Hablando claro. Antoni Beltrán

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Hablando claro - Antoni Beltrán

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de la existencia de una secta de seguidores de alguien que se permitía poner en duda las creencias de su religión, se volvió el más enconado enemigo de los cristianos, persiguiéndolos con la espada allí donde los encontraba.

      Hasta que sucedió. Cuenta la historia que mientras montaba su corcel, un rayo de luz le cegó los ojos, era «El Señor de los cielos», quien le dijo que se arrepintiera y con eso se volvió un converso, pasando de perseguidor a perseguido por aquellos de su anterior religión.

      Si te estás preguntando, lector: por qué te explico esta historia, en la que evidentemente considero que es una de las tantas leyendas que se vierten para gozo de los creyentes del cristianismo, he de decir que a modo de metáfora me parece muy interesante, ya que alguien, para hablar con propiedad, debe ser conocedor de los dos lugares.

      Resulta bastante habitual encontrar personas que emiten su opinión solo por sus creencias, sin más. Pero jamás se molestan, además de no estudiar la otra opción, en investigar las razones o motivos que pueden empujar a alguien al mundo de las adicciones.

      Un buen ejemplo de ello son los médicos, cuando conocen que el enfermo sufre una o más adicciones, ciertamente tratan de disuadirle para que deje la mencionada dependencia, incluso le ofrecen medicamentos para evitar que continúe con ella o ellas. O también, como mucho, lo derivarán a un psicólogo o psiquiatra, según crean. Pero, para el médico, eso solo se quedará dentro de la anécdota. Pues al considerar que esta no es su especialidad, lo que atenderán será el problema concreto que el enfermo le plantea.

      En la medida que el médico va adquiriendo experiencia, su criterio se refuerza con sus creencias, entiende al enfermo como lo que es, un enfermo, pero difícilmente se le ocurre preguntarse: «¿Qué motivos le han llevado a esa situación?». Y obsérvese que hablo de «autopreguntarse», no de consultar al enfermo, puesto que, de hacerlo, de poco le valdría. Las personas que se encuentran secuestradas por las adicciones mienten por principio y no solo lo hacen a los demás, también a sí mismas. De esta manera resulta muy difícil, por no decir imposible, descubrir las verdaderas causas, porque siempre son un cúmulo de motivos.

      Reflexionando en todo lo anterior, la pregunta que surge es: «¿Cómo conjeturar el móvil responsable?». Y esa será precisamente otra de las partes que se desarrollan dentro de este estudio.

      No obstante, antes de profundizar más en mi particular historia, creo necesario afirmar que estamos rodeados de alcohólicos y también de personas que habitualmente consumen cocaína, anfetaminas o heroína para enfrentarse a la cotidianidad. No quisiera dejarme otra droga, con la que se coquetea, desde algunos ámbitos, usándola como medicina terapéutica, me estoy refiriendo al cannabis, también conocida popularmente como yerba. Pero esto no acaba aquí, como se podría presumir. Los psiquiatras, o cualquier médico en el ejercicio de su labor, cuando alguien que los visita debido a que ha recibido un revés de la vida, en lugar de inhibirse, al menos como clínico, la solución que encontrarán será recetarle uno o más psicotrópicos.

      Lo peor es que esta solución también la toman los propios médicos para enfrentarse a las distintas situaciones que tanto personal como profesionalmente se encuentran, solo que esta decisión la deciden ellos sin ningún consenso, aunque eso tampoco cambiaría nada. Podría ser que la adicción, de una forma u otra, forma parte del mundo del Homo sapiens moderno.

      Precisamente por eso, cuando se piensa en drogas, hay una tendencia a excluir la ingesta de cualquier pastilla que actúe como estimulante o relajante del cerebro y, dentro de este apartado, a no ser que sea muy evidente, el alcohol también se encuentra eximido, ya que esta droga tiene un antiguo reconocimiento dentro de la sociedad. Ahora bien, los otros drogadictos —de los que no excluyo las sustancias artificiales que no he mencionado— son imaginados como individuos que están dentro de un desastre social, aunque esto no siempre sea así. O, al menos, no siempre acaban mal, sea porque al adicto le sucede algo que le hace tomar consciencia de lo que le ocurrirá en un futuro próximo o lejano según como sea cada caso. O porque una enfermedad, que no tiene una relación directa con su adicción, le obliga a hospitalizarse y, con ello, se da cuenta de la realidad de su situación.

      No, no digo que en el centro hospitalario tengan la capacidad para convencerle que debe dejar su dependencia. Y esta afirmación la hago con total conocimiento de causa. Pero ese es el momento que la vida le muestra en directo y de forma propia algo que solamente había escuchado siempre acompañado de recriminaciones. Sin embargo, la respuesta que se daba a sí mismo de: «¡yo controlo!», si no fuera por la tristeza que entrañan estas palabras, podría resultar hasta jocosa.

      Volviendo nuevamente a hablar en primera persona. Pudiera ser «Que si mi hígado no hubiera tirado la toalla» tal vez me hubiera podido ocurrir el gran desastre —me estoy refiriendo a la muerte—. Pero mi estado entonces, aunque no dudo en absoluto que afectaba a mi cerebro, nunca me impidió que tuviera ideas creativas para resolver los problemas que habitualmente me planteaban mis clientes, y que, en la mayoría de las ocasiones, ellos mismos eran incapaces de localizar.

      Resulta como mínimo sorprendente que yo estuviera solventando los problemas de las distintas organizaciones que me contrataban, dando consejos en la forma de cómo tenían que proceder sus dirigentes y algunas veces ejecutándolas y, aun así, fuera incapaz de corregir que el más importante «indudablemente era el mío». El motivo fue que en ningún instante me sentí mermado en mis capacidades, tanto de seguridad, como de locuacidad. Puedo añadir más, esa cierta inhibición me permitía expresar las cosas de «una manera directa». Y eso era algo que, de otra forma, las buenas costumbres no me lo hubieran permitido.

      La suma de estos conceptos, pero particularmente este último, hizo que ganara en credibilidad entre mis clientes y estos se abrieran a contarme detalles de su persona que en buena medida me eran muy útiles para entender lo que estaba ocurriendo en su organización y a ellos mismos.

      Esa fue mi receta, que podía explicar ese mal entendido éxito profesional. Ahora que lo contemplo desde la distancia que me dan los años transcurridos, reconozco que no era querido por nadie, ya que unos estaban a mi lado por lo que pudiera ofrecerles, otros, porque les era muy cómodo dejarse llevar por una vida aparentemente fácil y bien renumerada, y los demás, los amigos de copas, duraron el tiempo que estuve en activo. Hasta que bruscamente por un motivo sin relación se descompensó mi «hepatopatía crónica» y tuve que ser ingresado y ahí se acabó todo.

      En los próximos capítulos, coincidiendo con las distintas situaciones que se plantean dentro del ensayo, volveré a ser protagonista de algunos escenarios que se presentaron y que viví en una experiencia directa. Todo sea, aunque a costa de mi intimidad, para que mejoren ciertas prácticas. También es un toque de atención para la medicina de este país, donde al natural agradecimiento que le debemos a los clínicos, no nos turbe la imprescindible crítica, por el bien de la sociedad y de esta profesión. Dedicación que no me cabe ninguna duda, debido a su trascendencia indiscutible, influye, además de en la salud, también en el bienestar de todas las personas.

      Ahora, en el momento que estoy escribiendo esta reflexión, ha transcurrido más de una década de mi recuperación. Si bien, mi vida ha cambiado totalmente en cómo me cuido. El paso por el hospital me dejó unas enseñanzas muy claras en la manera que debía combinar mis alimentos. Ciertamente, no recuerdo a nadie que explícitamente

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