Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Álvaro d'Ors - Gabriel Pérez Gómez страница 6
El padre de Xènius era José Ors Rosal, nacido en Sabadell, que ejercía su profesión de médico en el hospital de la Santa Creu de Barcelona. Era, a su vez, hijo de Joan Ors i Font y Concepción Rosal i Sanmartí. De otra parte, la familia Rovira proviene de Villafranca del Penedés, si bien la madre, Celia Rovira García, había nacido en Manzanillo (Cuba), donde sus parientes, entre otras actividades agroindustriales, fabricaban una conocida marca de ron. Los padres de Celia se llamaban José Rovira Alcocer y Eloísa García Silveira. El matrimonio Ors-Rovira tuvo dos hijos: Eugenio y José Enrique, que quedaron huérfanos de madre cuando tenían 14 y 12 años respectivamente. Este hecho de su orfandad influiría de manera notable en la personalidad de los chicos. A ello hay que añadir que, una vez viudo y jubilado, José Ors contrajo nuevas nupcias con la francesa Hortensia Coutencour, con la que se estableció en La Garriga (Barcelona). Este segundo matrimonio enfrió las relaciones con sus hijos: Eugenio, aunque nunca perdió el contacto con él, se distanció de su padre, y José Enrique desapareció pronto de la vida familiar, después de alguna discrepancia, como consecuencia de que no se le permitiera disponer de la herencia materna hasta cumplir los 25 años (momento en el que se alcanzaba entonces la mayoría de edad)[7].
Por lo que se refiere a la familia de María Pérez Peix, su padre era Benigno Álvaro Pérez González, a quien los suyos nunca le llamaron por el primero de sus nombres. Este era un rico hombre de negocios de la Barcelona de finales del siglo xix, que había hecho una importante fortuna en la industria textil y gozaba de una posición muy sólida. Aunque era vallisoletano y riojano de origen[8], se afincó en Cataluña y fundó la empresa Pérez y Paradinas, que extendió a Madrid, Salamanca, Valladolid y Córdoba. Podría decirse que Pérez y Paradinas era una máquina de ganar dinero. Al principio, Álvaro Pérez era copropietario del negocio y después fue su único dueño, tras el fallecimiento de Paradinas, su socio. Sus más directos competidores eran los establecimientos Peyré de Sevilla y los almacenes Simeón de Galicia.
Álvaro Pérez se casó con Teresa Peix Calleja, que era hija de un industrial de Manresa, José Peix i Quer, y de una palentina, Eugenia Calleja, asentada en Barcelona desde tiempo atrás y muy introducida en sus círculos sociales. Eugenia Calleja influyó decisivamente en la formación de su hija, a la que trasmitió su dominio del francés y del inglés, cosa muy poco frecuente en aquella época y menos aún entre las mujeres. Una vez casada y viviendo instalada entre la mejor burguesía barcelonesa, Teresa Peix, la abuela materna de Álvaro d’Ors, desempeñó el papel de mujer resignada que sacrificó su vida por la empresa de su marido. Habituados a las ausencias del padre por viajes de negocios, sus hijos, Fernando, María, Álvaro y Pilar, fueron educados en buena medida por ella, que lo haría de la manera más refinada posible en aquellos años.
En el momento en el que se casaron, en Barcelona el 31 de septiembre de 1906, el matrimonio d’Ors-Pérez podía considerarse muy poco corriente: fueron una de las parejas de moda de la Barcelona de su tiempo[9]. Cinco meses antes de la boda, Eugenio se había ido a vivir a París para trabajar como corresponsal de La Veu de Catalunya. Los recién casados permanecerían en la capital francesa de forma estable hasta 1910, en que volvieron a Barcelona. En la Ciudad Condal, los dos esposos eran bien considerados como intelectuales y artistas, por lo que se integraron en sus círculos culturales, rodeados de personas que llevaban una existencia parecida a la suya: hablaban de literatura, teatro, música, filosofía, escultura o pintura y se hallaban al tanto de lo que ocurría por el mundo en esos campos, especialmente en Europa.
La producción periodística y literaria de Xènius, que fue el seudónimo que más fortuna hizo entre los que utilizó Eugenio d’Ors[10], le dotaba de una presencia pública indudable: sus escritos se leían y se comentaban en los distintos círculos culturales. Este prestigio hizo que el presidente Prat de la Riba[11] le propusiera para varios cargos técnico-políticos en la Diputación de Barcelona primero y en la Mancomunidad de Cataluña después, como director del Institut d’Estudis Catalans (1911), director de Educación Superior del Consejo de Pedagogía (1914) y, finalmente, director de Instrucción Pública (1917).
Por su parte, de María Pérez Peix se puede decir que era una artista en el sentido más pleno: había estudiado música y danza y aprendió guitarra —entre otros, con Andrés Segovia—, fue una excelente amazona, practicaba el patinaje sobre hielo y algo tan infrecuente en una mujer como la cesta punta. También cultivó la fotografía. A ella se deben, entre otras muchas, magníficas placas de su padre, de su marido y varios autorretratos del matrimonio en su residencia de recién casados en París. Se adentró en el mundo de la escultura bajo el seudónimo de «Telur», después de haber trabajado en los talleres de Josep Clará y haber conocido al maestro Auguste Rodin[12]. De su producción escultórica conviene destacar las cabezas que realizó de cada uno de sus hijos. A los mayores los modeló casi a la vez, pero en el caso de Álvaro se tomó un tiempo extra: se había quedado cinco años descolgado y convenía retrasar su retrato hasta que tuviera la misma edad que representaban sus hermanos. Como excusa, cuando Álvaro le preguntaba por qué no le hacía su cabeza, María le decía que «todavía era feo». La escultura de su hijo menor la realizaría alrededor de 1930.
Dada la fuerte influencia cubana y castellana que afectaba respectivamente a cada una de las familias, tanto en la casa de los Ors-Rovira como en la de los Pérez-Peix se utilizaba el castellano como lengua habitual, lo que se trasmitió de manera natural al nuevo hogar de Eugenio y María, que, aunque cultos catalano-parlantes y escribientes, normalmente no recurrían a esta lengua entre ellos ni con sus hijos. Como consecuencia de las largas estancias de Eugenio y María en París, el francés se convirtió en la segunda lengua familiar.
De los primeros años de Álvaro apenas si hay más constancia documental que una colección de fotografías en las que se le puede ver en brazos de su abuela o con otros familiares. Los retratos, en buena medida hechos por su madre, nos muestran a un niño grande para su edad, espigado, rubio, de frente despejada, con los ojos claros y una mirada despierta que denota gran inteligencia. En una de estas fotografías aparece junto a sus hermanos Víctor y Juan Pablo irguiéndose y «sacando pecho», lo que da idea de su personalidad de hermano pequeño que quiere estar a la altura de los mayores.
En estos años iniciales se produjo un suceso que pudo haberle costado la vida y que se resolvió con bien gracias a la sangre fría de su madre. Cuando no pasaba de los cuatro años, el pequeño Álvaro tuvo la ocurrencia de sentarse en el alféizar de una ventana de su casa, para contemplar la calle desde esta posición, con los pies hacia el vacío (ya hemos dicho que la familia vivía en un sexto piso). Cuando lo vio su madre se acercó a él como si no ocurriera nada, sin dramatismo ninguno en su semblante ni en el tono de su voz, hablándole de cualquier trivialidad. Fue aproximándose así hacia él, hasta que lo tuvo bien sujeto. En ese momento tiró del niño hacia el interior y, una vez a salvo, ya sí, vinieron los reproches en el tono conveniente. Sobre este hecho sacaría Álvaro d’Ors muchas consecuencias acerca de la conveniencia de no perder la calma en circunstancias críticas.
EL NIÑO DE LAS JUDÍAS
Las noticias más exactas —y muy escuetas— de estos primeros años de infancia se deben a la propia pluma de Álvaro d’Ors. En diciembre de 1964 esbozó en sus Cuadernos Personales una serie de recuerdos de su niñez que, de alguna manera, habían influido fuertemente en la formación de su personalidad y, por tanto, en su vida. Junto al relato sucinto del recuerdo, nuestro biografiado añade el símbolo > para apuntar las consecuencias que esos hechos iban a tener en su trayectoria. El primero de los episodios que refiere lleva por título el de Niño de las judías:
Un niño que iba por la calle de Petritxol con una cazuelita de alubias. Yo iba con mi madre. Las aceras estaban llenas y había que subir y bajar al arroyo con frecuencia. Era ya anochecido. En aquella calle y tiempo había pobres vergonzantes, que me impresionaban mucho. Vi cómo una persona mayor, en el trajín de la calle, tropezó con el niño: cazuela por el suelo y alubias perdidas. Lloraba. Le iban a pegar al volver a casa. Durante mucho tiempo, quizá años, yo lloraba antes de dormirme pensando en el niño de las judías, y mi madre venía a consolarme.