Señor Jesús: ¿Quién eres tú?. Antonio Gallo Armosino S J
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Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36,25-26).
Esta será mi empresa digna del Padre: reconducir a este pueblo al corazón de Dios, lanzar la invitación al amor hacia toda la humanidad; así, vendrán a adorarlo desde los extremos de la tierra, los dispersos se integrarán en una fe y poseerán el único bien, la gracia que santifica: todos serán llamados. Y rezó con Jeremías: «Pues tú estás entre nosotros, Yahvé, y por tu Nombre se nos llama, ¡no te deshagas de nosotros!» (Jr 14,9).
Cuanto más su alma se unía al Padre, igualmente se alejaba de la materialidad de las cosas, del sacrificio, de los patios de la oración, de los amigos. Rezaba con el salmo 119: «Tus manos me han hecho y me han formado, instrúyeme para aprender tus mandamientos» (Sal 119,73). Y se unía al cántico de Habacuc: «Su majestad cubre los cielos, de su gloria está llena la tierra. Su fulgor es como la luz» (Ha 3,3-4). La iluminación celeste lo invadía y lo poseía y, a la vez, lo separaba: «Compañeros y amigos huyen de mi llaga, mis allegados se quedan a distancia» (Sal 38,12). Regresó a la tierra y buscó inspiración en los sabios, se unió a los grupos de estudiantes, a las oraciones colectivas y a las clases que impartían los doctores de la ley.
Fue entonces cuando vio entrar a la pareja, es decir, a su madre y a José. Era evidente el estado de agotamiento de ambos: cansados y polvorientos, sin dormir y sin comer después de haber tocado un centenar de puertas y no haber recibido respuesta. No pudieron callar una pregunta: «Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su madre le dijo: ‘Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?’» (Lc 2,48a). Fue un diálogo difícil, pues la distancia entre los dos era infinita.
La Virgen hablaba desde su corazón de madre, desde la tierra. En el medio había un abismo. Jesús contestó desde la otra orilla, desde el cielo: «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). La casa a la que se refería era demasiado grande, abarcaba a todo el mundo y a todos los hombres. Solo había pecadores; era el dominio de Satán. Las palabras de Jesús cayeron sobre los mármoles del pórtico de Salomón... ¿Quién las recogería? ¡Qué sentido tan grande! No había mente humana que las comprendiera.
María bajó los ojos al suelo, y solo vio un largo camino y recordó las palabras del viejo sacerdote Simeón, allí en el templo: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!» (Lc 2,35). Jesús estaba ahí a pocos pasos de ella, pero no le reconocía; el Padre estaba de por medio; el Padre se encontraba en todas partes; el templo estaba lleno de su fuerza. Se sentían como perdidos en una alborada que no conocían.
Ante la respuesta de Jesús, José estaba del todo marginado a pesar de la respuesta de María: «Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando» (Lc 2,48b). Todos los que escuchaban se quedaron atónitos: ¿quién era su padre?, ¿por qué buscarlo?, ¿qué había sucedido?, ¿no eran una familia?, ¿no era este el hijo que habían estado cuidando, año tras año, como la niña de sus ojos?, ¿era a quien habían entregado su vida, su amor, su conocimiento de Dios, su sabiduría?, ¿por qué buscarlo?, ¿qué había sucedido para separarlo de ellos?
Ahora, miraban a José como a un ser extraño, quien sintió que todo se desplomaba alrededor de él: ¿su Padre? Es cierto, su padre es el Señor del cielo. José estaba en la entrada del aula, las últimas fuerzas le abandonaron y para no caerse, se apoyó en una de las columnas del pórtico. ‘Yo no soy su padre’. Esta verdad evidente nunca había sido dicha en público. Era verdad y había sido proclamada en este lugar sagrado. José se sintió totalmente solo y, de repente, viejo y sin fuerzas. A Jesús, lo había tenido como suyo desde la noche de Belén, lo había llevado por el desierto hasta Egipto, lo había alimentado con su trabajo de migrante pobre, le había transmitido lo mejor de sí en la casa, en sus faenas, en la sinagoga. Esta verdad yacía escondida en su corazón. Y no tenía derecho a ser proclamada a la luz del sol. Sin embargo, aquí en el Templo de Dios, se había clavado en el suelo como una piedra miliar, inamovible, eterna. Miró a María delante de sí y sintió que no era suya.
Ella sí era su verdadera madre, pero él –Jesús– tampoco le pertenecía a ella. Ella también había sido aislada, separada: tampoco tendría parte en el asunto, pues eran cosas del Padre. Los tres se mantenían cerca, a un brazo de distancia; a pesar de ello, en realidad, José, María y Jesús estaban tan lejos el uno del otro, ¡tan solos! Y Jesús, cautivado por esta extraña concurrencia. ¿Estaría su Padre con él? José entendió que su tarea de padre legal se haría cada día más difícil; y también comprendió que su función como esposo de María se desvanecía; el Espíritu Santo, su verdadero esposo, hacía sentir sus derechos absolutos.
Desde este día, José empezó a morir visiblemente, cada día un poco más. María recuperó a su hijo, solo por un tiempo, pero ya no era el mismo, ya no era totalmente suyo; había sido conquistado, sumergido por una ola de gente que le exigía, que lo buscaba y, que a la vez, amenazaba con adueñarse de él. Sin embargo, ella y José estuvieron satisfechos de que la energía de su presencia los envolviera. Empezaba una nueva etapa en su familia: Jesús entregado a su misión, y ellos, a volverse discípulos.
Tenían grabado en la mente que, en medio de los maestros, «todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas» (Lc 2,47), pero más que todo por sus preguntas. Estas, ¿inducirían a una diferente visión de la fe?, ¿un calor de devoción más humano, un Dios más cercano, un padre dispuesto a perdonar y a salvar? Tales preguntas ya no pertenecían a la ley antigua, sino que miraban hacia el futuro. Por esto, «ellos no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2,50). Todavía estaban amarrados al pasado: él era el futuro, como enseñará más tarde en el mismo templo: «mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado» (Jn 7,16). Era la doctrina que subvertía el orden antiguo desde sus raíces: en la casa del Padre.
CAPÍTULO 2
TODA JUSTICIA
(Mt 3,15)
Jesús abandona Nazaret y se desplaza hacia el río Jordán, donde San Juan Bautista estaba bautizando y predicando la penitencia. Es el encuentro entre los dos mensajeros de Dios: el Precursor y el Mesías, ambos cumpliendo un preciso mandato de Dios. Sin embargo, no dejan de ser humanos ni de razonar con su mente humana. Juan se niega a bautizar a Jesús, porque lo reconoce como al verdadero salvador; pero él ignora el misterio de Jesús en el nuevo orden puesto por Dios, ya que su hijo está destinado al sacrificio y su humildad rebasa todas las categorías: Jesús es quien va a sufrir.
El diálogo de Juan Bautista es correcto desde el punto de vista humano: ‘Tú eres mi Señor, el santo; yo soy el pecador. ¿Cómo puedo bautizarte a ti, el inocente?’.
La respuesta de Jesús llega desde el punto de vista del Salvador: mi tarea es la humillación... la víctima carga con los pecados de la humanidad entera; cumplir toda justicia es identificarme con todos los pecados. Juan acepta la justicia de Él. Esto es algo más que predicar a los pecadores: es entrar al mundo de Él, la inocente víctima. Ya no se extrañará si algo extraordinario sucede; Juan realiza su humilde tarea, pero el Padre Dios interviene desde el cielo.
La respuesta de Jesús se entiende desde la encarnación del Hijo. Se ha rebajado, anonadado y situado en la categoría de los pecadores. Cumplir toda justicia es identificarse con su propia misión. Las dos misiones son complementarias, pero esencialmente diferentes.
La de San Juan es suscitar la conciencia de los pecados, personales y colectivos; por ello, asume la fogosidad de Elías, el profeta que hizo bajar el fuego del cielo, y tuvo la autoridad para masacrar a los cuatrocientos profetas