Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez
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UN DURO GOLPE
A pesar de los antecedentes que dan a entender una infancia feliz, y el inicio de una juventud repleta de lecturas, estudios, viajes, buenos amigos y otros muchos acontecimientos envidiables por cualquier chico de su época, la vida de Álvaro d’Ors no siempre transcurre de esta apacible manera. Hay un momento en el que recibe un golpe especialmente fuerte que calará muy hondo en sus sentimientos. Pese a su madurez personal, se encuentra aún en una edad vulnerable cuando se produce.
Su vida había estado hasta entonces rodeada del cariño y de la estimulante personalidad de sus padres. A este afecto correspondió él siempre, expresando sus sentimientos de acuerdo con su propio carácter afectivo. Pero llega un momento en el que sus padres deciden divorciarse. Muy pocas personas habrán oído a Álvaro d’Ors referirse a esta ruptura, a pesar de que fue un divorcio sonado, suficientemente conocido en su momento y aireado por la prensa, porque se trató de uno de los primeros que tuvieron lugar en España tras la aprobación de la correspondiente ley por parte del Gobierno de la República[132]. Así pues, en 1934, en el inicio de su juventud —19 años—, Álvaro d’Ors tuvo que hacer frente a las inevitables tensiones familiares con las que se vio obligado a convivir.
El noviazgo de Eugenio d’Ors y María Pérez Peix había sido muy largo, en buena medida por la oposición del padre de la novia, que hubiera querido casar a su hija mayor con algún industrial conocido y con buena posición económica, sin que su empeño prosperara. En cambio, Xènius, a pesar de vivir con cierta holgura, no tenía especial fortuna personal (tan solo lo correspondiente a su herencia materna: unas viviendas alquiladas con rentas bajas), ni parecía apuntar hacia ninguna de las vías habituales en la época para enriquecerse. Sus aficiones artísticas y literarias le habían hecho aparecer ante la familia de ella como un bohemio. Cuando finalmente se casaron, el 10 de octubre de 1906, en la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de los Ángeles de Barcelona, la boda se celebró casi en la intimidad familiar, sin los fastos ni los gastos que cabía esperar por parte de una persona con la posición de Álvaro Pérez, a quien se le casaba su primera hija. Tampoco quiso actuar como padrino en la ceremonia, y su papel lo ocupó el poeta Joan Maragall. Hasta tres años más tarde no iría a ver a los recién casados a su residencia de París, y siempre manteniendo una cierta distancia con su yerno, con quien nunca llegó a tener una relación normal. En palabras de Víctor d’Ors, «las tensiones se percibían en aquellas comidas largas y suculentas de 5 platos de los domingos en la calle de Caspe»[133].
Tanto Eugenio como María eran contrarios al divorcio como recurso para arreglar los problemas de un matrimonio. Su formación cristiana y también la mera visión humana de las consecuencias de esta acción les hacían situarse en el bando opuesto[134]. No obstante estas premisas, en un momento determinado se produjo el divorcio. A partir de aquí, el distanciamiento entre Eugenio d’Ors y la familia Pérez-Peix fue total. María Pérez Peix encontró un apoyo grande en su hermana Pilar, que, casada con un oficial de la Guardia Real, Alfonso Martínez Pérez, residía también en Madrid. Por su parte, Xènius se quedó prácticamente sin familia, ya que su hermano José Enrique había fallecido poco tiempo antes. Los hijos menores, Juan Pablo y Álvaro, alternaron periodos viviendo con su madre o en alguna residencia, mientras que Víctor, ya con 26 años, se independizó por completo.
Pasado el tiempo, casi al final de la guerra civil española, Álvaro intentaría que el matrimonio se reconciliase[135]. Pero los Pérez-Peix se opusieron frontalmente a esta posibilidad y no consintieron que María, después del escándalo vivido en su momento, lo arreglara todo «como si no hubiera pasado nada». Da la sensación de que el inevitable cúmulo de desagradables situaciones paralelas que se suelen producir en estos procesos había recaído más en las familias que entre los propios esposos, y que fueron los parientes los que hicieron valer, finalmente, su opinión contraria a cualquier tipo de concierto.
A partir del divorcio, las relaciones de Álvaro d’Ors con su padre se verían afectadas para el resto de su vida. Seguiría viéndole con mediana regularidad, en la medida en que don Eugenio viviera en España, dado que su aversión a la República recién instaurada le hacía pasar temporadas cada vez más largas en París[136]. Quizás algún psicólogo pudiera referirse a la ruptura de los padres de Álvaro como un trauma sufrido en plena adolescencia; la cuestión es que jamás hablaría a su familia sobre este asunto[137].
Durante el resto de su vida adoptaría siempre una postura muy firme sobre el hecho mismo del divorcio[138] («uno de los mayores males de nuestra sociedad» solía decir), al tiempo que se volcaba en comprensión y adhesión hacia los hijos de los matrimonios rotos que ocasionalmente conocía. Y casi siempre, antes de que la convivencia se rompiera, aconsejaba a los cónyuges que pusieran el vínculo matrimonial por encima de las tensiones con sus respectivas familias de origen, e incluso por encima de los problemas derivados de la convivencia con los hijos. El vínculo del matrimonio —decía— está por encima de lo que puedan hacer o decir los hijos.
En una ocasión, ya en los años 90, Rafael Domingo le preguntó acerca de lo que debería decir si alguien se interesaba por el divorcio de sus padres y cómo le había afectado a él. Su respuesta fue tan contundente como escueta: «Pues diga usted que Álvaro d’Ors nunca quiso hablar de este asunto».
JUNIO DE 1936. LOS CUADERNOS
En marzo de 1936, poco antes de que terminara su curso, Álvaro d’Ors comenzó a usar unos cuadernos con tapas de hule negro del tamaño de un octavo. Muy probablemente los compró en una papelería de la Calle del Pez, donde habitualmente se surtía de este tipo de material. Es posible que empezara a escribir allí sin ser consciente de la trascendencia que tendría ese primer gesto que iba a convertirse en una parte muy importante de su personal sistema de trabajo durante más de 50 años.
Muy ordinariamente la lectura exige tomar anotaciones que no se refieren a un trabajo en curso. Quizá sea excesivo hacer un fichero gigante, de difícil ordenación, con todas las notas de la lectura. Aunque no sea un modo perfecto, estas anotaciones pueden hacerse en un cuaderno de bolsillo que lleves siempre contigo, en el que pueden registrarse otras muchas cosas, sin llegar a ser un «diario». Esos datos quedan ahí por el orden cronológico de tu vida. La dificultad para encontrarlos después estará en recordar el tiempo en que se hizo la lectura o se recibió el estímulo que sea, pero la duración de un cuaderno te permitirá tener a mano, durante cierto tiempo, un buen número de anotaciones más recientes. A lo largo de los años encontrarás en los sucesivos cuadernos un rico complemento de tu memoria[139].
Apuntaba en estos cuadernos sus impresiones sobre cuestiones muy variadas: notas sobre lecturas que había hecho, pensamientos apenas esbozados, mínimas anotaciones de sucesos en los que había participado, reflexiones que eran producto de su oración personal y pequeños o larguísimos esbozos que después servirían para futuros trabajos científicos. No eran propiamente un diario, ni unos apuntes íntimos, ni un cuaderno de trabajo, pero tenían un poco de todo. En estos Cuadernos adelanta la esencia de bastantes de las obras que después desarrollará a lo largo de su vida intelectual.
En el momento de la muerte de su autor, la colección de libretas de hule negro había llegado a ser de 77 tomos, sobrepasando la página 8.000 (correlativamente numeradas), a pesar de que apenas escribió en ellas durante los últimos años de su vida. También constituye una fuente de información esencial sobre su propia historia y su obra. Como él mismo no les puso título alguno, su denominación a