Auschwitz. Gustavo Nielsen

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Auschwitz - Gustavo Nielsen страница 5

Автор:
Серия:
Издательство:
Auschwitz - Gustavo Nielsen Novela

Скачать книгу

puso en actitud belicosa debido a la proximidad, y aunque ella hizo “mnnn”, Berto no quiso oírla. Solo iba a despertarse si la veía revisar los pantalones sobre la mesa de luz. Y para eso ella tendría que desenredarse, incorporarse, dar la vuelta, tomar los pantalones, sacudirlos, volver a rodear la cama, volver a introducirse, hacerse la dormida. Fue tanta la tranquilidad que logró Berto que hasta tuvo un sueño. Un sueño feo, como todo lo que había en esa casa.

      Se encontraba fumando en el balcón de su departamento, tranquilamente, cuando escuchó ruido a llaves en la puerta de entrada. Nadie más que él tenía esas llaves. Ladrones. Soltó el cigarrillo encendido sobre la baranda. La puerta se abrió. Un hombre idéntico a Berto hizo su aparición. Tenía el mismo llavero con pelota de tachas, vestía la misma ropa, arrugaba las facciones con igual desagrado. Cerró la puerta con un golpe y fue directo al balcón para arrojar la colilla que le estaba abrasando los dedos, al vacío del patio de aire y luz. La colilla pasó rozando la oreja de Berto.

      Se despertó sobresaltado. Alguien estaba parado junto a la cama, en la oscuridad. Podía percibir el movimiento. Pensó en el doble del sueño, que acababa de ver cara a cara, como al reflejo en los espejos. Palpó el cuerpo de ella, que seguía acostado, enredado, dormido. Sintió que el aire se movía apuradamente a sus espaldas, como impulsado por un ventilador de aspas humanas. Extendió la mano hacia la frazada que hacía de cortina y algo —¿una planta?, ¿un animal?, ¿un hombre?— le rozó los dedos en la oscuridad. Esa cosa estaba viva y emitía más calor que la misma estufa, era algo que estaba más sudado que la propia masa muscular de Berto. Un gato enorme, pensó, sin pelos y con la piel de gallina. ¿Todo eso había sentido en ese mínimo contacto? Su ropa cayó al suelo y el grito surgió, por fin, de la garganta de Berto, que se paró y arrancó la cortina de un tirón.

      La luz caló todos los rincones de la habitación, como un detective buscando al asesino. Rosana se despertó. Berto no paraba de decir “había alguien”; se vestía otra vez y gritaba, afiebrado: “alguien, alguien”. El calor le volaba la cabeza. “Lo toqué”. Ella se levantó. Cubierta por la sábana fue hasta el comedor, miró hacia el patio, revisó el baño y la cocina y regresó al dormitorio con las ojeras puestas.

      —No hay nadie —dijo.

      —Pero lo toqué... —Los ojos de Berto estaban rojos de sueño y confusión, de agotamiento y sueño.

      —¿A quién?

      —No sé... —balbuceó—. Estaba acá...

      —Vivo sola.

      —Pero había alguien...

      —¿Adónde?

      Su cara se desencajó en un gesto desesperado. Ya estaba vestido. Tenía puestos hasta los zapatos.

      —¿Se fue? —preguntó.

      Rosana suspiró largamente. No había dormido casi nada.

      —Está bien, me voy —dijo él.

      Ella lo siguió hasta la puerta. Le abrió con su mano repleta de anillos. Berto se detuvo un momento, para pensar si podría manejar el auto o no. En su estado. Desde la puerta entreabierta se veía parte del capot del Torino cupé 380, verde esperanza militar.

      —Chau —dijo Rosana.

      Berto ni le contestó. Salió a un jardincito abundante de dalias y hortensias, pasó una verja entre dos pilares que terminaban en enanos de cemento. Los enanos estaban pintados de blanco. Tanteó las llaves en su bolsillo, tanteó la billetera. Estaban en sus sitios. Abrió la puerta del auto, se subió, arrancó. El primer semáforo, a tres cuadras, lo tomó por sorpresa. Frenó sobre la senda peatonal. Metió las manos adentro de cada uno de los bolsillos, hasta el fondo. Tiró de los géneros hacia afuera; uno por vez. No todo estaba en su lugar. Le faltaba el preservativo.

      2

      Las luces del semáforo le decían “pará, Berto, revisá bien”. La luz roja era un lunar de carne; la amarilla era un preservativo sin usar; “ahora seguí, Berto, seguí”. Verde. Berto pensó que no sabía cómo seguir, qué tenía que hacer para recuperar el semen extraviado. El semáforo no indicaba el camino, simplemente bajaba la bandera de largada y se lavaba las manos. “Mierda”, dijo Berto.

      Estacionó a doscientos metros, frente a la puerta de un restorán. Faltaban varias cuadras para llegar a su edificio, pero no podía seguir manejando. Estaba perturbado. Miraba pasar a la gente como desde una jaula de cobayos; como si todas esas mujeres que iban y venían fueran investigadoras y él, pobrecito, ratón. Mujeres con sombreros, adolescentes en delantales y medias tres cuartos, cuarentonas en taxis, gimnastas de pantalones chillones, señoras de compras, ejecutivas entalladas, embarazadas, niñas, abuelas. ¡Cuánta gente para las ocho de la mañana! A Berto le encantaban las mujeres; es más: se hubiera cogido a muchas de las que pasaban, menos a las abuelas, a las que arrastraban changos, a las embarazadas que habían cumplido el sexto mes y a la más petisa de las que llevaban sombrero, que era enana. ¡Si se había cogido a una jipi con lunares cancerosos! A esa que pasaba ahí también le habría hecho el favor, claro. A la del júmper. Los júmpers eran las ropas más sensuales para Berto, porque el cuerpo quedaba desvestido en una sola movida. Y quedaban al descubierto las nalgas apretadas, las tetas de pezones duros. Todas tenían algo. Con todas las mujeres de su vida se podía armar una Frankenstein de ensueño, ochenta por ciento judía, sacando las piernas de una, el cuello de otra, los ojos de una tercera. ¡Hasta podía incluir partes de Rosana! Todas tendrían algo para contribuir a aquella mujer perfecta, pero ninguna de ellas, de eso Berto estaba seguro, querría guardar su semen, salvo la última. ¿Cuánta vida tenían los espermatozoides fuera de su cuerpo? Seguramente más de lo que Berto tardaba en producirlos de nuevo. Él entendía que si estaban en un medio cálido y viscoso (por ejemplo: el cuello del útero), podían aguantar uno o dos días. La única señora que vio con delantal tenía los pechos grandes y blandos. Para rebotar, pensó Berto. La mujer sacó un celular de su cartera. “Hola, Saravia, feliz año”. Berto miró la fecha en el reloj. Jueves siete de enero. Puso primera. Arrancó.

      En su departamento lo esperaban tres llamados y dos tarjetas postales. Una tarjeta y un llamado eran de su trabajo. “Feliz Año Nuevo” y “Bonjour, monsieur: ¿agreglo citas paga hoy y mañana, o las paso paga la semana pgróxima?”. Era la secretaria de Mondrián, una pituca de la Alianza Francesa llamada Dominique, de cincuenta y tantos años muy deteriorados, renga de la pierna izquierda. Una francesa nacida en Bernal, que pronunciaba a lo Cousteau. Le habían puesto la menos excitante de todas las mujeres para que él pudiera hacer su trabajo, y para que la dejara trabajar a ella. Desde que Dominique había entrado a la oficina, Berto odiaba a los discapacitados. Ese año había devuelto sin abrir las tarjetas de salutación que los pintores sin manos venían enviándole para las fiestas y él compraba sin chistar. Hizo suspender la compra mediante la propia Dominique. Sin embargo, la voz de ella en el contestador lo calentaba. Algo había allí de la aprendiz de francesita que habría sido en el Liceo, en sus años de llevar polleras y escotes. La otra tarjeta era de su vecino. Traía una foto de una naranja en tamaño natural, con la inscripción “Beto: dulce año para ti y los tuyos”. ¡Dulce año! Parecía una propuesta gay. ¡Dulces lechitas! Aunque Luis, el vecino, no era gay. Era hindú. Berto soportaba sin corregirle el hecho de que lo hubiese apodado Beto, sin erre, porque le parecía que Luis lo hacía de cariñoso. La naranja era un lunar de carne varias veces aumentado.

      Los otros dos mensajes eran de Rosana. Uno decía:

      “Tratemos de tranquilizarnos; es el principio del año y sería bueno que nos siguiéramos viendo... ¿Hola? ¿Estás ahí?”.

      El segundo mensaje decía:

      “Ya

Скачать книгу