Hablando claro. Antoni Beltrán

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los animales, por el solo hecho de ser seres vivos, se les debe respetar la vida. Creencias que pertenecen a pensamientos orientales y que han calado de tal manera en Occidente que, los que creen en ellos, es muy difícil que puedan razonarlo. Los que piensan así, ignoran o no valoran el modo como se pasean los animales sueltos por la India —por poner un ejemplo—. Ya que, de respetar sus ideas: ¿qué deberíamos hacer con las alimañas peligrosas? Esa consideración es muy aceptable, cuando uno está a resguardo del ataque de las fieras. Puesto que, de otro modo, cambiarían la palabra respeto por otra, que sería miedo.

      Aun con todo, no quisiera que el lector creyera que mi opinión sobre los demás seres que componen la fauna terráquea sea despectiva. Lo que pretendo transmitir es que, lejos de la profunda consideración que cualquier animal se merece, no debemos caer en situaciones absurdas de igualarlo a nuestra especie.

      Una buena muestra de lo expuesto es la obstrucción que los movimientos antes referidos hacen en contra de los llamados «animales de laboratorio». ¿Quizás, a lo mejor, desearían que las pruebas se hicieran con humanos? O mejor, que simplemente no se hicieran. Los que se manifiestan en contra de esos usos; «¿han pensado realmente cuál es la finalidad de los laboratorios farmacéuticos, cuando experimentan con seres con parecido ADN?». No, estoy en la seguridad que no. Porque, si así fuera, no solo serían contradictorios —que lo son— sino también unos insensatos.

      Por otra parte, y siguiendo el hilo de la cuestión, no tengo por más que reconocer una cierta ternura por los defensores de los animales. Ahora bien, no por ello, debo dejar de insistir en la tremenda contradicción en que continuamente incurren. Veamos un ejemplo: «parece que obvian su uso cuando poseen una mascota». ¿Acaso ignoran que esos queridos animalitos no existirían si los humanos no los hubieran cruzado con otros? Y el resultado de eso, como consecuencia, ha producido animales con diversos padecimientos físicos o incluso psíquicos, según las razas. Sí, estoy en la seguridad que son conocedores de esta cuestión, ya que las continuas visitas al veterinario no son fruto de la mala suerte, sino de los males congénitos que padecen.

      Aun con todo, si alguien les pregunta: «¿Por qué tiene una mascota?», una de las respuestas más habituales que recibirá es porque son más agradecidas que las personas. Pudiera pensarse que ignoran, por mucho que deseen que su mascota posea inteligencia y sentimientos, lo único que le guía es el instinto y hasta una de las más evolucionadas —los perros— obedecen a su amo —dueño— siempre que coincida con quien les da de comer.

      La conclusión sería que la finalidad que tienen esos animales es para solaz compañía de unos humanos. Para que ellos los posean, estos queridos animalitos son violados sistémicamente y, cuando nacen sus hijos, son apartados de la madre de una manera cruel. Pero eso parece no importarles a los que los recibirán finalmente. Debido a que una de las razones inconscientes que les empuja a poseer una mascota son las dificultades que representan compartir sus sentimientos con sus iguales. Y, por eso, buscan en ellos un modo de entrega. De cualquier modo, tampoco, a casi nadie, le importar que no sea el hábitat donde el animal preferiría estar; a él no se lo van a preguntar.

      El resultado es que los amantes de los animales condenan a sus mascotas «a nacer para ser su juguete». Por contra, son enemigos acérrimos de las «corridas de toros». Si bien, precisamente, por la misma razón que quienes los critican, sus defensores afirman que el toro, en la dehesa, tiene una vida regalada, durante cuatro o cinco años. Y que, de otra forma, ese animal ya no existiría.

      Y, si lo pensamos bien, tienen tanta razón como responsabilidad, unos como los otros. Es precisamente aquí donde volvemos a encontrar al sapiens sapiens inmerso en sus continuas contradicciones. Por una parte, ha hecho todos los posibles para sobrevivir aniquilando prácticamente de la faz de la Tierra a todos sus enemigos naturales. Y, a los que no, los ha esclavizado, en otros tiempos, como fuerza motriz, además de criarlos en granjas, con la finalidad de transformarlos en algo impersonal, como es la comida, sin ninguna identificación. Sí, es esa que los niños, urbanitas de hoy, solo reconocen al animal en un perfecto despiece, debidamente empaquetado, en las estanterías de los supermercados.

      Ahora, cambiando totalmente de lectura y debido a una licencia de espacio, vamos a iniciar un breve estudio de lo sucedido desde que se tiene constancia histórica del paso del Homo sapiens. Sin ninguna duda, el lugar donde existen más referencias de nuestro pasado, y por ello se considera cuna de la civilización, es la denominada «Antigua Mesopotamia»; se localiza entre los ríos Tigris y Éufrates, palabra que significaba que se encontraba en tierras fértiles, que no coincidían con las áreas desérticas.

      No obstante, lo que resulta un tanto curioso es que, durante muchos años, concretamente hasta 1841, esta antigua civilización se creía que pertenecía a una leyenda de las muchas que se expresan en el Antiguo Testamento. Pero, por lo que parece, evidentemente existió. Fue Austen Henry Layarde (París, 1817), arqueólogo, investigador, escritor y diplomático inglés, uno de los primeros que se hizo preguntas al respecto, y junto con un equipo de arqueólogos, bajo las informaciones recibidas por los aldeanos del lugar, empezaron a excavar en aquella zona.

      Y… allí apareció, ante sus ojos la civilización con más información arcaica hasta ahora conocida, su antigüedad inicialmente se remontaba a tres mil quinientos años a. C., aun con todo, esta fecha no fue definitiva, pues en la medida que fueron encontrándose nuevos yacimientos se han supuesto fechas que datan de cinco mil años, y más, anteriores a nuestra era. De los muchos descubrimientos, hay que hacer mención a los desenterramientos que representaron hallar hasta una suma de treinta mil «tablillas» —hechas de barro cocido— que mostraban la existencia de la «escritura» en aquella antigua época. El arte de escribir era atribuido, desde las distintas mitologías, de la manera siguiente: «La Antigua Grecia, se le debía a Prometeo, quien la había regalado a la humanidad. Para el Antiguo Egipto era un obsequio de Tot, el dios del conocimiento. Para los sumerios fue la diosa Inanna, quien se la había robado a Enki, dios de la sabiduría».

      Lo más sorprendente de todas estas leyendas es que coinciden en el fondo y eso puede ofrecernos una respuesta que, desde un principio, se ha desechado. —Más o adelante ofreceré el motivo para reflexionar—.

      De cualquier modo, no solo fue en medicina. Vamos realizar un esquemático repaso de algunos de los descubrimientos que mostraron las creaciones producidas en aquella antigua civilización, que hoy la localizaríamos entre los países de Irak, Turquía y Siria.

      Detalle de los adelantos:

       «La escritura cuneiforme».

       «El conocimiento de las vísceras humanas».

       «El código de Hammurabi».

       «El desarrollo del sistema sexagesimal».

       «La astrología y astronomía».

       «El calendario lunar de 12 meses y 360 días, aprox.».

       «La metalurgia del cobre y el bronce».

       «La irrigación artificial».

       «La rueda».

       «El arado».

       «Los arreos para los animales».

       «El bote y la vela».

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