Álvaro d'Ors. Gabriel Pérez Gómez

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Álvaro d'Ors - Gabriel Pérez Gómez

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de mujeres, y la organización de las clases, seminarios y bibliotecas que había impulsado Manuel García Morente, catedrático de Metafísica y Decano de la Facultad, se dejaba sentir positivamente en todo el conjunto. Julián Marías, Carlos Alonso del Real, Julio Caro Baroja, Carmen García Parra, Antonio Tovar, Martín Almagro o Manuel Fernández Galiano son algunos de los compañeros que compartieron aulas con Álvaro d’Ors. Los profesores con los que tuvo un trato más intenso fueron, de acuerdo con sus intereses, los de Filología Clásica: Pedro Urbano González de la Calle[131], del latín, y José Alemany Bolufer y su adjunto, el canónigo Daniel García Hugues, de griego.

      UN DURO GOLPE

      A pesar de los antecedentes que dan a entender una infancia feliz, y el inicio de una juventud repleta de lecturas, estudios, viajes, buenos amigos y otros muchos acontecimientos envidiables por cualquier chico de su época, la vida de Álvaro d’Ors no siempre transcurre de esta apacible manera. Hay un momento en el que recibe un golpe especialmente fuerte que calará muy hondo en sus sentimientos. Pese a su madurez personal, se encuentra aún en una edad vulnerable cuando se produce.

      En una ocasión, ya en los años 90, Rafael Domingo le preguntó acerca de lo que debería decir si alguien se interesaba por el divorcio de sus padres y cómo le había afectado a él. Su respuesta fue tan contundente como escueta: «Pues diga usted que Álvaro d’Ors nunca quiso hablar de este asunto».

      En marzo de 1936, poco antes de que terminara su curso, Álvaro d’Ors comenzó a usar unos cuadernos con tapas de hule negro del tamaño de un octavo. Muy probablemente los compró en una papelería de la Calle del Pez, donde habitualmente se surtía de este tipo de material. Es posible que empezara a escribir allí sin ser consciente de la trascendencia que tendría ese primer gesto que iba a convertirse en una parte muy importante de su personal sistema de trabajo durante más de 50 años.

      Apuntaba en estos cuadernos sus impresiones sobre cuestiones muy variadas: notas sobre lecturas que había hecho, pensamientos apenas esbozados, mínimas anotaciones de sucesos en los que había participado, reflexiones que eran producto de su oración personal y pequeños o larguísimos esbozos que después servirían para futuros trabajos científicos. No eran propiamente un diario, ni unos apuntes íntimos, ni un cuaderno de trabajo, pero tenían un poco de todo. En estos Cuadernos adelanta la esencia de bastantes de las obras que después desarrollará a lo largo de su vida intelectual.

      En el momento de la muerte de su autor, la colección de libretas de hule negro había llegado a ser de 77 tomos, sobrepasando la página 8.000 (correlativamente numeradas), a pesar de que apenas escribió en ellas durante los últimos años de su vida. También constituye una fuente de información esencial sobre su propia historia y su obra. Como él mismo no les puso título alguno, su denominación a

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