Antigüedades y nación. María Elena Bedoya Hidalgo
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Desde esta perspectiva del coleccionismo y los museos, la noción de imaginario devino en una construcción de sistemas clasificatorios (conceptos, taxonomías, genealogías) de gran eficacia y coherencia, tanto en su elaboración como en sus diversos usos. El “imaginario” cameralista de los siglos XVI-XVIII sobre las cosas de América no solo significó que “fueran la imagen de…”, sino también una incesante recreación, principalmente indeterminada, de formas/imágenes, en virtud de las cuales solamente podrían “referirse a algo”. Se abre así una distancia entre las cosas y las palabras que las significan, según su contexto de uso. De ahí que el “imaginario” no tiene tanto un objeto que referir, sino solo deseos proyectados. Y estos, quizá, pueden interpretarse mediante el simbolismo. A partir de este terreno de las relaciones simbólicas entre campo de la cultura y reproducción social, los museos operan también como dispositivos de autoobservación, recreación y hegemonía (o dominación).
En la historiografía contemporánea pos-O’Gorman, a la que pertenece Antigüedades y nación, el proceso de invención de un Nuevo Mundo no puede interpretarse más como un “descubrimiento”, ni mucho menos como “un encuentro”, sino como parte de la reinvención de Europa a partir de la necesidad de codificar una nueva otredad2. A partir de ese lugar, se construirá en la escritura histórica, arqueológica y etnográfica una frontera invisible de representaciones. Los extraordinarios relatos de aventureros y exploradores de aquellos tiempos de conquista y colonización simbolizan las alteraciones —las mutaciones— provocadas en una cultura por su no identificación con otra. Desde ese momento histórico, Europa reinventa para sí misma una visión “del otro” fundando una modernidad escriturística de la extrañeza. Incorpora “la otredad” en gabinetes de curiosidades, museos y exposiciones universales, e instala fronteras esencialistas en su territorio: primitivos y civilizados. Un ejemplo de ello lo encontramos en la Exposición Universal de París, inaugurada el 14 de abril de 1900, en una superficie de 120 hectáreas, en la que participaron más de 60 países y a la que asistieron unos 51 millones de personas. Se considera la exposición más grande hasta ahora realizada y estuvo dedicada básicamente a celebrar las glorias del pasado, fundamentalmente de Francia y el resto de Europa. Todo ello debía exaltar los avances tecnológicos y científicos de los países industrializados. El gobierno francés declaró que la exposición debía cumplir como un símbolo de paz y armonía para toda la humanidad. Aunque la mayor parte de las naciones que participaron en París eran europeas, también hubo pabellones de Estados Unidos, China y la mayoría de los países latinoamericanos. Sin embargo, como un recordatorio de dónde radicaba el verdadero poder, gran parte de la exposición incluía “pabellones coloniales” especialmente de Francia, Gran Bretaña, Portugal, Holanda y Alemania. El exotismo asiático o africano quedaba claramente diferenciado del progreso civilizatorio europeo.
Como lo muestra el trabajo de Bedoya, en la modernidad poscolonial de América Latina proliferaron durante los siglos XIX y comienzos del XX, historias patrióticas, museos y expografías de temas histórico-arqueológicos y republicanos. Este movimiento cultural en lo que fueron los dominios del Imperio español, se orientó muchas veces hacia una tensión intelectual entre hispanistas e indigenistas. En sus representaciones convirtieron su memoria moderna no solo en el anhelo de un futuro promisorio, sino también en una comunicación intencionada del olvido, ya fuera de su pasado virreinal, su ancestralidad autóctona o sus raíces africanas, o también de las derrotas infligidas por vecinos expansionistas. En su reinvención como naciones, las Américas han prohijado la ficción historiográfica, etnográfica y museográfica de su preexistencia antes de la llegada de Colón a las Antillas. Lo han hecho también mediante otras formas de representación, como han sido la novela histórica, la literatura romántica, la pintura, el teatro o la música.
En consecuencia, la manera como han contribuido los nacionalismos culturales a subsanar la contingencia histórica de la modernidad republicana de Iberoamérica y el Caribe constituye un capítulo fundamental de su historia cultural e intelectual. Las reliquias arqueológicas, los tesoros, convertidos en colecciones de museos tejen continuidades donde solo hay un tiempo dislocado, como lo hay entre la América precolombina o virreinal y el siglo XX latinoamericano.
Los estudios comparativos sobre la institución museística en América Latina, como el que aquí se presenta, pueden insertarse en una teoría crítica de la representación simbólica dominante. Hay un vaivén entre un lado del Atlántico (Europa occidental), donde los mismos materiales antropológicos, históricos o estéticos son referidos en los museos como “lo exótico”, “lo autóctono” o “lo primario”, y los museos de la orilla opuesta, donde “se identifican con lo propio y hasta con uno mismo”3. Esto significa que, por un lado del sistema clasificatorio del imaginario colonial está la mirada europea sobre las artes primarias, la naturaleza exuberante y la extrañeza de lo desconocido, y por el otro, la mirada americana de lo que se considera como diferente, original o propio.
Para quienes nos ocupamos desde hace mucho tiempo de estos temas, nuestro interés consiste en comprender la expansión del museo como una transferencia cultural que recrea sus formas, horizontes y prácticas en lugares diferentes. Desde la tradición de la temprana museología angloamericana de finales del siglo XVIII, hasta el periodo de 1880-1930, los museos que provenían de la tradición ilustrada colonial se transformaron en espacios científicos del saber, escaparates de la nación republicana y dispositivos de enseñanza objetiva.
En el momento en que esos campos visuales naturalistas, históricos y/o etnográficos/arqueológicos fueron reapropiados y transformados por una lectura local, produjeron una de las representaciones simbólicas más exitosas de la América Latina republicana. Los museos arqueológicos, históricos y etnográficos, tanto de México, como de Colombia, Ecuador y Perú, produjeron escaparates persuasivos de la modernidad poseedora de una tradición antigua, escindida o parcialmente escindida del contacto español.
Luis Gerardo Morales Moreno Departamento de Historia Universidad Autónoma del Estado de Morelos
Notas
1 Edmundo O’Gorman. La invención de América. Investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1958.
2 José Rabasa. De la invención de América, Departamento de Historia de la Universidad Iberoamericana/Fractal, México, D. F., 2009.
3 Jesús Bustamante. “Museos, memoria y antropología a los dos lados del Atlántico. Crisis institucional, construcción nacional y memoria de la colonización”, Revista de Indias, núm. 254, Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Madrid enero-abril 2012, 15-34; y Luis Gerardo Morales, “Museología subalterna (sobre las ruinas de Moctezuma II)” en ibidem, 213-238.
En 2008 iniciamos una investigación acerca del coleccionista, político, empresario e historiador ecuatoriano Jacinto Jijón y Caamaño (1890-1950). En aquella ocasión tuvimos acceso al acervo personal de Jijón, el cual reposaba en los archivos del entonces Banco Central del Ecuador, hoy Ministerio de Cultura y Patrimonio. Durante varios meses pudimos revisar cartas, comunicaciones, fotografías, diarios de campo, dibujos y trabajos especializados, que nos contaban una historia de amplias dimensiones. Este coleccionista,