Señor Jesús: ¿Quién eres tú?. Antonio Gallo Armosino S J

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Señor Jesús: ¿Quién eres tú? - Antonio Gallo Armosino S J monografías

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fe absoluta y la entrega de su propio hijo, Isaac –cuyo sacrificio fue suspendido–, hasta que llegara la plenitud de los tiempos y la víctima designada por el mismo Señor Padre. Para ello, transcurrieron mil setecientos años. De la fe de Abram se generó toda la historia del pueblo de Israel, el cual fue liberado de la esclavitud de Egipto por el gran profeta Moisés, quien entró a la tierra prometida para proclamar en Jerusalén al verdadero Dios, en oposición a todos los pueblos paganos.

      El Señor Yahvé suscitó en su pueblo nuevos profetas para corregir las desviaciones y las maldades de sus reyes. Ellos se encargaron de anunciar al prometido por el Padre para la salvación de los pecados; pero el anuncio de su palabra les costó la vida, y todos fueron finalmente asesinados. Isaías intuyó, en sublime visión, la figura del Mesías, el Salvador. El Ungido sufrirá persecuciones y tormentos, y será sacrificado como la víctima: el cordero de Dios. Jeremías cantó sus dolores y la remisión de los pecados; Zacarías y Malaquías penetraron en el misterio de la salvación, y Juan el Bautista, el último de los profetas, dio testimonio de su venida.

      La palabra de Jesús se perdía en la inmensidad del cielo estrellado, que llenaba el silencio de la noche, y que abría el corazón a la oración dirigida al Creador del universo perfecto de los cuerpos celestes y de una humanidad pecadora. Iluminaba la mente de los primeros dos discípulos, a quienes hizo ingresar al plan infinito de Dios proyectado hacia la salvación eterna de su pueblo. Todo lo material se había esfumado alrededor de sus vidas, y la figura del Mesías llenaba todo el espacio y los tiempos desde antiguo: Él estaba en el centro del plan, el punto de unión entre tierra y cielo.

      Cuando cesó la voz, salió espontáneamente de su corazón el grito del Salmo 85,5-12:

      ¡Restáuranos, Dios salvador nuestro,

      cesa en tu irritación contra nosotros!

      ¿Estarás siempre airado con nosotros?

      ¿Prolongarás tu cólera de edad en edad?

      ¿No volverás a darnos vida

      para que tu pueblo goce de ti?

      ¡Muéstranos tu amor, Yahvé,

      danos tu salvación!

      Escucharé lo que habla Dios.

      Sí, Yahvé habla de futuro

      para su pueblo y sus amigos,

      que no recaerán en la torpeza.

      Su salvación se acerca a sus adeptos,

      y la Gloria morará en nuestra tierra.

      Amor y Verdad se han dado cita,

      Justicia y Paz se besan;

      Verdad brota de la tierra,

      Justicia se asoma desde el cielo.

      Jesús también rezaba con ellos. Por primera vez, dos corazones humanos vibraban al unísono con el Mesías, pero Él sobrevolaba las distancias, de la noche y del día, en íntima comunión con el Padre.

      CAPÍTULO 4

      (Lc 4,18)

      Nazaret fue el pueblo de Galilea que más hondamente se grabó en el corazón humano de Jesús, el lugar de su infancia y de su primera juventud. Regresar a Nazaret era como volver a vivir los días felices con María, José y los de la familia, descendientes del Rey David. Formaban una pequeña isla iluminada por el sol de la Gracia, guardando en silencio el gran secreto del rey que había unificado a Israel en un solo estado y una fe profesada radicalmente. Lucas nos relata ese regreso, que no fue una visita de cortesía: «Jesús volvió a Galilea, guiado por la fuerza del Espíritu» (Lc 4,14). Era un paso adelante en el camino de la Salvación, pues no era la primera vez que el Espíritu Santo soplaba con fuerza sobre Nazaret.

      Su madre, María, vivía en comunión con Él desde el momento en que el Ángel le dijo: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti (...)» (Lc 1,35); y la promesa se había vuelto una realidad cotidiana en el hijo. José, por su parte, se regía con el impulso de aquella noche en la que oyó: «(...) porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1,20). El gran secreto estaba siendo vigilado, en Nazaret, por el Espíritu Santo. Ese pequeño pueblo no tenía fama exterior: ahí nada sucedía. Estaba lejos de las conocidas rutas, no pasaban caravanas de grandes camellos ni patrullas a caballo.

      No había leones como en el Négueb ni dromedarios salvajes, sino solamente coyotes famélicos amenazando a las ovejas. En sus estrechas calles de paredes de adobe sin ventanas, solo cabían esos minúsculos burritos, con un odre de vino o de agua, o cestas de hortalizas en la espalda. Bien lo califica Natanael: «‘¿De Nazaret puede haber cosa buena?’» (Jn 1,46). Para Jesús, era su tierra, el nido donde creció el amor.

      Aún así, la gente sabía que la Sagrada Familia era diferente: su historia, su honradez excepcional, su observancia de la ley, un prototipo de Israel, el pueblo escogido. Entre ellos no había desacuerdos o peleas; siempre dispuestos a la compasión y a ayudar, a pesar de su pobreza. Pobres sí, pero no tan ignorantes: les reconocían una gran distinción, su frecuencia en la escuela de Biblia en la sinagoga, en la oración del sábado, de los salmos que se sabían de memoria.

      Admiración mezclada con desprecio... quizá una sombra de envidia. ¿Para qué darse aires de grandeza por su estirpe, si son pobres como nosotros? Tampoco María, por ser de la ciudad de Séforis, había aportado algo para sacarlos de la miseria. Séforis, esperanza fallida de Galilea, sueño de los nacionalistas, quienes habían masacrado a la guarnición romana y, entre gritos de independencia, se habían apoderado del depósito de armas. Ciudad libre por un día. Los romanos de la Décima Legión de Siria no tardaron en llegar... iracundos y crueles. Séforis ardió en llamas: no quedó ni una casa, y los insurrectos, colgados por miles en cruces improvisadas.

      Con los legionarios, se estableció el orden y la paz de los cementerios: el silencio. Se empezó a reconstruir la ciudad bajo sus órdenes y vigilancia, y todos los pueblos vecinos –habitados por albañiles y carpinteros– fueron invitados a trabajar en la reconstrucción. Ahí no morirían de hambre: también la cuadrilla de los descendientes de David acudió desde Nazaret. Ahí, José había encontrado a María: un amor entre ruinas, entregado al misterio. Esta historia –la de Séforis– venía de cerca de treinta años atrás, y Jesús bien la recordaba, porque se relataba en la noche entre comentarios amargos y suspiros de dolor y odio.

      Jesús había dejado el pueblo algunos meses antes, y corría de boca en boca la murmuración de que se había asociado al profeta Juan, y que también bautizaba en el río Jordán. Hasta relataban ciertos enfrentamientos con los demonios, espíritus del mal. Nadie sabía lo cierto. Cuando los pobladores de Nazaret se enteraron de que Jesús mismo había regresado y estaría en la sinagoga el sábado, los ánimos se exaltaron. ¿Qué habría de verdad? ¡Si todo el mundo lo conocía!, pues había sido niño entres los niños, y joven entre los adultos... y tan pobre como todos, haciendo mandados, siendo ayudante de carpintero.... Y ahora, ¿qué?

      Jesús llegaba a su tierra con toda la alegría de su juventud, recordando sus pequeños amigos de un tiempo, las calles, los tugurios; reviviendo cada rincón de la aldea: las cosechas de los olivos, las laderas cubiertas por los campos dorados de trigo y el vino generoso. Nazaret, villa escondida, estaba ubicada en una garganta verde que engullía las torrentadas de los chubascos y la tempestades del verano. En la hendidura del valle brotaba la fuente de la que todos se surtían.

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