Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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Pido, pues, al lector que aplique un criterio benevolente a la lectura de estas páginas y entienda que los errores que hay son solo del autor que queda vivo, incapaz de seguir el exacto orden temporal en una vida tan rica de matices que daría para un collar con muchas vueltas o varios collares a la vez.
UNA SINFONÍA
La estructura de este libro, dividido en cuatro partes, sigue el modelo de la sinfonía musical, aunque se trate de una sinfonía bastante sui generis. Álvaro d’Ors había previsto este título, Sinfonía de una vida, para una serie de escritos, todavía inéditos, que llamaba de manera genérica Catalipómenos metaescolásticos. Con este nombre se refería, siguiendo lo que el término griego indica, a “lo que ha ido quedando atrás”, fuera del ámbito científico, pero que había formado parte de su existencia. Cuando, todavía en activo, comenzó a redactar esta obra se refería a ella como Paralipómenos, es decir, “lo que queda al margen”. Una vez jubilado oficialmente, cambió el nombre a Catalipómenos, ya con el sentido claro de cosas del pasado.
Según nuestro biografiado, su vida fue una sinfonía:
porque se divide en cuatro tiempos: el adagio de la juventud, el allegro vivace de la Guerra, el andante de la vida profesional y el allegro maestoso de la jubilación[2].
Pero, como en tantas otras cosas que pasaba por el tamiz de su pensamiento, Álvaro d’Ors tampoco sigue en esto el esquema convencional musicológico, y construye su propio molde sinfónico: adagio, allegro vivace, andante y allegro maestoso.
Lo habitual en una sinfonía es que, después de una lenta introducción, el primer movimiento comience con un allegro, con forma de sonata, en donde ya se encuentran los temas principales que, posiblemente, aparecerán desarrollados después. El segundo movimiento suele ser un adagio o un andante que adopta una forma ternaria o seccionada como la del rondó. El tercero es normalmente el más breve y suele consistir en un scherzo, un minueto o un vals. El cuarto y último movimiento, el finale, acostumbra a ser más rápido que el allegro inicial, con forma de sonata o de rondó o con una mezcla de ambos. Sobre este esquema básico caben muchas posibilidades, como que dos movimientos se unan en uno solo (lo que ocurre, por ejemplo, en la Sinfonía para órgano de Saint-Saëns o en la Quinta Sinfonía de Sibelius) o incluso que se añada un quinto movimiento (como en la Pastoral de Beethoven o en la Quinta Sinfonía de Mahler). Lo que no es tan habitual es arrancar, como hace Álvaro d’Ors para su propia sinfonía, con un adagio, seguir con un allegro, dedicar el tercer tiempo a un andante especialmente largo, y terminar con un allegro vivace. Pero tiene sus razones.
La división que el protagonista de estas páginas hace de su propia vida parece obedecer más a un criterio etimológico, al significado de los términos mismos, que a la disposición métrica habitual de las sinfonías. En este sentido, además de composición musical, por sinfonía hay que entender también —como la voz griega sugiere originalmente— el conjunto de voces, instrumentos, o ambas cosas, que suenan acordes a la vez[3]: lo mismo que ocurre en una vida, en donde lo que sucede no siempre es lineal, con tramas que se superponen y muchos hilos argumentales que discurren al mismo tiempo. La trayectoria de Álvaro d’Ors es muy rica y hay muchos momentos en los que sus actividades se multiplican, de tal manera que es muy difícil seguir un único hilo en cada instante: su biografía está trenzada de muchos cabos que no hacen sino proporcionar unidad y coherencia, se trate de cuestiones profesionales, personales o familiares.
Para el caso de Álvaro, el “sonar acorde” de sus distintas facetas vitales significa que todas sus manifestaciones personales, familiares o científicas estaban dirigidas en una misma dirección; lo que, en otras palabras, se llama también “unidad de vida”.
El adagio inicial sugiere el ritmo lento con que transcurre el tiempo en los años de infancia y juventud: época de experiencias que van a marcar una personalidad, momentos de estudio y formación en los que la cadencia es parsimoniosa y en los que se puede subrayar la idea de tranquilidad, paz, despreocupación...
Dedicar a la guerra civil española un allegro vivace es un guiño muy propio de Álvaro, para quien este tiempo de acción vital influyó con fuerza en diferentes órdenes de su vida, pero fundamentalmente le sirvió para adquirir madurez en su concepción del mundo.
Por lo que se refiere al andante de su carrera profesional que, contrariamente a lo que dicta la teoría sinfónica, es el movimiento más largo de su existencia, la misma expresión de andante puede sugerir la idea de caminante, de homo viator, de persona que sigue el camino de servicio que se ha trazado, paso a paso, clase a clase, libro a libro.
La coronación de su trayectoria, el finale, adopta para él un tiempo de allegro maestoso, porque efectivamente está viviendo con júbilo la última etapa de su vida, ya sin obligaciones académicas y cada vez más cerca del «beneficio de la muerte», el lucrum mori en expresión de san Pablo, que él había considerado y hecho suya muchas veces.
Un esquema parecido a este que acabamos de glosar es el que utilizó su discípulo Rafael Domingo en su intervención con motivo del acto in memoriam que le dedicó la Universidad de Navarra poco tiempo después de su muerte. Para esta biografía suya nos inclinamos por seguir exactamente la misma división que Álvaro hace de sus 88 años, tomando además como hilo conductor lo dicho por nuestro protagonista en un apresurado currículum que escribió a petición del propio Rafael Domingo, su sucesor en la cátedra de Pamplona, y que transcribimos más abajo. Una visión rápida, de conjunto, de algunos de los hitos fundamentales de su vida puede servir para que el lector logre ubicarse sin pérdida por las digresiones en que, inevitablemente, ha de caer este relato.
AGRADECIMIENTOS
El resultado de este trabajo no hubiera sido posible sin la ayuda de muchas personas que han puesto a mi disposición su tiempo, sus recuerdos y también sus consejos. Es de justicia reconocer el amparo de tres de los discípulos de Álvaro: Jesús Burillo, Emilio Valiño y Rafael Domingo, cuya memoria de hechos, conversaciones y circunstancias da cuenta del afecto que profesan a su maestro.
He pasado muchas horas de agradable conversación con amigos de Álvaro, ya fallecidos, como Javier Nagore, José Cañadell o Miguel Garísoain, que me supieron transmitir una visión cercana de su trato directo. Fue una lástima que la enfermedad de don Amadeo de Fuenmayor me impidiera más ratos de charla con él. Quizá por la premura de tiempo —del poco tiempo de vida que él sabía que le quedaba cuando hablamos— su testimonio fue escueto, pero también muy preciso. Igualmente murieron don Federico Suárez y don José Orlandis después de contestar a mis primeras cartas con sentidas remembranzas que agradezco profundamente. Don Amador García Bañón me proporcionó cartas y otros materiales que había elaborado. Antonio Fontán tuvo la amabilidad de hacerme algunas indicaciones para que entendiera mejor un pasaje-clave de esta historia. Ana Rosa Bello, hija de Antonio Bello, compañero de don Álvaro en el Instituto-Escuela, buscó y encontró viejos recuerdos que me hizo llegar. Extiendo este agradecimiento a Montserrat Herrero, quien no tuvo inconveniente en facilitarme la traducción castellana del epistolario entre Carl Schmitt y Álvaro d’Ors[4], a pesar de tratarse de una versión provisional.
Tengo que mencionar con especial gratitud a uno de los amigos más fieles de nuestro protagonista: Rafael Gibert, que me confió cerca de 1 000 cartas que le escribió don Álvaro entre los años cuarenta y el final de su vida. Con esa entrega, él sabía que renunciaba a una parte muy importante de su intimidad, que yo he procurado tratar con pudor. Sin ese material, estas páginas no serían posibles. El profesor Gibert tuvo también la amabilidad de leer un borrador de esta biografía y aclararme algunos aspectos confusos, al tiempo que su buena memoria «iluminaba» el