Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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EN EL INSTITUTO-ESCUELA
En los primeros años de Madrid, María Pérez Peix ponía especial interés en que el pequeño Álvaro fuera a remar al Retiro —situado relativamente cerca de la casa familiar—, o al lago de la Casa de Campo, convencida de que este ejercicio físico iba a robustecer su espalda. Solía decirle con frecuencia que «tenía la espalda débil» y que, por tanto, necesitaba ejercitarse en el remo para fortalecerla. Hay bastantes testimonios gráficos de Álvaro d’Ors en los que se le puede ver, todavía niño, habituándose al manejo de la barca y los remos. A pesar de este deporte, siempre diría que nunca llegó a tener demasiada fuerza en los brazos, que se le cansaban enseguida y que eran su «punto flaco». En cambio, constataba, no tendría nunca problemas con las piernas y sería capaz de soportar largas caminatas. Así lo demostró casi hasta el fin de su vida, andando habitualmente los tres kilómetros que había desde su domicilio hasta la Universidad de Navarra, a pesar del viento, el frío, la nieve o el hielo tan frecuentes[53].
El cambio que el pequeño Álvaro percibe con su instalación en Madrid no se debe solo al ambiente o a los modos de hablar de la capital, sino que también hay algo que le afecta más directamente: a sus ocho años ya no pone demasiados reparos a hacer lo que el resto de los niños de su edad y acepta que le ha llegado la hora de ir al colegio. Tenía miedo de que, al no haber asistido antes a clase, lo encuadraran con otros chicos más pequeños, por lo que, cuando sus padres hacen gestiones para escolarizarlo, se dedica a estudiar por su cuenta las materias propias del ciclo pre-escolar. Así se deduce de una carta que le escribe su madre: «No quiero que te canses mucho estudiando porque estás muy delgado y aún tienes tiempo de hacerlo porque eres pequeño todavía. Además ya sabes que te dije que es seguro pases de clase»[54].
De esta manera, en septiembre de 1923, le llega el momento de escolarizarse, y sus padres lo envían al mismo centro en el que ya estaba estudiando su hermano Juan Pablo (que había llegado a Madrid un curso antes): el Instituto-Escuela. Allí estudiaría los tres años de Preparatoria y después, entre septiembre de 1926 y junio de 1932, el Bachillerato: nueve años que resultarían cruciales para el resto de su vida.
Con el ingreso de Álvaro en la preparatoria del Instituto-Escuela se cumplen de alguna forma las predicciones de su padre a Juan Ramón Jiménez, cuando le decía que tomara nota de él «como futuro residente» (de la Residencia de Estudiantes), porque el Instituto-Escuela, al igual que la Residencia de Estudiantes y el Museo Pedagógico, dependía administrativamente de la Junta para la Ampliación de Estudios —que también había sido fundada y dirigida por discípulos y colaboradores de Francisco Giner de los Ríos—. Sin ser propiamente un órgano de la Institución Libre de Enseñanza, por ella había pasado buena parte de su profesorado, y su espíritu krausista lo impregnaba todo. El Instituto-Escuela era un centro de enseñanza experimental, un colegio piloto público aunque de iniciativa privada, absolutamente novedoso, que seguía los modelos más avanzados de la pedagogía europea y que resultaba sorprendente para el momento español. El método de enseñanza del flamante centro educativo tuvo muy buena acogida entre los intelectuales asentados en la capital de España, de tal manera que muchas familias que podrían enviar a sus hijos a caros centros privados, optaron por buscar recomendaciones para lograr una plaza allí. El Instituto-Escuela fue una auténtica revolución para su época, ya que introdujo una serie de novedades como la supresión del sistema de premios y castigos o del orden por méritos en la clase, no había notas y la promoción de un curso a otro se hacía de acuerdo con el aprovechamiento global de los alumnos. Lo previsto, por ejemplo, era que las clases no superaran los 30 alumnos y que las «prácticas», casi desconocidas en otros colegios, se hicieran en grupos de no más de una quincena de escolares. Por lo que se refiere al plan de estudios, además de las asignaturas que se cursaban en los centros estatales (algunas de ellas ampliadas), se incluían aquí el griego, el francés, el inglés y el alemán, la música y los trabajos artísticos y manuales. Como parte del programa —y era algo a lo que se daba especial importancia— los escolares debían hacer visitas al campo, museos y otros lugares de interés. También los alumnos del Instituto-Escuela fueron pioneros en los “viajes de estudios”, desconocidos en la España de entonces. La promoción de Álvaro hizo el suyo por Andalucía y Marruecos[55].
El Insti, como lo llamaban familiarmente los estudiantes, tenía tres sedes: en la calle Rafael Calvo, para los niños de Preparatoria; en los Altos del Hipódromo, en un terreno próximo al de la «Residencia de Estudiantes», para los chavales del ciclo intermedio, y en Atocha, para los tres últimos cursos de Bachillerato:
Cuando yo empecé a estudiar, llevaba el Instituto unos pocos años de actividad. La Preparatoria se alojaba en un edificio prestado de la calle Rafael Calvo esquina a Miguel Ángel; a su frente, un solar (años después edificado) servía de campo de deportes; la dirección competía a María de Maeztu (hermana de Don Ramiro, que había de caer en manos de los rojos en 1936), una mujer de talento pedagógico, que dirigía también la vecina Residencia de Señoritas de la calle Fortuny (en ella residió algún tiempo Laurita Busca, viuda de nuestro inolvidable Dr. Ortiz de Landázuri). El Bachillerato se alojaba en unos edificios en los Altos del Hipódromo, donde después de la Guerra se vino a instalar, ampliado, el también “piloto” Instituto Ramiro de Maeztu; en la misma zona, que Juan Ramón Jiménez llamaba Colina de los Chopos, de la Residencia de Estudiantes, que había de convertirse en Residencia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas; sobre ese ambiente ha escrito con gran nostalgia, explicable en él, pues fue Director de aquella Residencia, Jiménez Fraud, en su Historia de la Universidad (Alianza Editorial). Para los tres últimos cursos del Bachillerato, en régimen ya de coeducación, nos trasladamos al edificio que se hallaba detrás de la Escuela de Ingenieros de Caminos, en Atocha, y allí había de instalarse, después de la Guerra, el Instituto Isabel la Católica. Así, aunque la Guerra puso fin a la vida del Instituto-Escuela, no ha dejado de haber cierta continuidad perceptible en el orden local de la enseñanza secundaria, y en la misma pedagogía, aunque haya cambiado la inspiración[56].
Para llegar hasta la primera de las sedes, Álvaro iba caminando habitualmente[57]. Después, para acudir a los Altos del Hipódromo, ya con los mayores, se vería obligado a tomar el tranvía número 11.
Contra lo que cabía esperar en un ambiente laicista, propio de los discípulos de Giner de los Ríos que regían el centro, en el Instituto-Escuela se respetaban las creencias religiosas de los alumnos. Como escribió Álvaro d’Ors a propósito de este asunto:
Quizá pueda atribuirse a ese estilo «institucionista» un afectado respeto por la intimidad religiosa. Yo no recuerdo nada en boca de los profesores, que fuera irritante para un católico. Se impartía enseñanza de Religión cuando los padres así lo deseaban; la daba el sacerdote Don Segundo Espeso, a decir verdad, sin que supiera captar nuestro interés, como lo captaba, en cambio, el sacerdote donostiarra Atauri, profesor de Ciencias Naturales, cuyos dibujos en el encerado con tizas de colores recuerdo yo con deleite[58]. A pesar de proceder muchos alumnos de estirpes