Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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En España, el prestigio del Deporte se inició con el ejemplo del rey Alfonso XIII, muy aficionado al polo, y la Institución Libre de Enseñanza. Propiciaba ésta el excursionismo; nuestro buen Martín Navarro Flores animaba a sus alumnos a salir al campo los domingos, y a no ir al cine (...) De ahí derivó, por su propio camino, mi afición al ski[94].
Nos referimos a unos momentos en los que para hacer este deporte apenas si existían instalaciones: no tenían pistas construidas ni máquinas pisa-nieves ni tampoco medios mecánicos para subir, ya que no llegarían a España, y de manera muy rudimentaria, hasta después de la Guerra Civil. Tan solo había nieve, la senda que, con suerte, ya pisaron otros y un albergue donde reponerse del esfuerzo de subir y bajar una y otra vez. Y todo ello se hacía portando un pesado equipo, compuesto por unas tablas de madera maciza que se ataban a las botas con unas peligrosas ligaduras de cuero, que eran las causantes de muchísimas fracturas de tobillos. Los guantes de esquiar que utilizaba Álvaro eran unas pesadas manoplas, que todavía sobrevivieron hasta sus primeros años de casado, junto a un gorro usado para la misma actividad. El resto de la indumentaria era la normal de la época para ir por la calle: pantalones y chaqueta (incluso corbata en ocasiones) y un grueso jersey de lana por debajo.
La vida sana y al aire libre que propugnaban los profesores del Instituto-Escuela también le llevó a muchas excursiones y acampadas, especialmente en la zona de El Pardo. Antonio Bello y él recordarían muchos años más tarde el esmero que pusieron en uno de estos campamentos para cocinarse unos huevos fritos perfectamente concéntricos: los dos mantenían jocosamente que no les gustaban aquellos en los que la yema estaba descentrada respecto de la clara[95].
Por lo que se refiere a otro juego de moda en aquellos momentos, el fútbol, parece que ejerció en él cierta influencia su hermano Juan Pablo, que debió de ser portero y tal vez capitán del equipo del Instituto-Escuela. En el caso de Álvaro, el fútbol no hizo fortuna, pues perteneció a la legión de los que, a lo largo de la historia de los patios de recreo de tantos colegios, casi nunca eran elegidos para formar parte de los equipos que se creaban. Según la estrategia de distribución de los jugadores en el campo propia de aquellos años, cuando lograba formar parte de uno de ellos le gustaba jugar de medio centro, de acuerdo con las alineaciones habituales del momento: un portero (o goal-keeper), dos defensas, tres medios y cinco delanteros. No tiene nada de extraño, por tanto, que su jugador preferido entonces fuera otro medio centro: José Samitier, a quien posiblemente habría conocido y tratado algo, ya que antes de ser famoso había trabajado para su tío-abuelo Juan Ors[96].
Al final de su vida académica, siendo profesor extraordinario de la Universidad de Navarra (lo que, en las universidades estatales, se conoce como «profesor emérito»), hizo alguna alusión a este deporte, diciendo que no había pasado de ser un jugador mediocre, al que nunca elegían los capitanes de los equipos para jugar. Su papel había sido la mayoría de las veces el de suplente. «Lo mismo que ahora, que soy el suplente de mi adjunto»[97].
El resumen que el propio Álvaro hacía de este aspecto de su vida lo solía referir a sus nulas ganas de competir:
Si jugaba al tenis, no contaba los puntos; si metía, alguna vez, un gol, no se me ocurría saltar y gritar de gozo, como hacen los que se toman el fútbol en serio; ni con el ski me importaba llegar antes que los demás. Pero no era así tan solo en el deporte y otros juegos, sino en todo lo demás de mi vida; incluso en mi ‘carrera’ profesional: no me gustó nunca vencer ni ser vencido, ganar ni perder[98].
Y entre el estudio y el deporte, practicaba también otra afición que cultivaría el resto de su vida: la participación en tertulias de todo tipo.
En mi juventud, en Madrid, sí tuve tertulias, como una en el Café de Gijón, en Recoletos, a la que acudía, entre otros amigos, Julio Caro Baroja; de él he publicado una semblanza en la «Revista de Estudios Vascos». Fue una figura interesante. En Santiago no tuve ya tertulias, aunque no faltaban cafés apropiados. Luego, en Pamplona, en los años 60, me incorporé a la tertulia de Pregón, que animaban personas de mucho ingenio como José María Iribarren, Ignacio Baleztena y otros; y no se puede decir que haya desaparecido, pues se ha vuelto a publicar una revista con ese nombre, en la que a veces colaboro[99].
Gracias a la memoria de Julio Caro Baroja, tenemos otro dato más de ese último curso de bachillerato y que nos presenta a un joven Álvaro d’Ors convertido en actor de teatro. «El año que terminamos el bachillerato (...) representamos un entremés de Quiñones de Benavente, el del Gori-gori, en que sale un italiano que quiere ver a una persona y un sacristán. De italiano hizo Álvaro d’Ors, y bien. Pero yo coseché aún mayores éxitos en mi papel de sacristán...»[100].
VERANO DE 1931. DESCUBRIENDO LOS CLÁSICOS
El verano de 1931, especialmente caluroso, va a marcar la vida del joven Álvaro al descubrir durante este periodo lo que, con el tiempo, será su vocación profesional. Con 16 años recién cumplidos se marcha solo a Londres para perfeccionar su inglés en la Academia Politécnica. Su nivel debía de ser bastante bueno, dado el interés que había mostrado por los poetas románticos (en especial Shelley y Keats), realmente difíciles de traducir para quien no tenga un dominio más que aceptable de esta lengua[101].
Para seguir los cursos especiales que impartía la BBC se instaló en una pensión céntrica de Kensington, en Philbeach Gardens, regentada por una nieta de William Wordsworth (de la primera generación de poetas románticos ingleses), en la que convivía con dos personajes que parecían sacados de una novela de Agatha Christie: un pianista ciego y un alto cargo de los boy-scouts[102]. Durante ese verano trabó relación con John Brande Trend, a la sazón segundo crítico musical de The Times (el titular era Edward J. Dent), a quien ya conocía por haberse alojado una temporada en la Residencia de Estudiantes:
Era un hombre singular; salido de un college de Cambridge, pero que tartamudeaba más de lo que está bien visto para el snobismo de allí. Era él quien acompañaba a Falla en las estancias de éste en Londres; y me contaba el horror que causaban a nuestro gran músico las escaleras eléctricas del Metro londinense. Asistí yo a alguna de las tertulias de su casa, en las que tanto él como alguno más de los invitados se sentaban juvenilmente sobre la alfombra, y yo me vi obligado a hacer lo mismo[103].
Su horario en la capital inglesa lo recoge en una carta que envía a su madre, aunque se dirige también a sus hermanos:
A las 7,30 entra un hombrón (…) y después de dejarme el agua caliente y de abrirme las ventanas me dice «half past seven» y se va. Yo me levanto, me baño casi todos los días, me arreglo, bajo a desayunar, me voy a clase, después voy al British Museum y luego hacia la una me meto en un Lyons. Esto es una compañía de casas de té y de comidas, bien y baratas y donde tomo mi lunch. Entro, miro mucho la carta y después de unos minutos aviso a una happy —que son las camareras— y le pido, por ejemplo: pan blanco y un huevo poached (no es frito, ni es hervido) con puré de patatas, me lo como y después, con gran asombro, me hago servir unas chuletas o un pedazo de carne de los mayores con algún vegetal. Todo el mundo me mira extrañado de que después de un huevo tome carne; pero quedan más extrañados aún cuando después de la carne pido la cuenta. ¡Aquí todo el mundo almuerza postre y nada más! El señor de delante ha tomado un café y frutillas, el de la derecha, té y pudding y el de la izquierda pudding y frutillas. La happy no se convence pero cuando ve que me levanto me hace la cuenta que pago en la caja. Suele costarme casi siempre alrededor de £6, que viene a ser unas cuatro pesetas. Después