Señor Jesús: ¿Quién eres tú?. Antonio Gallo Armosino S J

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Señor Jesús: ¿Quién eres tú? - Antonio Gallo Armosino S J monografías

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de castigo. Los que escuchaban a Juan el Bautista estaban presos por el mismo horror: miraban dentro de sí, y allí encontraban el dominio del mal, su idolatría. Juan predicaba el arrepentimiento y descubría el pecado que moraba dentro de cada uno. Él bautizaba, pero no tenía autoridad para perdonar los pecados; su tarea consistía en hacer ver los pecados. Bautizaba en penitencia para hacer brillar, en la conciencia, una luz sobre la gravedad del pecado, la podredumbre del vicio, la vergüenza de la traición y de la infidelidad. La conciencia del penitente se enfrentaba directamente con su culpa y le provocaba dolor; no había absolución.

      Lo mismo le había sucedido al rey David, cuando el profeta Natán le espetó en voz alta su pecado, y lo obligó a reconocerlo; hasta entonces, lo había ocultado con la técnica del silencio, una extraña nube de polvo en el desierto que impedía ver... ¡Que nadie me lo recuerde!, pero el profeta proclamó el pecado de David a grito pelado. Ya no podría apelar al silencio ni esconder su vergüenza. La lujuria que lo arrastró al ver a una mujer bella, desnuda e indefensa, lo cegó; y aumentó su ceguera con el delito que cometió: cobardemente expuso al marido de ella ante la muerte. Desde ahora ya no sería su querida amante, sino una pecadora por culpa de él, el presunto amigo del Dios altísimo. Lo que tenía oculto, explotó con un grito: «He pecado contra Yahvé» (2 S 12, 13). Quien en los salmos cantaba el amor de Dios y la devoción incondicional a Dios, ahora se reconocía como su enemigo, uno más de los traidores.

      Por esta confesión, Dios le perdonó la vida, pero no fue perdonado su pecado; Dios se cobró su parte de muerte. El delito de David era demasiado grande para seguir medio escondido en la niebla del desierto: ahora estará a la vista de todos, porque el hijo nacido de Betsabé morirá. David se castigó con ayunos y tomó una actitud de duelo, hasta que el hijo engendrado en el pecado sucumbió a la enfermedad; entonces, recuperó su tranquilidad. Pero sus relaciones con la mujer de Urías ya no serían las mismas, pues ya no sería la bella amante raptada. La escritura asegura que David arrastraba en sí su culpa, y consoló a su mujer, la cubrió de dones y, al nacer Salomón, le prometió que este sería su heredero, y no dejó de educarlo en la sabiduría. Sin embargo, el pecado seguía entre ellos y los dividía.

      No había perdón de pecados en el Bautismo de Juan: su predicación inducía a una angustia, a un profundo temor de Dios y a un deseo de conversión en el penitente; obligaba a pedir cuentas a su conciencia por su indigna relación con el Altísimo: «Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis que viene detrás de mí» (Jn 1,26-27). Isaías ya lo había profetizado: «Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo» (Jn 1,30).

      Entonces, surgía en los penitentes una espiritualidad, la esperanza de una renovación de Israel, el deseo de un Redentor, como lo habían anunciado Isaías, Daniel y Ezequías: la expectativa de un Salvador. En su humillación y pecado, encontraban consuelo y esperanza: «Una voz clama: ‘Abrid en el desierto un camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios’» (Is 40,3). Juan Bautista, el último de los profetas, despertaba en Israel y en todos los que acudían a él desde la diáspora, un deseo irrefrenable de purificación.

      Muy diferente era la misión de Jesús, quien sí perdonaría los pecados y rescataría el amor del Padre; pero su humillación era esencial: ser pecador entre pecadores. Por eso, Jesús fue a que Juan lo bautizara. Allí, sumergido en el agua sagrada del Jordán, Jesús fue uno más entre tantos culpables, un hombre entre hombres bajo el peso de la maldición del Génesis: «Comerás el pan con el sudor de tu rostro, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado. Porque eres polvo y al polvo tornarás» (Gn 3,19). Por esta maldición, todo hombre se ha convertido en un expulsado, no solo del paraíso, sino del corazón de Dios.

      La recuperación será una tarea sobrehumana encomendada al Hijo. Desde el peldaño más bajo de la humillación, le costará sangre, sangre humana purificada por la persona del Hijo. Pero en ese momento, nadie lo podría distinguir de los demás pecadores de este pueblo protegido y rebelde. Solo su espíritu seguía en unión con el Padre. La perspectiva de la tarea salvadora no dejaba de agobiar su fuerza humana y su pensamiento: ¿Cómo encarar la arriesgada empresa del Mesías?

      «No has querido sacrificio ni oblación, pero me has abierto el oído; no pedías holocaustos ni víctimas, dije entonces: ‘Aquí he venido’» (Sal 40,7-8). La desproporción entre la naturaleza humana y la justicia divina era demasiado evidente e infinita la distancia. Desde el desorden absurdo del pecado, y la dominación de las pasiones y de Satanás sobre los pueblos de la tierra, la idea de un rescate aparecía a todas luces inconsistente: ¿Quién escucharía una llamada?, ¿quién entendería mi mensaje? Entonces brotaba, de lo más profundo del corazón asustado del hijo de María, una invocación: «Presta oído, Yahvé, respóndeme, que soy desventurado y pobre» (Sal 86,1).

      A pesar de todo, la confianza en el Padre no lo abandonaba: «Da fuerza a tu siervo, salva al hijo de tu sierva. Concédeme una señal propicia: que mis adversarios vean, confundidos, que tú, Yahvé, me ayudas y consuelas» (Sal 86,16-17). San Lucas se refiere a esta inmensa tensión cuando anota: «bajó sobre él [Jesús] el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; yo hoy te he engendrado’» (Lc 3,22).

      Desde aquí empieza Jesús su misión: desde lo último de la tierra –sepultado por el agua de las generaciones idólatras– hasta que esta misma agua sea convertida en río de salvación. Siempre, en la lengua de los profetas, esta misión de Jesús fue anunciada últimamente por la voluntad del Padre a Juan: «Y Juan dio testimonio diciendo: ‘He visto al Espíritu Santo que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él’» (Jn 1,32). El tiempo se detiene y el Jordán obedece a su dueño.

      En el esplendor de una tarde, la nube oculta la presencia del Señor que contempla los destinos de los hombres. A la humillación, el Padre responde con la exaltación: «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco» (Mc 1,11). Jesús entró al agua como pecador y salió al mundo como el portador de la buena nueva, quien anunciará el reino. La voz retumbaba desde el cielo: «‘Tú eres mi Hijo; hoy te he engendrado’» (Lc 3,22). Los pecadores se estremecieron, Juan se sintió invadido por el Espíritu Santo. La última vez, Dios había hablado a Elías en el Monte Santo y lo había acariciado en su paso como una brisa suave; ahora, ha asumido la figura de un símbolo de paz.

      Un vuelo blanco y ligero como el de la paloma que anunció a Noé el final de la ira, y el arcoíris de la reconciliación. Su misión será llevar paz a los corazones. El gesto de humildad ha sido aceptado y la autoridad del Padre es transmitida al Hijo. Con esta voz, el Mesías ha sido proclamado el Hijo entre el Padre y el Espíritu Santo, es decir, en unión con la Santísima Trinidad. El Bautista añadirá su testimonio: «‘Yo no le conocía, pero he venido a bautizar en agua para que Él sea manifestado a Israel’» (Jn 1,31).

      El mediador entre el hombre y el Padre es el Espíritu Santo, y Juan da testimonio de haberlo visto: «He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él» (Jn 1,32). No dice que vio una paloma, ni que la paloma estaba sobre Él, sino que vio al Espíritu Santo y que este permaneció sobre Él. Esa era la prueba: «...ése es el que bautiza con Espíritu Santo» (Jn 1,33). En Isaías estaba dicho en nombre de Dios: «Éste es mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto mi Espíritu sobre él para que dicte el derecho a las naciones» (Is 42,1).

      Y como si esto no fuera suficiente, añade los secretos íntimos de su relación: «Yo, Yahvé, te he llamado en nombre de la justicia; te tengo asido de la mano, te formé y te he destinado a ser alianza de un pueblo, a ser luz de las naciones» (Is 42,6). Y como juramento final, Dios pone su nombre: «Yo, Yahvé –ése es mi nombre–, no cedo a otro mi gloria» (Is 42,8). Entonces, el profeta exaltado compone un poema:

      Haré andar a los ciegos por un camino que no conocían, los encaminaré por senderos que antes no conocían. Trocaré a su

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