Señor Jesús: ¿Quién eres tú?. Antonio Gallo Armosino S J

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Señor Jesús: ¿Quién eres tú? - Antonio Gallo Armosino S J страница 10

Señor Jesús: ¿Quién eres tú? - Antonio Gallo Armosino S J monografías

Скачать книгу

María y José!; estar un tiempo juntos, rodeados por los demás parientes en su vieja habitación, en la paz de las horas nocturnas y de la oración. Sería la despedida final de algo que le pertenece a uno por haberlo vivido, trabajado, recorrido, hecho parte de sí con toda su geografía de patios y portales.

      Las casitas se multiplicaron desde lo hondo hasta el monte; las más atrevidas, sobre la explanada arriba del collado, sobre el acantilado que ceñía como una barrera, y un abrazo a toda la región. A Jesús le encantaba imaginar esta breve cadena que protegía el valle de los vientos del norte, con su corte vertical en el frente como un derrumbe. Y en lo alto de la plataforma, se destacaba la sinagoga, casi en la orilla, con su modesta sala, las aulas de estudio y la escuela bíblica. Cuantas oraciones al Padre Celestial, cantos, horas de estudio de los profetas y de la ley. Hasta allá arriba había que subir para las fiestas, para la oración del sábado. Este punto era como el centro del mundo. Desde allá se divisaba toda Galilea y se podía imaginar el universo... ¡Qué lugar ideal para lanzar al mundo la idea del Reino!, precisamente ahora que la voluntad del Padre empujaba a Jesús a iniciar su misión entre el pueblo: el discurso glorioso del Reino de Dios.

      Él había escogido este punto, así como el púlpito, ambos a la vista de todos, para anunciar la buena nueva. Ofrecer a ellos las primicias de su anuncio, entregarles la nueva visión de Israel y la nueva esperanza: Israel perdonado, rescatado, iluminado por una fe nueva y una alianza universal; y extenderlas a todos los pueblos de la tierra. Con este entusiasmo en el alma, Jesús trepó la cuesta hasta arriba, al mirador de la sinagoga, acompañado con saludos y abrazos de familiares y amigos de antes. El sabía que sería el día del gran anuncio, a Nazaret la humilde, pero también la fiel y la primera, en Israel y en el mundo, en recibir la revelación; el cumplimiento de una profecía de Isaías, de quinientos años atrás, hecha realidad entre ellos. De allí se irradiaría el mensaje de salvación a todos los hombres, a todos los pueblos. Con este sueño en el alma entró a la asamblea.

      Jesús recibió el rollo de las escrituras, desenrolló el papiro y buscó en Isaías (Is 61,1-2). Se hizo un gran silencio y la asamblea vibró como por angustia. De repente, sonó su voz; no era la de Isaías, sino Él quien hablaba de sí: «El Espíritu del Señor me acompaña, por cuanto que me ha ungido Yahvé» (Is 61,1; Lc 4,18). Un suspiro de maravilla corrió por todos los rostros; todo el mundo entendió que hablaba de sí mismo. Al instante, la asamblea se partió en dos: la gran mayoría, extrañados y escépticos; unos pocos, admirados, sorprendidos y dudosos... se estremecieron.

      Corrió la indignación: lo querían oír de su boca, pues era como una blasfemia. Los bandos estaban formados: los de las piedras, en contra de la presunción; los de la humildad, reprimidos y buscando una fe. Jesús percibió la frialdad y el desprecio, así como la cara del maligno. ¿Dónde estaba su público? No encontraba caras de amigos; tenían los ojos cerrados. El encanto ya se había roto, su imaginación del pasado se disipó. Se abrió delante de Él un mundo nuevo, extraño y desconocido: un pueblo sin fe, sin amor, sin relación con el Padre; su pueblo elegido se había dispersado, como ovejas sin pastor sobre las colinas y por las hondonadas: No habría que buscar fe donde solo había confusión y desengaño.

      La lectura de Isaías (61,1-2) continuaba: «(...) Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los pobres». Ahora, en la mente de los oyentes se representaba a Jesús como ungido a la par de los reyes y profetas, pero rechazaban lo del espíritu. Él seguía hablando: «(...) a vendar los corazones rotos, a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar año de gracia de Yahvé (...)». ¿Cómo creerlo allí donde los sueños se habían ofuscado y las esperanzas agotado; y donde los oprimidos seguían siendo dominados?, ¿qué habría de verdad? El silencio era absoluto. Y como si la intención no fuera ya por sí evidente, Jesús añadió: «Esta Escritura que acabáis oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21); este discurso profético se ha vuelto realidad. Es el año de gracia, es el amanecer de la iluminación, pues el Reino de Dios empieza aquí, hoy, y Nazaret está en el centro de este milagro.

      La palabra que Jesús anunció, hoy es la luz de la verdad, pues concede la libertad e indica el camino de la salvación; de aquí brillará hasta invadir el mundo entero, palabra de alivio, de gracia y de amor a los pobres. Delante de Él, buscándolo, corrían las multitudes humanas de todos los tiempos y lugares. Se sintió invadido por el Espíritu Santo y su corazón vibraba de amor; pero el anuncio cayó en el desierto, ya que no hubo reacción, no lo entendían. Sus preguntas iban por otro rumbo: ¿qué clase de anuncio?, ¿qué tiene que ver con nuestras vidas?, ¿quién es él, el que habla?, ¿no es uno de nosotros?, ¿por qué no actúa?, ¿no hace algún milagro?

      Un anciano fariseo se puso de pie y le dijo: Todos los verdaderos profetas han hecho milagros con el poder de Dios... Por ejemplo, Moisés hizo brotar el agua de las rocas para todo el pueblo; Elías hizo bajar el fuego del cielo; Eliseo resucitó a un muerto... Y tú, ¿qué haces? La asamblea, al responder, le hizo eco: «¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?» (Mt 13,55-56). A esto, Jesús replicó: «habéis oído de las maravillas que se hicieron en Cafarnaúm, pero aquí no podré realizar signos, porque ustedes no tienen fe» (Lc 4,23-24). No creen en el Padre, mucho menos en el Hijo que Él envió al mundo, ni en el Espíritu Santo, quien habla a través de mí.

      El anciano cometía un error; su criterio estaba formado según la antigua ley. La ley era el fruto de la alianza con Dios, pero él ignoraba que la ley tenía un recorrido: desde un principio, para recolectar al pueblo elegido al servicio del Dios único, hasta llegar a un destino, que era realizar el plan de Salvación a través de la presencia del Mesías. La ley era el ayer y el Mesías está presente hoy: la frase de Isaías era un anillo de conjunción entre la profecía de ayer y la realidad de hoy. En el presente no está solo Dios Padre: está el Padre con su Hijo y el Espíritu: un solo Dios, trinitario.

      El Antiguo Testamento cobraba existencia desde la presencia de su Cristo hoy; la revelación de hoy iluminaba la antigua alianza. Ya pronto una nueva alianza sería sellada con sangre: con la sangre del Cordero; este Cordero era Dios hombre. Para el anciano solo existían los profetas del anuncio hacia un futuro, e ignoraba que Jesús no era un profeta, sino quien cumplía esas profecías y le daba vida al pasado y al futuro, desde hoy. El hoy y el pasado estaban muy envueltos en el misterio. Por esto, el anciano se refugió en las apariencias exteriores de los profetas sin conocer la realidad profunda. Pedía señales materiales, mientras la realidad interior estaba ante él. Por esto, Jesús se refiere a Cafarnaúm y a las maravillas.

      Esta alusión a Cafarnaúm hirió el orgullo local e hizo enardecer los ánimos. ¿No somos mejores que ellos, que estos pescadores del lago?, ¿tú has venido para humillar a Nazaret? Somos el pueblo más pequeño de Galilea, el más despreciado, ignorado y marginado; no soportaremos que uno de nosotros, el hijo de un carpintero, nos insulte. La consciencia colectiva, con una llamarada de odio, se encendió como una hoguera. La identidad étnica agredida surgió como una ola y despertó la historia de los levantamientos: ¡quitémoslo de en medio! La masa se agitó y salieron de la sinagoga.

      Empezaron a moverse hacia fuera, hacia el borde del precipicio y lo empujaban para despeñarlo. Adelante se desplegaba el gran valle de Nazaret y Galilea, hasta el occidente lejano. Desde allá arriba, desde la plataforma, caía el acantilado de varios centenares de metros, suficiente para hacer justicia. Un furor ciego se había apoderado de cada uno... se iban acercando al límite.

      Jesús se volteó. Tenía enfrente a un hombre y le dijo: «Todavía no es mi hora». El hombre sintió su mirada como una espada que lo atravesaba y tuvo miedo, y se apartó. Jesús se echó a andar, nadie lo detuvo. Caminaba hacia las colinas, hacia el oriente, hacia el lago, hacia la casa de Pedro, de Juan y de Santiago. Al poco tiempo, había un pequeño grupo de hombres, mujeres y niños; se arrodillaron. Alguien dijo: Señor, nosotros creemos en ti, te amamos, y te seguiremos. Él los bendijo y continuó por el sendero que iba hacia otros pueblos.

      Los

Скачать книгу