Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez

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Álvaro d'Ors - Gabriel Pérez Gómez

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      Álvaro Pérez se casó con Teresa Peix Calleja, que era hija de un industrial de Manresa, José Peix i Quer, y de una palentina, Eugenia Calleja, asentada en Barcelona desde tiempo atrás y muy introducida en sus círculos sociales. Eugenia Calleja influyó decisivamente en la formación de su hija, a la que trasmitió su dominio del francés y del inglés, cosa muy poco frecuente en aquella época y menos aún entre las mujeres. Una vez casada y viviendo instalada entre la mejor burguesía barcelonesa, Teresa Peix, la abuela materna de Álvaro d’Ors, desempeñó el papel de mujer resignada que sacrificó su vida por la empresa de su marido. Habituados a las ausencias del padre por viajes de negocios, sus hijos, Fernando, María, Álvaro y Pilar, fueron educados en buena medida por ella, que lo haría de la manera más refinada posible en aquellos años.

      Dada la fuerte influencia cubana y castellana que afectaba respectivamente a cada una de las familias, tanto en la casa de los Ors-Rovira como en la de los Pérez-Peix se utilizaba el castellano como lengua habitual, lo que se trasmitió de manera natural al nuevo hogar de Eugenio y María, que, aunque cultos catalano-parlantes y escribientes, normalmente no recurrían a esta lengua entre ellos ni con sus hijos. Como consecuencia de las largas estancias de Eugenio y María en París, el francés se convirtió en la segunda lengua familiar.

      De los primeros años de Álvaro apenas si hay más constancia documental que una colección de fotografías en las que se le puede ver en brazos de su abuela o con otros familiares. Los retratos, en buena medida hechos por su madre, nos muestran a un niño grande para su edad, espigado, rubio, de frente despejada, con los ojos claros y una mirada despierta que denota gran inteligencia. En una de estas fotografías aparece junto a sus hermanos Víctor y Juan Pablo irguiéndose y «sacando pecho», lo que da idea de su personalidad de hermano pequeño que quiere estar a la altura de los mayores.

      En estos años iniciales se produjo un suceso que pudo haberle costado la vida y que se resolvió con bien gracias a la sangre fría de su madre. Cuando no pasaba de los cuatro años, el pequeño Álvaro tuvo la ocurrencia de sentarse en el alféizar de una ventana de su casa, para contemplar la calle desde esta posición, con los pies hacia el vacío (ya hemos dicho que la familia vivía en un sexto piso). Cuando lo vio su madre se acercó a él como si no ocurriera nada, sin dramatismo ninguno en su semblante ni en el tono de su voz, hablándole de cualquier trivialidad. Fue aproximándose así hacia él, hasta que lo tuvo bien sujeto. En ese momento tiró del niño hacia el interior y, una vez a salvo, ya sí, vinieron los reproches en el tono conveniente. Sobre este hecho sacaría Álvaro d’Ors muchas consecuencias acerca de la conveniencia de no perder la calma en circunstancias críticas.

      Las noticias más exactas —y muy escuetas— de estos primeros años de infancia se deben a la propia pluma de Álvaro d’Ors. En diciembre de 1964 esbozó en sus Cuadernos Personales una serie de recuerdos de su niñez que, de alguna manera, habían influido fuertemente en la formación de su personalidad y, por tanto, en su vida. Junto al relato sucinto del recuerdo, nuestro biografiado añade el símbolo > para apuntar las consecuencias que esos hechos iban a tener en su trayectoria. El primero de los episodios que refiere lleva por título el de Niño de las judías:

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