Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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En una temporada en que sus padres estaban de viaje, como había ocurrido en otras muchas ocasiones, el pequeño Álvaro se instaló en el domicilio de sus abuelos en la Calle Caspe. Aprovechando esta circunstancia, la abuela Teresa decidió normalizarlo por su cuenta y lo envió al mismo centro en el que estudiaba su primo Guillermo Pérez Bofill: el Colegio San Luis Gonzaga, en la calle de Buenavista, que dirigía alguien apellidado Corretcher. Es posible que Álvaro aprovechara el transporte de Guillermo, al que un cochero llevaba a diario en carruaje. Pero, decididamente, la escolarización no estaba hecha para él, ya que, a los pocos días de asistir a clase a regañadientes, le ocurrió algo que le haría reafirmarse en su voluntad de no ir más a la escuela y que también le marcaría de algún modo para el resto de su vida:
Al tercer día quizá, me mandaron leer en un Quijote pequeño, ruin y grasiento. Debí de hacerlo muy mal. A la salida un compañero grandullón me dijo: «¡Burro!». La abuela aceptó mi decisión de no volver ya más al Colegio[28].
Esta anécdota, que quizá no habría tenido ninguna consecuencia para cualquier otro niño de su edad, se quedó grabada en Álvaro: aquello supuso para él un pequeño «complejo de no saber lo que sabe todo el mundo».
Por lo que se refiere a la familia Ors, el roce debió ser menos asiduo y prácticamente limitado al tío Juan y a Tel·lina. Solo en los últimos años de su vida, Álvaro refirió alguna historia de sus abuelos, José y Celia, a propósito del hallazgo de unos recuerdos escritos de su padre y que se remontaban a la época cubana de la bisabuela paterna[29].
MAMA, FES-ME ROS!
Dada su posición económica, la familia materna de Álvaro d’Ors pertenecía a la más representativa burguesía barcelonesa de los finales del siglo XIX. El abuelo, Álvaro Pérez, tenía un aspecto que no pasaba desapercibido, con su cara huesuda, ojos azules penetrantes, barba blanca y trajes de corte impecable. Al tío Fernando le tocó el papel de «gran derrochador» de la familia: se hacía conducir en coche para ir desde su casa hasta las oficinas y almacén de la empresa, en la misma calle Caspe, a solo varias manzanas de distancia. Una vez allí, alguien al que se le daba el título de «secretario» desenrollaba una alfombra roja desde la puerta de la calle hasta el estribo del auto: apenas debía desgastar sus zapatos[30]. Los Pérez-Peix disponían de un coche Hispano-Suiza, de dos Lincoln, con sus chóferes correspondientes, y de un Willys, que tenía menos partidarios porque la suspensión era incómoda, pero que se utilizaba para los paseos por el campo, a los que era tan aficionada la abuela.
Con este ambiente familiar, Víctor, Juan Pablo y Álvaro, mientras vivieron en Barcelona, tuvieron una existencia muy cómoda. Aunque educados por sus padres en la austeridad y sin mayores caprichos, habitaban en una casa de un barrio elegante, hablaban de manera educada y se vestían como buenos hijos de burgueses. Solo atendiendo a estos aspectos, su diferenciación social era más que evidente en una época convulsa, de lucha de clases y todavía con la Semana Trágica de Barcelona en la memoria colectiva. Entre los recuerdos de infancia de Álvaro d’Ors se encuentra precisamente el de la situación de la ciudad, con sus tensiones laborales y políticas:
Desde el balcón de nuestra casa pude ver yo —y no sin cierta simpatía— los proletarios en huelga o que desfilaban en protesta de reclamaciones laborales: con gorros de visera, amplias blusas y alpargatas; me dieron una intuición directa y viva de lo que podían ser los conflictos laborales. Alguna otra vez veía desfilar soldados, como los de plomo, que yo tenía[31].
En alguna ocasión se refirió a este clima popular y a los gritos que repetían los manifestantes, que se le quedaron grabados. Uno de ellos, remachado a coro por una buena porción de obreros que protestaban, era el de Volem pa amb oli!, pa amb oli volem! («¡Queremos pan con aceite!»). En otra ocasión, le impresionó algo que oyó a un exaltado durante una concentración de anarquistas y que venía a hacer un resumen cabal de su espíritu iconoclasta: Que tothom li cali foc a casa seva! («¡Que todo el mundo le prenda fuego a su casa!»).
Álvaro d’Ors comentó alguna vez el recuerdo nostálgico que guardaba de estos primeros momentos de infancia, cuando un día, en la casa de su tío-abuelo Juan Ors, se encontró con el hijo de una lavandera, desgarbado, feúcho y que, además, parecía no tener padre conocido, dado que su madre estaba soltera. El pequeño Álvaro iba elegantemente vestido con un traje de terciopelo oscuro. En la casa del tío Juan todo eran alabanzas y piropos hacia él, hasta que se escuchó con toda nitidez la voz del otro niño que, en tono suplicante, se dirigía a la lavandera:
—Mama, fes-me ros! (¡Mamá, hazme rubio!).
Siempre que Álvaro d’Ors contaba a los suyos esta anécdota se sentía conmovido por haber sido, involuntariamente, la causa de la envidia de otra persona. También decía que de ahí provenía su vergüenza de ser alabado públicamente[32].
«UN AUTO Y UN PIANO HACEN UN TREN»
A pesar de la inteligencia evidente del pequeño de los d’Ors, había un aspecto del saber en el que se sentía derrotado siempre: tenía verdadera animadversión por las cuestiones mecánicas o que implicaran algún tipo de habilidad manual. Le superaban. De aquí le vino para el resto de su vida una franca admiración por las personas capaces de ejercer estas destrezas[33].
Esto explica que, con el tiempo, se declarara torpe para conducir un vehículo, arreglar un electrodoméstico o desmontar cualquier artilugio con tornillos, por simple que fuera. Siempre pensaba que lo estropearía más; que, si lo intentaba, iba a ser incapaz de recolocar las piezas en su sitio, o que iban a sobrarle algunas. También el uso de aparatos mecánicos —aunque fueran sencillos— le producía cierto respeto, ante el temor de que pudiera averiarlos con una utilización inadecuada. Una cosa era entender cómo funcionan determinados mecanismos y otra era su manipulación concreta. En este sentido puede encontrarse una cierta similitud con Eugenio d’Ors, de quien su hijo menor recordaba que no era capaz de colocar ordenadamente el contenido de una maleta. También conviene resaltar aquí la admiración que le causaba su tío-abuelo Juan Ors cuando, cercanas las Navidades, acudía cada año a casa de Xènius para instalar un enorme Belén —un pesebre, como se decía en Cataluña—, cuyo armazón de madera construía él mismo.
Esta vertiente de su personalidad era más que evidente en sus juegos infantiles: no le gustaba jugar con el Meccano que tanto había divertido a sus hermanos mayores, especialmente a Víctor. En cambio, le apasionaban los puzzles o, como se llamaban en la época, «rompecabezas», que resolvía con prontitud. Esta capacidad de componer lo disperso y unir lo aparentemente heterogéneo —que después sería un elemento fundamental en su trabajo científico— se hizo patente con una frase suya que luego le recordarían sus padres en más de una ocasión, como típica de su personalidad: «Un auto y un piano hacen un tren».
Pero una cosa era lo que podía hacer con la cabeza y otra lo que con las manos: daba la sensación de que «se bloqueaba» ante la necesidad de poner en práctica cualquier destreza manual. Quizá el momento estelar de su ignorancia mecánica tuvo lugar también en su infancia, poco antes del traslado de la familia a Madrid:
Yo jugaba con mi patinet, alrededor de la Casa de les Punxes. No corría mucho, pero me entretenía: tenía la sensación de que cumplía con el deber de jugar como los demás niños (a los que yo veía como más fuertes y hábiles). La campanilla de mi patinet casi no sonaba. Me encontró Juanito Jover (¡luego ingeniero!) y se empeñó en arreglarme el timbre. Se sentó en uno de los bancos del paseo central, bajo los plátanos. Descompuso todo y fue dejando las piezas sobre el banco. Yo le miraba angustiado, de pie, con mi patinet