas cositas... Mira.

      Se inclinó sobre la mesa y movió las piezas de naranja hasta formar una figura. Apoyó las palmas de las manos sobre el modelo terminado y lo giró cuidadosamente, arrastrándolo sobre el vidrio. La figura formaba la palabra Luis, con los bordes dentados.

      —¡Deliciosa swami redondita! —gritó—. ¡Amor!

      Berto pensó que una mujer que hiciera semejante manualidad era prácticamente incogible.

      —Horripilante —alcanzó a decir, antes de que Luis inclinara la cabeza hacia atrás para beberse lo que le quedaba de boukhah.

      La mesa estaba tan sucia que Berto sintió que odiaba a esa chica. Luis dijo: “está por venir, la vas a conocer”. Berto se excusó. Tenía que hacer una llamada por teléfono. “¿No fuiste a trabajar?”. No. “Ah, oligraca...”. Berto sonrió y bebió de su lata hasta vaciarla. La apretó en el puño. Sobre la mesa, el bollo de aluminio era una basura más.

      —No fui porque tuve un problema.

      Luis dejó su lata vacía al lado de la otra. Se sonó la nariz con un Kleenex y también lo apoyó, hecho un bollo, sobre la mesa.

      —Un problema con una guarra.

      Luis estaba acostumbrado a oír los problemas de su vecino: todos eran de mujeres; todos eran irresolubles; de todo tenía la culpa el género femenino.

      —Esta vez va en serio —dijo Berto.

      —¿Matrimonio?

      —Ni muerto.

      Le contó lo que había pasado en la fiesta del Club Israelita: los knishes, el calor de incubadora y el preservativo. Puso especial énfasis en ese punto.

      —Esa noche no lo inflé —explicó—. Pero le hice dos nudos.

      —¿Estufa en verano?

      —Sí.

      Le contó su temor y se preguntó una vez más para qué querría el preservativo. Luis prometió fijarse en los artículos científicos. La última revista Técnica Hoy venía con una separata de las novedades genéticas y los adelantos en el campo de la fecundación. La ciencia se renovaba rápidamente en el tema de los óvulos y los espermatozoides.

      —¿Y cuál es el problema?

      Berto abrió grandes los ojos. Luis acomodó el cenicero entre los restos que había sobre la mesa y comenzó a fumar.

      —¡Mierda! Puede aparecer cualquier bebé por ahí, con mi cara. Rosana podría vender el semen, inseminarse ella misma, o regalárselo a sus amigas en los cumpleaños. Con un poco de maña, cualquiera puede tener un hijo mío. Es algo repugnante.

      Luis dejó caer la ceniza desde demasiado arriba del cenicero; parte cayó adentro y parte afuera. Volvió a aspirar su cigarrillo. Largó el humo calladamente.

      —Me da cosa... no sé. —Berto pensó que los fumadores eran la gente más sucia del mundo,

Скачать книгу