Señor Jesús: ¿Quién eres tú?. Antonio Gallo Armosino S J
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Este momento marca el inicio de una nueva era, la del plan de Dios para rescatar el amor de la humanidad hacia su creador: ocurrió en el mismo Jordán, el río que vio detenerse a los sacerdotes con el arca de la alianza, mientras que el pueblo de Israel entraba, a pie enjuto, a tomar posesión de la tierra, la que había sido prometida a Abraham mil años antes. En aquel tiempo antiguo, era la tierra que Dios les daba para salvarlos de los enemigos; ahora, Dios les da al Mesías, su hijo, quien los salva del mal y del pecado.
Como asegura Pablo a los romanos, solo hay un plan establecido por Dios, para rescatar la humanidad condenada, y ustedes los que han sido incorporados a Cristo por el bautismo también son «hijos de la promesa de Abrahán» (Romanos 9,8). «Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abrahán, herederos según la promesa» (Ga 3,29). Más tarde, esta conexión quedará establecida con la respuesta que Jesús dará a los discípulos de Juan, cuando le preguntan si Él es el Mesías o si deben esperar a otro: «Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te guarde en el camino y te conduzca al lugar que te he preparado» (Ex 23,20). Y da la prueba de su realidad mesiánica: «los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mt 11,5); ya lo había anunciado Isaías (Is 35,5-8). El futuro ya está en el presente: el poder del Padre, quien le envió, está incorporado en sus acciones. Todas la obras, que él anuncia y realiza, son actos de amor del Padre y de Él.
CAPÍTULO 3
VENID Y LO VERÉIS
(Jn 1,39)
Juan y Andrés eran discípulos del Bautista, y habían sido bautizados a pesar de ser buenos israelitas. Vieron a Jesús pasar de largo, y oyeron la exclamación de su maestro: «¡He ahí el Cordero de Dios!» (Jn 1,36). A Juan, el hombre duro, no le importó que sus discípulos le abandonaran, con tal de que se fueran con Él. Les dirá más tarde: «Es preciso que él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Los primeros en acompañarlo fueron ellos dos.
Viendo que lo seguían, Jesús fue el primero en hablar: «‘¿Qué buscáis?’» (Jn 1,38). En realidad, esta pregunta era como un decir: ¿hay una fuerza que nos une?, ¿hay un sueño que nace en esta soledad? Y la razón era Él. Jesús percibía que una vibración emanaba de Él, una energía envolvía a los dos desconocidos y los amarraba a Él, a pesar de encontrarse en un mundo solitario y extraño.
En aquella soledad, nada movía a los dos jóvenes a seguirlo... nada qué descubrir, excepto un vacío, unas rocas, un valle seco y polvoriento, y Jesús caminando hacia la montaña. Ambos evocaban la historia de antiguos profetas: Moisés viendo arder áridos matorrales en el desierto; Samuel oyendo la voz del Señor en la oscuridad; Elías extendiendo su manto al hombro de Eliseo mientras araba en el campo. Se preguntaban: ¿Qué hará Jesús con nosotros?... «Rabbí –que quiere decir Maestro– ¿dónde vives?» (Jn 1,38). La pregunta sonaba casi absurda en aquella inmensidad abandonada. ¿Qué podría haber allá, arriba de la montaña, además de una cueva excavada en la roca y un puñado de hierba seca para sentarse?
Sin dejar de caminar, Jesús hizo un gesto de amable acogida: «‘Venid y lo veréis’» (Jn 1,39). ¿Era una respuesta?, ¿una invitación?, ¿un mandato? En todo caso, tenía algo de definitivo; no cabía un paso atrás. Con una palabra, el Mesías se entregaba... todo entero y para siempre. Los discípulos –Andrés y Juan– se dieron cuenta de que ya pertenecían a la familia: no había un lugar encerrado, su casa era el mundo, con Él habitarían la tierra. De repente, se sintieron libres: quedaron atrás, en el sendero, todas sus cadenas. Ya no había compromisos ni amigos ni parientes ni casas ni patria; tampoco había camino que recorrer hacia adelante, pues habían alcanzado la meta, el fin, el centro. El centro era Él... y alrededor se encontraba todo el mundo. En el atardecer, las sombras estaban invadiendo el valle, mientras que el sol se ponía detrás de la cordillera de las rocas de la tentación.
El Jordán se había perdido en la niebla. Se asentaron en la plataforma de la cueva, bajo el alero, viendo hacia el oriente. Desde una rústica alcancía, Jesús trajo unos panes y algunos dátiles de las palmeras de Jericó. Comieron en silencio mientras contemplaban los espacios abiertos y la puesta del sol; la presencia del sol lo invadía todo, y daba a la escena esos colores increíblemente tiernos y transparentes del anochecer.
Luego Jesús empezó a hablar. Delante de los ojos de Juan y Andrés, desfilaban los dramáticos episodios de la historia de Israel, y corrían las aventuras del pueblo elegido, guiados paso tras paso por la mano del Padre de Jesús, el Dios Único. En esta historia de luchas entre el bien y el mal, entre la obediencia y la infidelidad, entre la santidad y el pecado, se trazaba un camino que terminaba en Jesús. La creación del mundo estaba a sus pies a través del desierto de Judea hasta el horizonte. El pecado del primer hombre tenía vigencia en las ciudades más lejanas que se perdían en la oscuridad. Los pueblos sufrían la angustia de una esperanza perdida que atravesaba los siglos, para terminar allí al pie de aquella montaña, en la que Jesús empezaba a recopilar su pequeña grey.
Revivían los grandes personajes del Génesis, desde los patriarcas descendientes de Adán: «También a Set le nació un hijo, al que puso por nombre Enós. Éste fue el primero en invocar el nombre de Yahvé» (Gn 4,26). Siguen: Quenan, Mahalalel, Yered y Henoc: «Henoc anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó» (Gn 5,24). Y se continúa hasta Matusalén y Lamec, quien engendró a Noé. Los paladines de la devoción a Dios, en la historia que narraba Jesús, iban discurriendo hacia la oscuridad, mientras la humanidad se alejaba de la verdad y el respeto hacia Él, al punto de provocar el hastío y la repulsa del Señor. La ira de Dios se volcó sobre el mundo: «Entonces dijo Yahvé: ‘no permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne; que sus días sean ciento veinte años’» (Gn 6,3).
Por eso, Dios decidió salvar al último justo, quien todavía profesaba el temor del Creador y creía en Él; así, volvería a empezar con una humanidad nueva, mientras condenaba al exterminio la totalidad de la estirpe:
Viendo Yahvé que la maldad del hombre cundía en la tierra y que todos los proyectos de su mente eran puro mal de continuo, le pesó a Yahvé de haber creado al hombre en la tierra, y se indignó en su corazón (Gn 6,5-6).
Difícilmente, podría expresarse, de forma más amarga, la tristeza del corazón del Padre. No solo veía destruido su plan de santificación, sino tergiversada su inteligencia, y heridas su santidad infinita y la dignidad de su amor. Sin embargo, «(...) Noé halló gracia a los ojos de Yahvé. (...) Noé andaba con Dios» (Gn 6, 8-9). Obedeció a Dios en la construcción del arca y ofreció el primer sacrificio después del diluvio. Entonces, «dijo Dios a Noé y a sus hijos: ‘he pensado establecer mi alianza con vosotros y con vuestra futura descendencia’» (Gn 9,8-9).
En realidad, también la descendencia de Noé fue adulterando la fe en el Dios único. El símbolo de esta deserción está en la torre de Babel: un pueblo único, con una lengua única (Gn 11,9). De Babel, se dispersaron a lejanas regiones, hacia los cuatro puntos cardinales: no solo invadieron toda la tierra, sino que los idiomas se multiplicaron y se diferenciaron los alfabetos entre cuneiformes, fenicios y egipcios; asimismo, se multiplicaron los dioses y produjeron las más absurdas divinidades, protectoras de sus pasiones. Para resistir a esta degradación, la Biblia enumera a otros siete patriarcas, encargados de perpetuar la fe después del diluvio; todos ellos son enumerados en el Génesis (11,10-32). Así, de los descendientes de Sem, el hijo de Noé, se encuentran ahí: Arfacsad, Sélaj, Héber, Péleg, Reú, Serug, Najor y, por último, Téraj, el padre de Abraham. Este último emigró con la familia desde Ur de los